Junto al río Tea

Galicia. Río Tea (Orense), 20 de julio de 2008


Amanecer de gallos despertando en todas las aldeas que atravieso, dormidas, con sus huertos de berzas, con la luna colgando como un globo de feria sobre sus tejados, con la neblina rumoreando junto a los pájaros en los bajíosas; con viñas sobre espalderas acompañando el camino.
Unas vez, de jovencito, anduve así, era septiembre, el saco amanecía chorreando al norte de León, por pueblos de Asturias. Entonces dibujaba, entonces me paraba, sacaba mi cuaderno y lo que veía en vez de ponerlo en palabras lo ponía en el trazo fino de un rotring. Fue así que dibujé Peña Ubiña alzándose al otro lado, algo imponente, de las calles embarradas, cubiertas de bosta, de Torrebarrio. Caminaba, hacía auto-stop, iba por donde tiraba el viento de mi intuición. Hice una buena colección de fotos en blanco y negro en aquella ocasión. Atravesé Sanabria, el Teleno, recorrí los montes astures. Un día que me cansé de andar y alguien me cogió camino de Astorga, resultó que ese alguien era el cura párroco de alguna de aquellas aldeas. A punto estuvo de regalarme un rosario; para que no me aburriera, decía, admirado de que alguien que estaba sólo consigo mismo durante tanto tiempo, no se aburriera. No sé si fue en esa escapada en la que después, por los campos de Sahagún y aquellos que se extendían hacia poniente, siguiendo el tañido de las campanas y el rastro de la luna que ésta dejaba en los caminos, que después enfilé hacia Santiago. Y llegué y un gentío llenaba la plaza del Obradoiro, y poco después el botafumeiro volaba en el crucero de parte a parte como un gigante péndulo de un reloj metafísico; y se cantaba y a mí después de tantos días de camino se me llenaban los ojos de humedad sin saber por qué. ¡Cuánto hace de aquello y qué bien lo recuerdo! Y antes dibujando el motivo de un capitel sobre un banco de piedra de la fachada de la catedral de León; y antes metido en un camión que hacía la ruta de Madrid-Miranda de Ebro, y pasando por el desfiladero de Pancorbo me bajé porque me sonaba bien aquel nombre y había chopos como lanzas que sobresalían en la negrura de la noche. Y dormí allí acogido a ruido tembloroso que dejaban los trenes que cabalgaban la noche.

Estas cosas que a uno se le pegan del camino, instantáneas que guarda la retina como un tesoro dormido bajo la alfombra de las hojas de los años y que despierta en esta mañana como restos prehistóricos de un mismo, llamando los arroyos a los arroyos (otros arroyos), los gallos a los gallos, el humo de las chimeneas derramado en las huertas, al humo de las cocinas que traen el olor de las antracitas, que salían de las chimeneas astures sobre los tejados de pizarra.
Hoy pesa más de la cuenta el macuto. Ayer tarde pasé junto a un supermercado y el recuerdo de las privaciones instigó mi instinto de hormiga.
Demasiado peso; me paro, saco la cantimplora y la vacío, Dios proveerá. Soltar lastre para caminar más ligero. Tiraría la mitad de la comida, pero tirar la comida es pecado mortal y me vetaría la entrada en el Paraíso. En otra excursión como ésta debería probar a instalar unas ruedas en el macuto y poner así en práctica la conocida ley física de la inercia.


Un perro pequeñajo me ladra en el camino; pero cuando me acerco vuelve grupas y sale disparado volviendo de vez en cuando la cabeza hacia mí. Otro, atado a una cadena excesivamente larga, me conmina con la mirada; una mujer me dice: no pase, señor. Paso. El estrecho camino atraviesa las huertas. Otra mujer abre y cierra surcos con el azadón dando paso al agua.
-Buenos días.
-Buenos días.
Ayer vi a una anciana levantando un pedrusco enorme que se interponía en el curso del agua que iba a su huerta. Galicia está llena de mujeres valerosas, adustas, de vasta mirada, de una vida llena de trabajos.


Estoy contentísimo con mi Topohispania, toda la cartografía de España, toda, a la mayor escala, metida en una memoria SD mini que ocupa apenas medio centímetro cuadrado. Para esta caminata sin ella tendría que haberme comprado un carrito en el que llevar la cartografía del IGN. Hace un par de días volví a diseñar, sentado en un parque público, la última parte de mi recorrido hasta Vigo, esas pequeñas líneas sombreadas de amarillo que huyen del asfalto y van recorriendo conmigo el suelo patrio. Je, siempre me hizo un poco de gracia eso del suelo patrio, una gracia un poco macabra porque de sobra sabemos todos qué resulta de ese ensalzamiento de la patria; locos de atar enarbolando banderas y profiriendo gritos de exclusividad, de hijos de una tierra que cuando estaba sin bautizar no era patria sino tierra en donde vivir y sobre la que echarse la siesta en verano a la sombra de una higuera. Y se hizo la patria y ya no hubo paz en el mundo. Como esos españolitos que porque han nacido en Getafe o Vallecas se creen de mejor jaez que aquellos cuyas patrias están al otro lado de los mares meridionales o del océano.


Cuando el camino pasa junto a una apretada vegetación, un cierto olor me lleva casualmente a mi primer viaje a la India; el primero, porque después fue ya distinto, cuando mi cuerpo esponja, impresionado como una placa de bromuro de plata quedó marcado para siempre por los ojos de mirada profunda, por la paz que se respiraba en las terrazas del Ganges en Benarés, a donde yo había acudido a ver y a meditar. Los caminos retienen sus vínculos y sus débitos con otras tierras y otros tiempos, alentan a la memoria y a los sentidos.
Pasa un aldeano en bicicleta por el estrecho camino cubierto como por un toldo por la vegetación.
-Buenos días.
-Buenos días.
Hay un profundo olor a eucalipto. Por entre el follaje se filtra dorada la luz del sol. Esto también es India, ahora al final de una larga noche de tren, cuando las ciudades amanecían envueltas en la memoria ambarina de un lejano invierno; el final de una noche de tren abarrotado, de hacer de mi lecho los barrotes del portamaletas superior.
Y es así como llego todavía temprano a un recoleto espacio de recreo junto al río Tea. Mi batería está a punto de expirar. Así que punto y final.






No hay comentarios: