Puerto Hondo, 08/07/10


Después de cuatro días de caminar por las alturas de Cazorla y sus prolongaciones, el último día largas y extensas cimas en torno a los dos mil metros, cubiertas de pinares y encinas que se perdían en el horizonte, hoy cambió el paisaje, el campo se hizo de ese heno claro donde parecen flotar pequeñas lentejuelas de luz; a la orilla del camino crecieron las grandes flores anarajadas de los cardos, la olorosa manzanilla que un paisano recolectaba nada más amanecer con la hoz junto a la carretera. Y entonces, magia del comento, el campo me huele a la India, las especias amontonadas en los mercados, el jazmín, el azafrán, todas las plantas aromáticas de un país. El campo está tranquilo y solitario, ni una sola alma turba su silencio, el concierto de los pájaros.



A las cinco de la mañana me eché al camino, preocupado por el calor que habría de hacer su aparición en seguida, pero el sol se demora en lo alto envuelto en una calina que más parece de otoño que de esta época, y así, mi caminar, primero en la oscuridad con un cuerno de luna colgado del horizonte, después en la suave luz del amanecer, se hace apacible y nada sofocante. Hoy me propuse no ir muy lejos, no vaya a suceder que termine por averiar la máquina que me lleva de un lado para otro, y es que ayer, por una razón u otra me pasé y me vi obligado a hacer una etapa de cincuenta kilómetros, que para mí es un exceso y que me dejó sumamente roto. Apresuré porque llegaba a Puebla de Don Fadrique con las tiendas cerradas y ello me obligó a caminar en plena canícula a una velocidad no deseada. Tenía que llegar entre otras cosas porque perdí, volví a perder, las gafas, y creo que es el quinto o sexto par que pierdo, pese, en esta ocasión, a haber pasado una gomita alrededor del estuche; y sin gafas me apaño mal, tan mal como para no poder ver por donde voy en el gps o en los mapas del ordenador. Pero no había gafas en la Puebla de Don Fadrique, bonito el nombre, ¿no?, y así tuve que conformarme con hartarme a beber, dos litros y medio entre zumos y tónicas. Algo comí en un restaurante mientras oía al fondo los gritos de la afición futbolera, pero poco, estaba demasiado cansado para ingerir nada.



Fui a parar a un campo de trigo, y mientras lo atravesaba buscando un lugar para dormir, adelantándome a que me pudieran decir algo, paré a un coche que se aproximaba entre los sembrados. Sí, era el dueño del frutedo de más arriba, un hombre coloradote que bajó con desconfianza la ventanilla del coche, pero que no se opuso a que durmiera entre los árboles; tenga cuidado con los cigarrillos, me advirtió cuando se marchaba.
Desconozco lo que me queda por delante, el tipo de terreno, los pueblos con los que me encontraré; y ahora menos hasta que encuentre unas gafas. En el tramo andaluz había fotografiado una guía que me daba datos de la zona, pero aquí no tengo nada más que la línea de los tracks que aparecen en el gps. Compré una guía de Murcia pero olvidé fotografiarla y se quedó en casa. Esto quizás le dé también cierto encanto a la cosa; de momento no se ven montañas en el horizonte, sólo algunas lomas que dan diversidad al paisaje.




El sol cae a plomo sobre mi cabeza. Atrás queda Cañada de la Cruz. La pista fulge radiante en el mediodía tórrido tras lo que parecía ser el comienzo de un día suavemente nublado; los cardos y sus bellas flores amarillas hacen compañía al camino junto a grandes matas olorosas de las que desconozco el nombre, acaso una especie de lavanda, a juzgar por su olor y sus pequeñas flores azules. Terminé con Proust y no se me ocurre otra cosa para este calor y esta flecha luminosa que es el camino, que escuchar a Schumann en Escenas de niños, un tema que durante meses estuvo practicando Victoria en el piano de casa. Es difícil imaginarse este tema en un paisaje que tiene la adustez de la Castilla del Cid en aquel poema de Manuel Machado, que tan diferente es al de aquel otro paisaje atormentado de la mente de Schumann, que a cada instante era sorprendida por nuevas frases musicales que no hacían otra que cosa que llenarla de inquietud; un paisaje físico centroeuropeo por otra parte, que nada tenía que ver con los calores del sur. Pero aun así las notas del piano se suceden acogidas por el paisaje foráneo con delicadeza vistiendo con la gracia de la música la hostilidad que el calor producía.

