Camino de La Palma

Madrid-Gran Canaria, 31/05/11

Ayer, mientras miraba entre las rama de los arboles intentando localizar al pájaro que cantaba allá arriba, me decía, pensando en hoy y en mi nuevo caminar en Canarias, que esto de querer darle un poco de color a la vida, que practiqué desde hace mucho buscándole caminos al campo, por ejemplo, resultaba en ocasiones un tanto fastidioso, especialmente cuando uno, repantigado a la sombra, el libro a mano, el sopor de la siesta rondándole entre las palabras, se encuentra como en el centro del mejor mundo posible. Sí, realmente qué coño se me había perdido ahora a mí a tantos kilómetros de mi casa. En esas andaba cuando abrí mi libro y me sumergí en la lectura (Álvaro Mutis); Maqroll el Gaviero, que es hombre de no parar mucho en un mismo sitio, me sacó enseguida de la duda. Al Gaviero le asusta la chicha calma de la normalidad, necesita moverse de un lado para otro, hacer proyectos nuevos, meterse en berenjenales para sentir que la vida vibra en su interior. Yo fui así durante mucho tiempo, pero ahora cada vez me entran más dudas sobre el particular, tengo que hacerme con toda mi capacidad racionalizadora para encontrar el empuje que estas cosas de moverse necesitan, acudir a criterios profilácticos, decirme que es la única manera de no adormecerme. Quizás mis argumentos tengan su parte de razón, por eso estoy aquí esta mañana a diez mil metros de altura, con dos chavalas a mi lado que de sopetón me recordaron la compañía en mi último vuelo de Marilyn, una ecuatoriana a la que me referiré más abajo. Aunque no estoy muy seguro de mis decisiones en este aspecto, sí asumí desde hace muchos años la idea fundamental de que lo importante para dar cierta alegría a la vida, ese dinamismo que ésta necesita, acaso la posibilidad de crear algo, no es tanto esforzarse para conseguir abstractamente estas cosas, como poner el cuerpo y la mente en condiciones tales que la motivación, la inspiración vengan por sí mismas. El organismo está más propicio a esas cosas cuando vive al límite del cansancio, de la sed, del hambre, cuando se enamora fervientemente de algún ser alado, cuando las olas rompen a sus pies, cuando duerme junto a las aguas de un océano o simplemente cuando atraviesa paisajes que están lejos de aquello que ve todos los días.



Pasada la desembocadura del Guadalquivir el paisaje tras el ojo de buey se hace uniformemente azul, apenas interrumpido en su centro por la blancura nebulosa de la costa marroquí. Me gusta tanto mirar por la ventana cuando vuelo que cuando viajo acompañado tengo de algún modo que camelar a mi acompañante para que no me mire con mal ojo si le echo cara al asunto para ocupar la parte de la ventanilla. Con esas premisas, en mi último vuelo desde Ibiza, me tocó compartir asiento con Marilyn, una ecuatoriana de bien ver que ni corta ni perezosa, nada más sentarse a mi lado, me pidió que si le podía ceder el asiento de la ventanilla. Me hice de tal modo el sordo que ni siquiera llegué a oírla. Aquel día era un gusto poder volver recorrer con la mirada todo lo que había recorrido a pie en la semana precedente; el avión hizo un vuelo circular por toda la isla antes de enfilar hacia el golfo de Valencia. Bueno, pues ahí tenía a Marilyn, un nombre probablemente inventado por mi compañera de viaje y que no le pegaba ni un pelo, volcada a cuerpo entero sobre la ventanilla -y sobre mí- haciendo comentarios sobre si aquello era la bahía de Talamanca o Santa Eulalia, de mal recuerdo estos días arrasada por el fuego, o aquello otro Portinatx, todo el cuerpo encima de mí, calentito, lleno de carne feminil. Uno no sabe qué pensar de estas cosas, pero así de golpe, en un vuelo tan cortito y a plena luz del día, poco historia podía hacerse, ni siquiera cuando va y me dice que aquello de volar le produce vértigo y mucho miedo y para demostrármelo ni corta ni perezosa me agarra la mano y me la pone en la parte alta del pecho diciendo, mira cómo me late el corazón. Yo no tengo muchos conocimientos anatómicos, y menos de las mujeres, pero no me parecía a mí que el corazón estuviera allí sino un poco más abajo, que fue donde yo regocijado por la salida planté mi mano, que uno aunque es tímido no resulta ser de piedra si al caso viene. Venga, no te pases, dijo ella, también con un deje de broma. Me contó su vida. Dos hijos a los quince y diecisiete años al cuidado de la abuela en Quito, y ahora con un trabajo de camarera en Ibiza y la expectativa de un chico al que intentaba dar caza, para lo cual necesitaba quitarse cinco kilos de encima. Tenía una sonrisa bonita y unos zapatos con tacón de dos palmos. Su afición eran las series de televisión y tumbarse en la arena de la playa.

Y hablando de la arena de la playa, ayer me despedí de Juana de Ibarbourou, un libro en papel que tendrá que esperar mi vuelta, y cuyos últimos versos decían:

¡Quién me diera tenderme a soñar
una noche de luna en la playa
que ha pulido la sal de las aguas!
Dar el cuerpo a los vientos sin nombre
bajo el arco del cielo profundo
y ser toda una noche, silencio,
en el hueco ruidoso del mundo.

También quedó allí mi amigo el Gaviero... y es que pesan tanto los libros... Un día de estos podría imitar a La Granota, mi amiga desconocida del ciberespacio canario, que deja por ahí en su blog el santo y seña de los libros que va leyendo; una idea que me gusta y que puede hacer posible compartir con otros caminantes lo que uno va leyendo mientras las sendas y las trochas van dejando en su ánimo ese rastro de sosiego que da el camino. En esta ocasión, como en tantas otras, mi ipod va lleno de posibilidades: literatura, filosofía, ensayo, poesía, una biblioteca ambulante entre la que elegir según le venga a mi ánimo.



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