Trasmonte de Golmar, Cedeira, 30/05/2009






Esta mañana el mar es de un delicado y suave azul claro. Al fondo, sobre el agua y las lomas de Cedeira, levanta la niebla. Las olas rompen junto a mi vivac instalado sobre una plataforma de madera. El sol también es suave, una caricia que me demora en el lugar; mientras pongo a secar el doble techo de la tienda que me ha servido para protegerme del relente de la noche. Se está bien en el saco viendo ir y venir las olas. Las gaviotas vuelan sobre la nada de la niebla agarrada al agua, delicada, sutilmente atravesada por el sol de la primera hora.






Hoy un bosque de eucaliptos se interpone por primera vez en muchos días entre el crepúsculo y mi vivac. Lástima, me había acostumbrado a pasar las últimas horas del día mirando ese infinito tras el que el sol se oculta cada día. también por primera vez, desde el comienzo de este vagabundeo gallego, mis ropas huelen a sudor y vinagre. El tendedero volante que llevo sobre el macuto va a estar más ocupado con el calor que se avecina. Hoy sudé tinta por los montes al norte de Cedeira, una extraña casualidad había dejado sembrado el camino, una pista rodeada de zarzas y helechos impenetrables, de enormes árboles caídos que cortaban continuamente el paso. Extraño esto de caminar como un mono entre las ramas y los troncos, extraño y agotador. Me llené brazos y piernas de arañazos. Una novela de cínico y divertido Italo Calvino, cuyo título no recuerdo, acaso sea El barón rampante (gracias, memoria). relata precisamente una suerte de aventura así; tiempos aquellos en que todas las tierras de la cuenca mediterránea estaban cubiertas de encinas. Una aventura incómoda que no deseo a nadie.
Mi hartura de asfalto de ayer tiene la culpa de que haya huido al monte. En una taberna de Cedeira he abierto el programa del Garmin y he trazado una ruta sin asfalto que me lleva al cabo Estaca de Bares, uno de esos topónimos que los niños de segundo de primaria de mi promoción conocíamos bien, una Geografía de España que estudiábamos de memoria sin saber por donde andaban todos aquellos topónimos que ya de adulto fui colocando a lo largo y ancho de lo que entonces nombraban como nuestra Piel de Toro (nunca logré ver en esa piel de toro el perfil de nuestra península, pero eso decía el manual de geografía… misterio); topónimos que uno aprendió en la escuela y que quedarán por ahí en el cerebro como inútil muestrario de una enseñanza dirigida a amontonar información; como hoy, más o menos. ¡Ah del día en que en las escuelas se enseñe a pensar!, ¡qué ciudadanos tan distintos seremos entonces! Duro lo iban a tener los medios de comunicación, los políticos, toda esa suerte de propaganda por la que caminamos serviles como corderos.
Algo así se pregunta Arturo Barea al final de la primera entrega de su obra La forja de un rebelde; cerrado el libro en la época de la adolescencia de principios del pasado siglo, hace un repaso de las enseñanzas recibidas durante la infancia y, al cabo, éste se pregunta: ¿qué de todo esto me ha servido de aprendizaje para la vida? Nada, se contesta, nada de ello me enseñó a vivir; lo que me enseñó a vivir estaba en otro sitio, fue lo que aprendí por mí mismo, relacionándome con la realidad lo que produjo el aprendizaje de la vida.

Y al final de la tarde sigo el impulso que me dicta recoger todo y caminar todavía un rato más. Y después de más de media hora, ya sobre un promontorio desnudo cubierto de hierba, aparece a mis pies el mar, no el mar que yo esperaba, azul, cortado al medio por la estela del sol; a mies pies hay un inmenso mar de nubes, blanco y vaporoso que cubre aquel otro de los peces y las olas. El sol dora la disforme superficie de las nubes adornando sus colinas de vapor con sus últimos rayos. En la superficie de la niebla se abren oquedades en cuyo fondo aparece un mar calmo pero sin brillo, que queda en lo alto enredado en los rizos de la niebla.
Es la hora de montar la tienda.






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