Desde que comencé a caminar, allá a primeros de abril, la vegetación ha ido amarilleando hasta adoptar todas las hermosas tonalidades de Los girasolres, de Van Goghs; verdes pálidos acompañados de tonos que, desde la clara y luminosa avena, el siena tostado de los cardos, pasan por el múltiple y variado tapiz vegetal que agosta bajo este cielo de plomo. Los escaramujos y sus delicadas flores blancas suavemente teñidas de añil, los cardos de apenachadas flores violetas, las manzanillas con sus bolitas de miel clara sostenidas en enjambre sobre sus pedúnculos oscuros, los almendros de vencidas ramas en las que cuelgan, verdes todavía, el fruto aterciopelado. En fin, esta ligera brisa que me acompaña y que alivia un tanto el peso del calor del mediodía; así hasta que encuentre una fuente en donde sestear y aliviar la sed que da el camino.




En vez de llenar la cantimplora en el pueblo, la vacié cuando me dijo el barman de algunas fuentes que encontraría en el camino. Pero subo y subo y el calor arrecia y de agua nada. Mosqueo al canto. Un lugar, por demás, por donde no pasa un alma. Así hasta que oigo lejano el motor de un coche, buena señal, la pintura de los coches de medio ambiente, los paro. Gentileza para los momentos de sed, apenas he comenzado a preguntar ya me sacan una botella de agua, que me la quede, dicen. No estaba mal informado, agregan. Cuando se acabe el asfalto, medio kilómetro más o menos, vaya atento, a la izquierda verá un rastro de humedad; hay que subir el talud entre los arbustos para encontrar la fuente. Pero yo miraba y requetemiraba a la búsqueda de la mancha de humedad y nada, hasta que al torcer un recodo, alalá, el sonajero encantador del agua empezó a tintinear en mis oídos como si se tratara de una música venida del lisonjero espacio de un deseo querido con premura. Y eso que me retengo y no me dejo llevar, que después de leer a Proust durante más de tres meses seguidos, a poco que me descuidara se me escaparían muchas de las florituras estilísticas de este autor, prosa que, aunque un poco anticuada, no deja de tener el gracioso encanto preciosista de los detalles y la prolijidad de las comparaciones, que como piedras preciosas quedan engastades en el texto principal enriqueciéndolo y haciéndonos degustar cierto sabor inconfundible que no puede pertenecer a otro autor que no sea precisamente Marcel Proust.
Y junto a la fuente, cómo no, una robusta encina con sombra suficiente para protegerme hasta la caída del sol. Sólo que, ay, el lugar está habitado por los torpes, pero cabronazos tábanos, por lo que a menos que te descuides un poco, zas, ya te jodieron. Y así, en el rato que transcurre entre un zambullido mío en las frescas aguas de la reidora fuente en que me había sumergido por entero, y el instante de escribir estas líneas, pese a que hubo un montón de defunciones por medio, me dejaron, eso sí, las piernas hechas un cristo. Bichos del camino... puaf, que no paran, unos y otros, de producirme ronchones por doquier. Ahora, del problema de la siesta ya no serán las incordiantes moscas a las que más o menos me he acostumbrado a soportar sin que me quiten el sueño, sino los tozudos y jodidos tábanos, que aunque quisiera creer que he exterminado todos los que volaban en los inmediatos alrededores, seguro que alguno vendrá todavía a mordisquearme las pantorrillas.
Esta mañana pensaba que el césped de mi casa debe de estar ya de nuevo en trance de que le haga un corte similar al que me hice yo en el pelo al dos antes de salir de Madrid, y quise averiguar por qué parte de mi camino atravesaría la línea de ferrocarril que une Murcia con la capital. Total, que como no tengo gafas desde hace un par de días, hube de apañarme una lupa, y con ella, y no sin dificultad, rastreé mi camino desde Cañada de la Cruz, en donde me tomaba unos calamares con salsa de tomate y una tortilla, en adelante, hasta que al fin tropecé por la vía férrea, a cuatro jornadas de camino, en Calatrava, y a una jornada más con Cieza. Así que de momento creo que mi próxima pausa termina en las vías del ferrocarril más próximas. Después, en dos jornadas más acabaré con Murcia y emprenderé la travesía del País Valenciano. Parece que no me arredra ya el calor, al menos, con las jornadas que me he chupado de andadura bajo un cielo de plomo, mi cuerpo parece ya preparado para asumir éste y todos los calores que se le vengan encima.







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