La chica del bikini verde



Galicia. Península O Grove (Pontevedra), 23 de julio de 2008




Tengo que saltar de un lado a otro de la ría de Pontevedra, pero no hay ningún servicio de ferry. Me metí en el autobús que rodea la ría. El aire acondicionado es una delicia para este día de calor. El mar refulge salpicado por las mejilloneras y por la línea azul de la isla de Ons al fondo. Me arrellano en el bus y elijo Dido y Eneas, de Purcell, un antiguo tema que escuchaba mucho mi hijo Guillermo; una época en que toda la familia sufrimos su mismo contagio, la música de Bach, el piano de Glenn Goold, la viola da gamba de Jordi Savall. Y así, hoy, mientras el autobús me reintegra a mi ruta al otro lado de la ría, oigo este Dido y Eneas y de paso recuerdo los arrobadores amores de ella, la lectura de la larga larga travesía de Eneas, la guerra, las competiciones atléticas, los asados de reses en las playas regados con los vinos del Egeo. Una forma de vida en la que cabía todo, pero especialmente los juegos de la guerra y el amor.







Es hermosa esta tierra al atardecer, con esta luz que llega filtrada como traspasando la capa translúcida de una enorme gasa que cubriera el cielo de la ría. A Dido debió de serle insoportable la idea del abandono de Eneas, que debía de partir a otras tierras y la dejaba allí, reina y señora de Cartago pero irremediablemente sola, pese a aquel cielo también del Mediterráneo cargado de ese nosequé siempre indecible y propicio al abandono.
Está cubierto, en la playa truena un oleaje verde que deja la arena como un espejo. En una playa así se encuentran dos raros amantes que aparecen en una novela de la Duras, El amor. No recuerdo bien qué sucede en ella, pero retengo el lenguaje telegráfico, la convulsión contenida de dos personajes qué no parecen saber qué sucede dentro de ellos mismos. Son curiosas estas novelas, o más bien nosotros que las leemos, de las que uno sólo retiene impresiones vagas, algún hecho concreto, el aspecto que tenía el mar durante las circunstancias que se narran. Aquella novela debía de ser un monólogo a dúo, las entrañas de una preocupación, la hediondez de un callejón sin salida. No recuerdo, también podría ser otra cosa, el resultado de un impresión fílmica que recibiera la autora una mañana y que diera entre la tarde de ese día y la del siguiente el resultado de una novela –tan corta era-. Porque me imagino a la Duras escribiéndolo así, haciendo un libro en torno a un puñado de impresiones, como es el caso de sus dos Amantes.










