El Rebollar y sierra del Tejo, 05/08/10




Me producía cierta impresión atravesar, en el silencio de las cinco de la madrugada, las casas del Barrio de Mijares, todo oscuridad, la sombra de un coche, todo dormido, ni siquiera un ladrido, todo como muerto. La caminata hasta El Rebollar fueron caminos entre pinares, simpáticos, acogedores, buenos compañeros para mi lectura matinal de Marinoff, que en esta ocasión se extendía sobre la diferencia que hay entre el dolor y el sufrimiento; un dolor inevitable y un sufrimiento que depende subjetivamente de nosotros, que podemos evitar. En las últmas cuestas cercanas al pueblo empezó a hablar sobre el amor. Apagué el ipod, ese controvertido asunto queda para mañana.


Desde el interior de mosquitero negro, abro los ojos, podía ser la transparencia de un velo de una mujer árabe; escucho el viento. ¿Qué mundo ven esas mujeres desde la tamizada transparencia cuando abren los ojos y se encuentran en el siglo XX, entre sus altos edificios, el fragor del tráfico, el liviano vestuario de otras mujeres, en lugar de ver el paisaje de aquel pastor del desierto que trece siglos atrás, con la visión limitada de un nómada que no ha visto otra cosa en su vida que la arena del desierto y unas pocas ciudades entre las dunas, inventó una forma de ver, de interpretar la realidad, una religión? ¿Cuando mirando todo esto se miran a sí mismas sin poder verse limitadas como estábn para percibir la realidad? ¿Cómo pueden mirar por sí mismas, llegar a concebir cómo son las cosas cuando tan poco preparados están sus órganos sensoriales para interpretarlos: el Profeta, el marido, el entorno familiar, la sociedad masculina alrededor imponiendo el fragelo de su preeminencia?
Me desperté y se me ocurrió que todos más o menos vemos la realidad a través de un espeso velo; el mío de esta tarde era liviano, estaba hecho del descanso del camino, del movimiento arraudalado de las ramas de los pinos que el viento movía con intermitentes arremetidas, de una carencia de prisas, de un reposado mirar a través de aquella transparencia negra. Ahora, no siempre es así. Soy consciente de lo mucho que me limita, que me limitó el estar metido, por ejemplo, en un entorno laboral, un entorno religioso, un conjunto de creencias heredadas, la fuerza engullidora que el medio tiene sobre nosotros, la prensa, los libros, la gente que frecuentamos, la palabra de aquellos a los que respetamos. Y el tráfago de la vida diaria, ¿no hace otro tanto, no somete a nuestras costumbres a reglas y dictados, conforman nuestra conciencia a lo largo de las décadas a un status que con más frecuencia de lo conveniente hace de nosotros seres desconcienciados de sus propias peculiaridades; y todo ello sin que con el mínimo asomo de duda lleguemos a pensar otra cosa que somos nosotros en nuestra mísmísima peculiaridad, en lugar de ser productos de la capacidad absorbente y mimética del entorno?



