Camino de Roncesvalles





Madrid-Burgos, 01/04/11
Trato de ponerme en el ánimo de los últimos días de mi largo camninar por España de hace tres años, Valencia-Finisterre y Finisterre-Burgos por el Camino de Santiago. Los campos espléndidos de la Castilla de Egea de los Caballeros, rastrojales, caminos sinuosos que se perdían en la tarde bajo la mirada de una luna chiquita colgada del cielo como un guiño al solitario caminante; la larga procesión de peregrinos en su ruta hacia Compostela, mis últimos libros de entonces, Joyce, Foucault, Machado; un bosquecillo de pinos cercano a Burgos en donde me refugié para pasar la noche; en fin, mi último post de entonces, Hosanna, una explosión de erotismo apenas contenido mientras el autobús, suave, agradablemente climnatizado, me devolvía a casa tras un larguísimo verano. Amores perros de entonces, más o menos como los de ahora, los deseos forzando las costuras del alma, haciendo como siempre compañía a mi empedernida condición de solitario.

Ayer leía a Claudio Magris, vender el alma al diablo venía a ser la traducción semántica del escrito que encabezaba su libro. Narraba algunos detalles de una historia del anciano Italo Svevo que, escéptico, se encontraba ante Mefistófeles sin un deseo capaz, suficientemente imperativo como para vender su alma por él. Triste verdad de los años que inevitablemente parecen traer también consigo la matización del deseo, el adormecimiento suave de las pasiones, un mundo en el que el canto de las sirenas es sólo ya el recuerdo de un viejo perfume que sestea en la bruma de la memoria. La misma noche vi Camino a casa, una película de Zhang Yimou. Acaso deseamos extraviadamente, ese hay que tener ambición, que tararean a coro los alumnos de la escuela en el film, confunde nuestra visión de la vida, la necesaria armonía de sus elementos, cuando nos embarcamos asiduamente en singladuras cuya tensión continuada anula en parte una serena disposición. Acaso. Pero el asunto es que no hemos hacido en Oriente y nuestros genes y toda nuestra historia personal está bañada por el imperativo de la pasión; a nosotros nos es más difícil que a ellos prescindir de las fuertes motivaciones que mueven nuestras vidas, parece como que sin ellas nuestras vidas carecieran de todo sentido. Y quizás tampoco sea ajeno a ello nuestra vida urbana, tan lejana en su cotidianidad de los espacios naturales, del ritmo cíclico de la naturaleza, en donde imaginamos que la vida sería más sencilla, más aliviada de tensiones. Aunque el eje central de la película es una historia de amor, de hecho, la vida que sustenta a los personajes fuera de este paréntesis circunscrito al periodo de enamoramiento, es una historia sin hitos especiales más allá de la gestión del trabajo cotidiano. Los protagonistas de la película se quieren, hacen su trabajo, tienen un hijo; el marido muere después de trabajar cuarenta años en una lejana escuela rural de China. Si tuviéramos que programar la vida desde su unicio hasta su final, ¿seríamos capaces de encerrarla, por ejemplo, en el reducido espacio de un rincón de la naturaleza o por el contrario...? Si tuviéramos más de una vida no sería mala opción experiementar con opciones diferentes; experimentar verdades de distinto signo en cada existencia que nos ayudaran a hacer más acertadas nuestras sucesivas vidas. Quizás con ese saco de experiencias dejaríamos de mirar con nostalgia esos momentos de la vida en que seríamos capaces de vender nuestra alma al diablo por el objeto de una gran pasión.
Paso frente a La Cabrera, el habitat de Mario. Dos de sus cabras parieron en las pasadas semanas. Su cuerpo respira una envidiable salud allá, rodeado de montes, con los narcisos empezando a brotar en los alrededores de su choza. Le mando un saludo desde el móvil.
Mi cuerpo me está pidiendo también un pedazo de campo, un camino para poner en rodamiento mis músculos entumecidos. Así que aquí estoy, camino de Roncesvalles, recomenzando mi Camino de Santiago en sentido inverso, interrumpido hace tres años en Burgos. A ver si el camino me abre también el apetito de la escritura. La catedral de Burgos estrena la luz de la primavera en su piedra clara.




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