El caminante y su sombra


Cáceres, 04/02/13


Una fina capa de escarcha cubre el campo de la mañana como una muselina que la noche hubiera depositado delicadamente sobre el paisaje. El lejano rumor de una autopista es similar al canto de las cigarras en un mes de agosto cuando nos aproximamos a un pinar a cuya vera discurre el camino. El frío de hoy no me invita a andar manipulando con el ipod y así camino en silencio, sorteo algún riachuelo, rodeo el barro que van dejando las rodadas de un vehículo, ando apaciblemente por un campo salpicado de encinas. Nada nuevo, el campo esta silencioso. Cuando amanece la blanca capa de escarcha da al paisaje un matiz de fría belleza. He visto días atrás que en algunos lugares de España ha nevado copiosamente y me imagino caminando por campos cubiertos de nieve en algún tramo de esta ruta. Pienso que sería una bonita experiencia recorrer estos campos cubiertos por un manto de blancura invernal.

El sol despereza por levante y desde muy temprano proyecta mi sombra oscura sobre el manto blanco del rocío. El caminante y su sombra. Creo que andaba por Galicia cuando leí el libro de Nietzsche del mismo título. Recuerdo a un Nietzsche quejoso, casi quejumbroso que parecía haberse retirado lejos del mundanal ruido en algún solitario paraje alemán con el ánimo de huir de lo que parecían enemigos y gentes que le hacían la vida un tanto difícil. Era un Nietzsche muy diferente a aquel que se expresaba sin ningún tipo de contemplaciones en Así hablaba Zaratustra apelando a una fortaleza por encima de cualquier dificultad arengando a los lectores con aquello de que nada de protestar, que todos somos burros de carga en definitiva; parecía reñido con medio universo; sin embargo las primeras páginas, aquellas en que toma a su sombra como interlocutor eran de una prosa brillante y espontánea, eso que yo recordaba desde mi primera lectura de alguno de sus libros. Me costó años desmantelar aquella primera impresión de adolescente, esa idea que guadaba de Nietszche como de una especie de Moisés adoctrinando a su pueblo, invitándole a la superación y convertirse en el superhombre del futuro. Aprendí mucho leyéndole y algo de aquella pasión por los clásicos se me pegó, pero confieso que una parte importante de su prosa no era propia para leer caminando, lo que derivaba en una lectura un tanto superficial. 



 
Hoy, viendo subir y bajar a mi sombra por las desigualdades de los taludes, alzándose sobre un muro, adelgazándose y cubriendo como una larga lanza el verde escarchado del campo, disolviéndose entre los ramajes de las retamas, pensaba en las posibilidades que tenía esta metáfora, este binomio caminando uno al lado del otro, el mismo diálogo que Machado mantenía probablemente consigo mismo en sus largos paseos por las tierras de Soria: Converso con el hombre que siempre va conmigo. Casi todas las mañanas, mi sombra, estirada hacia poniente desde la salida de los primeros rayos del sol, me sigue y seguirá mientras continúe mi itinerario en dirección norte, acaso un mes todavía. Por la mañana me cuesta hacer otra cosa que no sea una continua conversación con el único que puede oírme, yo mismo, mi sombra. Hoy hablaba con él de las peripecias de días atrás, sobre un encuentro que se disolvió con excesiva rapidez a la mañana después de desayunar una tostada con mermelada y un vaso de café con leche; pensaba en mi amiga Rita de la que había recibido el día anterior un whatsapp, en el parloteo nocturno de las ranas empleadas durante tantas horas en reconocerse y saber de los congéneres que las rodean, en nuestro a veces fantástico aislamiento en medio de tanta gente y tantos quehaceres, esa soledad que cada uno esconde en mayor o menor grado tras la aparente desenvoltura social.

 

Con el sol ya crecido me encuentro con un amigo, un perrillo de lana restriega su cabeza contra mi pierna. Mi sombra tiene ahora compañía. Me sigue alegremente pegado a mis botas. Entro en Valdesalor, saco alguna fotografía a su moderna y encalada iglesia y el perrillo se sienta junto a mí, me espera. Atravesamos el pueblo y luego seguimos una senda cercana a la carretera. El perrillo sigue ahí, me gusta, me resulta simpático, pero poco más allá, veo que nuestro paseo juntos ha terminado, ha desaparecido la protección que nos separa de la carretera y debo cruzar ésta; mi perrito peligra. Me vuelvo hacia él, le digo que si sigue adelante conmigo corre el riesgo de que le pille un coche o no pueda volver a su casa. El perrito me mira con sus ojillos asomando entre los mechones de pelo sucio, pero cuando echo a caminar me sigue. Me vuelvo, le asusto, se para, pero vuelve a correr tras de mí en el momento que echo a andar. Tengo que ser más expeditivo. Me obligo a tirarle una piedra antes de llegar al asfalto. Me lo imagino, pobre, diciéndome: ingrato, mal amigo. Sí, quien bien te quiere te hará llorar.





Entro en Cáceres después del mediodía. Las torres de la iglesia frente a la que paso están llena de cigüeñas; seguramente, adivinando que íbamos a tener un invierno suavecito ni siquiera se molestaron en volar hacia el sur; las he visto por todos los lados, campos, campanarios, sobre el acueducto en Mérida; parece gustarles estas tierras.
Las ciudades parecen cargarse el encanto del camino, es como entrar en otro mundo. Es la primera impresión, después, subiendo hacia lo alto de la ciudad vieja, antes de dirigirme al albergue, me alegraré mucho de este encuentro. Es francamente hermosa esta parte de la ciudad, la piedra de los vetustos edificios calentada por el frío sol de invierno, tiene una especial textura de luz esta mañana. Por demás, ascendiendo por estrechos callejones empedrados me he encontrado con la Casa Museo Árabe. Pasando ante la puerta ya había notado ese olor característico que uno encuentra en los bazares de Fez, Marrakech o cualquiera de las callejas árabes que albergan los zocos. Dentro es como estar dentro de otro viaje, otros hábitos, otros gustos, la rica cultura venida del sur y de Oriente Próximo. Es un regalo para un país tener una historia como la que tenemos nosotros, el tránsito de diferentes culturas por un mismo territorio enriquece y nutre la propia cultura, nuestra sangre. En estos pocos días que llevo caminando ya son notables las aportaciones de dos pueblos, Roma y el mundo árabe. El encargado de la casa museo me enseña con detalle el aljibe y la sala de baños que es una curiosa estancia a un nivel inferior y ricamente decorada que se llenaba de agua proveniente del aljibe y que se calentaba con piedras previamente puestas al fuego. Las fotografías que incluyo más abajo dan una idea aproximada de mi visita.
Hoy tendré tiempo para poner un poco orden en mis cosas, entre ellas hacer la colada, darme un buen afeitado y hacer una lárguísima ducha. Debería dormir mañana en el Embalse de Alcántara pero el único albergue está cerrado. Me toca redistribuir mis etapas, mañana una de catorce, quince kilómetros y pasado cerca de cuarenta. La ubicación de los lugares para pernoctar me obliga a esta desproporción.
Voy a ver si veo mi primera película del camino esta noche; creo que será Big Fisch, de Tim Burton.










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