¿Cómo podría ver con cierta objetividad esa mujer del velo negro, del burka, la realidad que le rodea? ¿Cómo podremos ver nosotros, salvando las distancias, el aspecto del mundo que no nos es familiar; que acaso profundiza en las cosas y en las circunstancias de una manera tan diferente a como estamos acostumbrados? Los personajes de La educación sentmental están hechos de determinado patrón, a los de Proust les sucede lo mismo, la posición social, el dinero, la manera de relacionarse unos con otros, la manera de situarse frente a la muerte con distintas soluciones encaminadas a perpetuar la vida, soluciones que a su vez pasan por la parafernalia de los suministradores de esas soluciones en forma de religión? Desde luego los hombres cambiamos con frecuencia la manera de abordar el mundo y su problemática, la manera en que nos situamos ante él. Los hombres del siglo XXI somos bastante diferentes a aquellos del XIX; hoy, por ejemplo, son bastantes menos los que hacen de la religión su fe.
¿Dónde voy a parar? No sé exactamente. Hay algo de visión en mí, tras la transparencia negra del mosquitero, tras cuatro días de completa soledad por parajes salvajes y soltaros, tras el trabajo de caminar desde las cinco de la mañana, que creo puede actuar sobre mí a modo de polarizador de la realidad. Llego esta mañana a El Rebollar, una aldea no muy pequeña; me encuentro hombres sentados en sillas de mimbre junto a las puertas de su casa, algunas mujeres pasan por la calle; pregunto, no hay tienda, acaso un bar, está cerrado; apenas hay movimiento en el pueblo. Sin embargo el fragor de la autovía cercana, la de Valencia-Madrid es tremendo. Pregunto y me indican el bar de la estación de servicio. Practicamente hay de todo en esta área de servicio. La gente de El Rebollar, resto de una población de gente mayor, la de la estación de servicio, yo, un abanico de realidades. Y qué realidades, sin embargo, tan diferentes. En el restaurante debo de ser como un aparecido con mi pinta de barba de una semana, mis mallas de caminar, el sol en la cara, el macuto y los bastones, un salvaje salido de la selva. Quizás se trata de eso, de que las realidades y nuestros modos de vida son múltiples, y cuando estas realdades se ven unas junto a otras, su contraste nos interrogan; y a mí en partcular hace que me pregunte, bienhumorado como me encuentro después de la siesta, por todos esos asuntos de que he hablado más arriba. Para el que se detiene en la estacón de servicio a reponer gasolina, los montes al norte de El Rebollar no requieren su atención; para mí es toda una nueva estrategia, nuevos montes solitarios, casi ochenta kilómetros hasta el próxmo pueblo, las posibilidades de que no haya agua.
Mi propia realidad me absorbe de la misma manera que les absorbe la suya a los conductores que reponen gasolina. Quizás estoy en el principio de estas líneas, simplemente eso, yo bajo mi velo negro, otros tras el velo de sus propias circunstancias. No se trata de hacer ninguna valoración comparativa; sólo que miro estas cosas y me siento especialmente bien abandonando con el solazo de las dos de la tarde el área de servicio, camino de mi soledad y mis montes, camino de una sombra en que sestear. Me siento bien y acaso percibo en mí cierta clarividencia de la realidad global, de mi ser como habitante de un planeta, como ser que está aquí y dentro de unos años ya no existirá, como alguien a quien concedieron unos años de vida y se empeña en hacer en ese tiempo aquello que su conciencia va fabricando, pergueñando por aquí o por allá un proyecto, intentando encontrar en la serenidad de la naturaleza una respuesta a la existencia.
Y me voy, que se está echando la hora encima y todavía tendré que encontrar una fuente que ya ha sido anunciada por algún cartelito del GR; tres horas, creo. Llegaré, si llego, ya de noche.


Magnífico recorrido de fin de jornada, pinares, pequeños barrancos, suaves subidas y bajadas y, por último, cuando ya se hacía prácticamente de noche, el camino se sube al monte abrúptamente bordeando unos pequeños acantilados. Está hermosa la noche, es hermoso caminar cuando el cuerpo está empezando a sentirse en buenas condiciones. El camino se ha estrechado hasta convertirse en una estrecha senda disputada como en otras ocasiones por una apretada vegetación; a oscuras subo pausadamente, disfrutando de este inesperado encuentro después de una sosegada caminata en donde escuchaba apaciblemente unos cuartetos de Shostakovich. Saco la linterna, le cambio las pilas en prevención de que tenga que usarla y continúo camino arriba; a mi espalda una débil línea roja indica por donde marchó el sol esta tarde; a mi izquierda, lejos en el valle, culebrean los faros de un coche; más allá las luces de una pequeña aldea. El camino termina dirigiéndose directamente hacia las cumbres; estoy en la sierra del Tejo; la ladera cae a mi izquierda abrupta hacia la oscuridad... de repente, inexplicablemente me tropiezo con una valla de dos metros y medio, fuertemente reforzada, con el consabido letrerito de prohibido el paso. A mí me parecía estar en el culo del mundo, perdido en el monte, todo terreno totalmente abandonado, pues sí, hasta aquí vienen la ínfulas de pequeños propietarios. Mi gps me indica claramente que estoy en el camino correcto; de las señales, totalmente a oscuras, no puedo decir si continúan o no. No hay forma de rodear aquello, hacia abajo imposible bajar, hacia arriba está empinado y hay una apretada vegetación. A falta de unos alicantes, no me queda otra opción que hacer uso de mi antigua experiencia de escalador... Después de saltar aquella valla, a la izquierda, sobre un promontorio, aparecieron las ruinas de unas casas, Casa Mari Luna; antes ya había dejado otras atrás; y mañana pasaré por la aldea de El Reatillo, aldea abandonada hace una década, según he podido saber en el Wikipedia.
Instalé mi vivac un poco más arriba, en el barranco de Pilán. Si la ascensión había sido magnífica, no lo era menos la noche estrellada y sus grillos. 








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