Pontedeume, 24/05/2009



Llovía cuando salí del restaurante. El camarero, muy comprensivo al verme atareado en la tarea de la escritura, me había dicho que no cerraban, que podía quedarme hasta la noche; pero yo que no, que iba a caminar un poco más. Y llovía cada vez más, pero el paisaje estaba lindo, cargado, de unos colores increíblemente hermosos, porque es así cuando llueve, la arena mas oscura, más tensa, el mar más grave y consistente, el cielo una joya para el que tiene ojos; nunca el cielo es tan bello como cuando desprovistos de prisa y de la necesidad de guarecerse uno se deja engullir en esta densa atmósfera, tan intemporal, tan ajena al espacio; cuando llueve, llueve y basta, no hay otra cosa sobre el campo, sobre el mar que el agua que todo lo impregna; esta lluvia que no tiene ritmo ni variación alguna, que es agua monótona, que empieza y es como si fuera a durar toda la vida; así debieron de ser las lluvias que inventó García Márquez para su Macondo (por cierto, que no le sale la olita roja a Macondo. Al Word le caben unos pocos topónimos solo, pero entre esos pocos no deja fuera Macondo. Qué maravilla el hecho de que con la sola fuerza de la imaginación se puedan levantar ciudades o personajes que serán imperecederos, extraordinarios, notables, mucho más notables que ese otro noventa y nueve por ciento de ciudades, de personajes, incluso naciones, donde miles de hombres nacen y mueren sin haber tenido la dicha de pasar al repetorio toponímico del Word. Dice mucho esta voluntad de los señores de Microsoft por dar relevancia a aquella mítica ciudad de las lluvias). Cuando el camino atravesó algunas praderas y los tristes pinares que suspiraban bajo la lluvia, mis botas y mis mallas eran ya un charco.
En los días de lluvia el campo y el mar quedan aislados en el prístino mundo de su soledad. Los pueblos están vacíos, se ha producido un gran paréntesis en la tarde del sábado. Bajo el aguacero me tropiezo con un supermercado; soy el único cliente. Me desembarazo de toda mi impedimenta y husmeo por aquí o por allá lo que será mi cena de hoy. Se me pasó por la cabeza buscar un hotel, ya veremos, de momento la cena está asegurada. Salgo otra vez a la lluvia. Me dirijo a un hotel que me han indicado en el supermercado. Desde fuera huelo que aquello no va conmigo, aunque me tienta el pasar la tarde tumbado en la cama leyendo un libro; pregunto, no, uno es hombre de principios, sería la primera vez que me arredrara la lluvia tanto como para gastarme el presupuesto de la semana en una habitación que me viene grande. Además, me cortaría esta inesperada relación con la lluvia. El Señor proveerá. Y así vuelvo al camino y pongo en mi tocadiscos portátil el octavo libro de los madrigales de Monteverdi. Buena elección para escuchar bajo mi capa de agua, mientras el mar aguanta cabizbajo al otro lado, mientras busco a ratos la ruta con mi gps. Qué desgarradoras son a veces las voces femeninas de estas partituras; pocas veces se le oye a Monteverdi una broma distendida; al menos es así esta tarde; el amor y la guerra parecen ser los dos extremos en donde se mueven estas voces bajo la lluvia.

Había una ramificación de mi itinerario que terminaba en el faro de Mera; pero al poco desaparece la vegetación y me encuentro ante un paisaje desabrido y hostil con la silueta del faro al fondo. Ninguna posibilidad de encontrar un abrigo al resguardo del agua, algo que por lo menos proteja mis cosas mientras monto la tienda. Me voy la vuelta. No me tormente piu, plañe la soprano en largos lamentos que la voz del tenor acompaña como un eco. Y un rato después a la derecha del camino una vereda lleva a un lavadero donde una fuente de piedra canta su canción, y desde unas rocas cae sobre el pilón un tejadillo, y me acerco y entre el pilón y la roca descubro que hay espacio suficiente para instalar mi vivac, muy cerca de donde el chorro de la fuente se oye, claustral, acompañado por la lluvia.

Bajo uno de los aleros del pilón donde instalé mi vivac al abrigo de la lluvia, cómodamente abrigado en el saco de dormir, el portátil sobre el pecho, las gafas de ver preparadas, la luz de la linterna extinguida, la sesión de cine comenzaba: Vivir su vida, de Godard. Últimamente me dio por el dislocado y a veces disparatado Godard; pillé a Quique y Lucía un puñado de ellas y me introduje en su mundo. Esta pareja a la chita callando se va haciendo poco a poco con una excelente filmografía, Lucía la Gorda, claro. Antes ya me sirvieron un empacho de Bergman que me duró casi todo el invierno. Con Godard la cosa no da para tanto, aunque siempre es sugestivo asomarse a sus películas, expresionistas, locas, obsesionadas con el mismo cine; encantadoramente cándida, llena de una laxitud y de una sinceridad pasmosa, como la de ayer noche bajo el alero del lavadero. Viejos tiempos los de lavar la ropa en comandita.

A la mañana siguiente desde el lavadero arrancaban las bienvenidas señales blanquiamarillas del un PR, que después se enlazaron con otro más allá y bordearon la costa de la ría de Betanzos por parajes umbríos realmente hermosos; cerca del mar, con ese aire de tierras inundadas por todas partes en donde las pequeñas penínsulas y las islas afloran con hermoso juego de luces. Comí en Sade, me di una vuelta por Betanzos y sorteé tierras excesivamente pobladas para caminar, en autobús hasta Pontedeume. Antes de echarme al monte me proveí de una lasaña y una hamburguesa para la cena. En la playa bailaban los reflejos del atardecer. Más arriba, mar y pájaros, uno de tantos bosque encantados. En éste rompe el mar a sus pies. La tarde tenía unos reflejos y unas sombras propias de las fotografías espectaculares; hice algunas tomas que espero hagan justicia al crepúsculo que se disolvía dejando un muestrario de siluetas de lomas y barcos meciéndose en la ensenada de la ría de Ares. Casualmente encontré un balconcillo sobre los acantilados para mi vivac.
Es la hora de la cena.












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