Cáceres, 04/02/13
Hoy, viendo subir y
bajar a mi sombra por las desigualdades de los taludes, alzándose
sobre un muro, adelgazándose y cubriendo como una larga lanza el
verde escarchado del campo, disolviéndose entre los ramajes de las
retamas, pensaba en las posibilidades que tenía esta metáfora, este
binomio caminando uno al lado del otro, el mismo diálogo que Machado
mantenía probablemente consigo mismo en sus largos paseos por las
tierras de Soria: Converso
con el hombre que siempre va conmigo. Casi
todas las mañanas, mi sombra, estirada hacia poniente desde la
salida de los primeros rayos del sol, me sigue y seguirá mientras
continúe mi itinerario en dirección norte, acaso un mes todavía.
Por la mañana me cuesta hacer otra cosa que no sea una continua
conversación con el único que puede oírme, yo mismo, mi sombra.
Hoy hablaba con él de las peripecias de días atrás, sobre un
encuentro que se disolvió con excesiva rapidez a la mañana después
de desayunar una tostada con mermelada y un vaso de café con leche;
pensaba en mi amiga Rita de la que había recibido el día anterior
un whatsapp, en el parloteo nocturno de las ranas empleadas durante
tantas horas en reconocerse y saber de los congéneres que las
rodean, en nuestro a veces fantástico aislamiento en medio de tanta
gente y tantos quehaceres, esa soledad que cada uno esconde en mayor
o menor grado tras la aparente desenvoltura social.
Con el sol ya
crecido me encuentro con un amigo, un perrillo de lana restriega su
cabeza contra mi pierna. Mi sombra tiene ahora compañía. Me sigue
alegremente pegado a mis botas. Entro en Valdesalor, saco alguna
fotografía a su moderna y encalada iglesia y el perrillo se sienta
junto a mí, me espera. Atravesamos el pueblo y luego seguimos una
senda cercana a la carretera. El perrillo sigue ahí, me gusta, me
resulta simpático, pero poco más allá, veo que nuestro paseo
juntos ha terminado, ha desaparecido la protección que nos separa de
la carretera y debo cruzar ésta; mi perrito peligra. Me vuelvo hacia
él, le digo que si sigue adelante conmigo corre el riesgo de que le
pille un coche o no pueda volver a su casa. El perrito me mira con
sus ojillos asomando entre los mechones de pelo sucio, pero cuando
echo a caminar me sigue. Me vuelvo, le asusto, se para, pero vuelve a
correr tras de mí en el momento que echo a andar. Tengo que ser más
expeditivo. Me obligo a tirarle una piedra antes de llegar al
asfalto. Me lo imagino, pobre, diciéndome: ingrato, mal amigo. Sí,
quien bien te quiere te hará llorar.
Entro en Cáceres
después del mediodía. Las torres de la iglesia frente a la que paso
están llena de cigüeñas; seguramente, adivinando que íbamos a
tener un invierno suavecito ni siquiera se molestaron en volar hacia
el sur; las he visto por todos los lados, campos, campanarios, sobre
el acueducto en Mérida; parece gustarles estas tierras.
Las ciudades parecen
cargarse el encanto del camino, es como entrar en otro mundo. Es la
primera impresión, después, subiendo hacia lo alto de la ciudad
vieja, antes de dirigirme al albergue, me alegraré mucho de este
encuentro. Es francamente hermosa esta parte de la ciudad, la piedra
de los vetustos edificios calentada por el frío sol de invierno,
tiene una especial textura de luz esta mañana. Por demás,
ascendiendo por estrechos callejones empedrados me he encontrado con
la Casa Museo Árabe. Pasando ante la puerta ya había notado ese
olor característico que uno encuentra en los bazares de Fez,
Marrakech o cualquiera de las callejas árabes que albergan los
zocos. Dentro es como estar dentro de otro viaje, otros hábitos,
otros gustos, la rica cultura venida del sur y de Oriente Próximo.
Es un regalo para un país tener una historia como la que tenemos
nosotros, el tránsito de diferentes culturas por un mismo territorio
enriquece y nutre la propia cultura, nuestra sangre. En estos pocos
días que llevo caminando ya son notables las aportaciones de dos
pueblos, Roma y el mundo árabe. El encargado de la casa museo me
enseña con detalle el aljibe y la sala de baños que es una curiosa
estancia a un nivel inferior y ricamente decorada que se llenaba de
agua proveniente del aljibe y que se calentaba con piedras
previamente puestas al fuego. Las fotografías que incluyo más abajo
dan una idea aproximada de mi visita.
Hoy tendré tiempo
para poner un poco orden en mis cosas, entre ellas hacer la colada,
darme un buen afeitado y hacer una lárguísima ducha. Debería
dormir mañana en el Embalse de Alcántara pero el único albergue
está cerrado. Me toca redistribuir mis etapas, mañana una de
catorce, quince kilómetros y pasado cerca de cuarenta. La ubicación
de los lugares para pernoctar me obliga a esta desproporción.
Voy a ver si veo mi
primera película del camino esta noche; creo que será Big
Fisch, de Tim Burton.
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