Las muchachas en flor

Albergue de Grañon, 03/04/11
Cuando las escaleras del albergue se llenan de gente, no mucha, el misterio se desvanece, los interrogantes pierden fuerza, queda la realidad ramplona de un albergue, mujeres, hombres, gente que gusta caminar y se dirige a Santiago, y mientras, se toma un respiro guareciéndose de la lluvia de paso. El misterio, que me había rondado por dentro mientras mantenía los ojos cerrados en mi habitual rato de la siesta, quedó roto. El misterio del hombre y la mujer, esa mirada por el rabillo del ojo que nos echamos cuando no es posible mirar de frente, la tremenda atracción que subyace entre unos y otros, nuestro ser contradictorio y anhelante; pero sobre todo el misterio, el balbuceo continuo de nuestra mente en torno al otro sexo, el campo magnético que inunda al ser humano polarizado continuamente por la imagen, el recuerdo, el anhelo del otro. Formas imprecisas de una hoguera a cuyo calor vivimos una parte muy sustancial de nuestra existencia. Anhelar, imaginar, desear, recorrer con el pensamiento la loma ondulada de unas caderas; bendito ir venir del mismo cuento, siempre, como la cantinela de un arroyo que lleváramos siempre consigo. En las literas de al lado parlotean dos voces femeninas, muchachas en flor de la Europa Central. Llevan toda la impedimenta empapada, una quiere salir, la puerta se resiste, te vas a tener que quedar a vivir aquí, le digo, salto por la ventana, contesta, está lloviendo y te mojarás... muchachas en flor. Y se van y me adormilo y me desvelo y pienso en ese circunspecto personaje de la Francia de la Revolución, Chateaubriand, que, en sus Memorias de ultratumba, junto a los graves acontecimientos de finales del siglo XVIII, encuentra espacio para hablarnos prolijamente de su debilidad enfermiza por las mujeres, su anhelo por toda fémina que se le cruzaba en el camino, pero a su vez su horror a encontrarse con ellas. Una parte notoria de la obra de Proust exhala parecida enfermedad. Y vuelvo a dormirme y la voz cantarina de otras mujeres me despiertan. Y mantengo los ojos cerrados saboreando el olor de la magdalena. El misterio del otro -ellas- flotando en la habitación como esas nubes matinales que cruzan los abetales del norte mientras el alba se va abriendo paso sobre el río adormecido.
Amaneció lloviendo junto a la fuente del poema, el agua tañía desde horas suavemente sobre la tela de mi tienda de campaña. Procedo muy lentamente a organizar mi macuto dentro del estrecho espacio de la tienda. Me calzo, salgo a la lluvia, recojo mi tienda, me pongo en camino bajo mi capa de agua. Con las manos en los bolsillos, recogido en mis pensamientos, aislado del mundo por este chirimiri dominical, los campos de cebada van pasando oscuros, llenos de silencio, tristes. No me apetece otra cosa, mirar los campos, las nubes de vientre oscuro, alguna pequeña aldea que se deja ver entre la niebla. Esperaba comer en Santo Domingo de la Calzada, pero a la una y media paso frente al albergue municipal de Ganon y no resisto la tentación de quedarme, secar mi ropa, tomar algo caliente, echarme toda la tarde en una de las literas a ver llover a través de la ventana.
Pero también, es cierto, la duda, la duda al final de la tarde cuando después de ver evolucionar a las muchachas en flor por el dormitorio, oirlas hablar, sentirlas bajo ese dejo de aburrimiento de una tarde bloqueada por la lluvia, se rompe el encanto y todo queda sustancialmente más prosaico, el perfume de la poesía, el calor de la imaginación se han diluido con el paso del tiempo y ahora, cuando la noche empieza a cernirse sobre la ventana del dormitorio común, las cosas son diferentes. Ahora un vaso es solamente un vaso, nada más que eso, un vaso. Quizás sería posible recuperar todavía una brizna del ensueño primero, no lo dudo, pero para ello deberíamos apagar la luz y todos los que compartimos el dormitorio, cuatro gallegos cincuentones, una danesa, una alemana y un servidor, deberíamos sumirnos en el silencio, cada uno dentro de su propio espacio encantado. Quizás así pudiéra volver a la magia del momento primero, podría imaginar, soñar, acaso recuperar la calidez de ese maravilloso ensueño femenino con el que a veces se ve sorprendida mi atención.

























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