Yo paseaba por la playa cargado con mi mochila, pero con el jersey puesto, porque hacía fresco, cuando la chica que venía de frente se hizo a un lado, se paró y se quitó la camiseta muy femeninamente. En ese momento, vuelta de espaldas, me recordó a X, que ayer prometía un regalo de cumpleaños. Desde que arranqué a caminar hoy venía enchufado al volumen de Foucault, El uso de los placeres, se subtitulaba. Foucault habla hoy del sexo, de la afrodisia, de los griegos y su idea de la templanza como una de las grandes virtudes. Pero tanto Ovidio como Sócrates parecen referirse siempre a ese amor espontáneo que tiene su existencia en el limitado espacio de un tiempo no muy dilatado; y acaso incluso se referían a algo que desde luego no era propiamente ámbito del matrimonio. El amor de Sócrates no parecía tener nada que ver con su esposa, que por lo demás parece que era fea y mal agraciada, sino con otra cosa. Es obvio que todos entendemos qué es esa otra cosa.
A eso le daba yo vueltas, a eso que hace que sintamos que el otro es parte de nosotros, que aunque la pasión llegara a languidecer, antes, pasamos durante tanto tiempo como viviendo uno dentro del otro que después no podemos dejar de percibirlo más que como parte física de nosotros. Uno no puede cortarse un brazo y arrojarlo al cubo de la basura. Esa es la situación. A mí me pareció siempre un tanto ridículo el termino fidelidad, porque quien esgrime ese concepto para defender un amor es fácil que haya dejado de amar hace ya mucho tiempo y esté en la tesitura de querer sustituir la pasión por una póliza de seguros. Me parece ocioso el término de la misma manera que me parecería ocioso que alguien quisiera atar mi propio brazo con una cadena a mi cuerpo. Otra cosa son los conflictos, que se producen en mí dentro de mí mismo, una parte de mi yo contra otra, mi yo contra la del amado, la amada; o incluso las derivaciones producidas por la erosión del tiempo, que ataca no sólo a nuestra degradación física sino que pone también en cuarentena nuestra exaltación amorosa. Pero eso no ni quita ni pone a la realidad entera de mi cuerpo único que se conformó poco a poco en una realidad mayor.
Creo que es necesario haber llegado a un momento histórico en que el hombre y la mujer pueden relacionarse en un plano de libertad e igualdad para poder hablar de esta manera. En tiempos de Ovidio o Sócrates no era así; el hombre regía todo aquel universo y por consiguiente las mujeres vivían sometidas de un modo u otro a su criterio, a sus determinaciones; por consiguientes las relaciones amorosas no podían ser plenas; no lo son cuando una de las partes vive sometida de alguna manera a la otra.
Fue en este corto paseo por la playa, aquella chica del bikini verde, mi recuerdo de la novela de la Duras, que me hicieron preguntarme si realmente nuestros amores reales, lo que formaron parte de nuestra sustancia interior, están sujetos a las fluctuaciones de nuestro humor, o si por el contrario todo lo que se da en esa situación es polvora mojada en relación al hecho esencial de quererse. Y preguntaba esto porque ver a la mujer del bikini verde fue un choque excesivamente prosaico con la realidad. La mujer del bikini verde era sólo una mujer; una mirada fugaz del hecho biológico de ser un animal de distinto género al mío. Me desagradó esta evidencia; me desagradó, era algo no usual en mí. Contemplo desde lo alto a los paseantes de la playa, una larguísima que sirve de unión a O Grove con la tierra firme. Gente que camina profilácticamente a paso rápido, que hace ejercicio. Ser sólo hombres y mujeres no tiene gracia; me hace ver a las mujeres asépticamente, sin sexo, ellas, yo mismo. Hombres y mujeres sin la alquimia que convierte las piedras en oro, o que al menos infunda a nuestra mirada el color de algo fantástico hace de la vida algo triste y lastimoso. Cuando un vaso es sólo un vaso, cuando una mujer es tan solo una mujer es que nos estamos haciendo viejos. Creo que era Marais que hablaba de estas cosas.














Pasa una señora algo mayor con los senos al aire. No sé qué es pero no me gusta. Otro matiz que añadir, no es tanto lo que las cosas son como lo que las cosas, las personas llaman a nuestra fantasía, a nuestra capacidad de amar, a nuestra imaginación. Quizás haya en esta idea un componente importante de nuestra relación con los otros. Cuando privamos a nuestra imaginación de su trabajo estamos jodidos, porque entonces sólo queda la prosaica realidad desprovista de misterio, del magnetismo de la atracción que ejerce aquello que sólo entrevemos.
¿Miedo a lo prosaico? ¿Miedo a descubrir en nosotros, en los otros una ruda realidad que no nos gusta? ¿Miedo a la realidad, a la verdad? No deseo que la mujer del bikini verde sea sólo una mujer; no; no quiero que el anhelo me abandone. No debería interesarme esa realidad que hace que las cosas sean lo que acaso son. No, porque ello es perder ilusión y envejecer.
Comí, atravesé un bosque y fui a parar al otro lado de la península, donde se respira un ambiente tranquilo que nada tiene que ver con el abarrotamiento de las playas más concurridas. Me tomo una cerveza con unas aceitunas en un chiringuito chiringuito, de esos que ya casi no existen, y donde la cerveza frente al mar sabe mejor que todas las cosas. Una hora de camino me ha puesto en otro mundo. Éste me gusta más que el otro. Quizás a las realidades del párrafo anterior les suceda algo parecido. Ambas se alimentan del mismo mar, sólo cambia el modo en cómo nos acercamos a él.


Hoy es el cumpleaños de mi padre; allí, en la residencia lo celebraban mi familia y la de mi hermana. Hablé un rato con él. Le encontré feliz. La riqueza de los ancianos es el afecto de sus hijos y nietos. Es prácticamente lo único que llena de verdad el corazón de un anciano al final de una vida: el cariño de los otros.


















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