De madrugada sopla un aire cálido junto al río. Se augura un día de calor. Hoy no me dio tiempo a soñar, cinco horas de sueño de un tirón; ni siquiera el relente me despertó, noté que se me humedecía el saco, pero no era desagradable. He bajado de los mil doscientos metros sobre el nivel del mar, a los cuarenta que tiene el río en esta parte, y ello afecta a la temperatura; hoy no habría necesitado el saco para dormir. Llevo un rato caminando entre naranjos con el río a mi derecha cuando de pronto echo en falta mi grabadora-despertador-teléfono, que siempre llevo a mano. Soy tan sistemático recogiendo por la mañana en plena oscuridad que en seguida caigo en que no había duda, el teléfono se había quedado en el lugar del vivac. Y mira que me sienta mal retroceder... Si hubiera sido otra cosa menos imprescindible seguro que la hubiera dejado. Vuelvo. Los perros de una casa cercana vuelven a armar el mismo escándalo que la vez anterior. Ahora tengo a la luna llena de frente. Quince minutos. Me desvío, tomo el caminillo, y allí está en mitad del suelo mi teléfono. Antes de abandonar el lugar lo había rastreado con la linterna... misterio.
Anoche era muy tarde cuando llegué al río, un largo descenso entre pinares y terrazas plantadas de olivos; me había propuesto dormir a la orilla del gran río. Los grandes ríos siempre guardan junto a sus aguas alguna sorpresa y con más razón ayer que era luna llena. Me lo encontré de repente tras un bosquecillo de pinos, despacioso, tranquilo; rodeado de montañas de mediana altura, en la oscuridad de la noche bañada por la lechada lunar, podía ser cualquiera de esos otros grandes ríos junto a cuyas orillas he dormido: el Danubio, el pasado verano, otro verano lejano en que Victoria aprendió a montar en bicicleta pedalenado por su orilla, toda la familia en pleno atravesando Austria junto a su ribera; el Rhin hace más tiempo, un día que madrugué y marché caminando durante un par de horas hasta la cercana Colonia para visitar su museo; el río Beni en la cuenca amazónica, donde el almuerzo estaba hecho de la pesca en el río, grandes pirañas que el guía y su hijo pescaban y cocinaba para nosotros allá en las cercanías de Rurrenabaque, en la selva Boliviana; el río Li, en China, para cuya navegación tuvimos que despertar a empujones a la tripulación que se negaba a nuestro capricho de ver amanecer en los meandros del río, junto a los famosos pináculos de piedra calcárea; el Indo, en Pakistán, subido a contracorriente en un Toyota sobrecargado con más de veinte personas en su caja posterior; el río Amarillo, achocolatado y ancho como el mar; el Amazonas donde tantos amaneces y crepúsculos pudimos contemplar camino de Iquitos; el Makenzie, en la lejana Alaska, donde fui a recuperar la memoria de la lecutra de mis primeros libros de aventuras; el Albercho en donde pasé una parte importante de mi infancia, aquella en que su corriente y su ribera me convirtieron para siempre en un amante incondicional de la naturaleza; el Tajo, que recorri hace un par de años durante muchos días leyendo a la mañana a Santa Teresa, mientras la bruma levantaba del río al contacto amoroso del sol; el Mekong, allá en las altas montañas del Tibet, bajando por la región de Yunnan y que reencontré un año más tarde en Vietnam; El Ganges, por fin, donde amenecí somnoliento llegando a Calcuta tras una noche de tren un tanto dantesca, el río sagrado a cuyas orillas no me importaría ir morir mientras el sol levanta como un díos al amanecer entre la bruma de la selva.
El Ebro era anoche todos esos ríos reunidos, silencioso, cálido, ensimismado como una deidad al que la luna sacaba brillos de luciérnaga.
Hoy tuve un día de mucho camino, de mucho calor, de tener que echarme bajo la sombra de un pino porque el corazón se me disparaba. La siesta me dejó en el sitio adecuado otra vez y, cuando comencé a caminar de nuevo, allá sobre las siete de la tarde, el cuerpo funcionó sumiso y con presteza. Un paisaje de lomas y pinares se sucedió a lo largo del día.
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