Moral para después de una guerra





Asturianos-Palacios de Sanabria, 19/02/13


Abandono el albergue de la Carbayeda procurando hacer el menor ruido posible para no despertar a Ramón. Vermell quedó al freso de la noche en un prado donde había hierba suficiente para calmar su apetito después de su ración de avena. Dop duerme en su manta de viaje junto a la puerta de salida; le hago una carantoña y salgo a la calle. Se masca en el ambiente que no tardará en ponerse a llover. La línea blanca del arcén me sirve de momento de guía, unos pocos kilómetros que aprovecharé para hacer entrar en calor mi cuerpo y mi espíritu. Está oscuro como boca de lobo, el cielo está encapotado, no hay rastro de estrellas. Apenas media hora después tengo que parar para enfundarme el equipo de lluvia, un chirimiri ligero me acompañará durante cuatro o cinco horas.



Me viene en seguida a la memoria el tufillo profranquista que respiraba lo último que leí en La ruta de la Plata, de José María Izquierdo, un señor que hace este camino en furgoneta, para poder dormir en ella la siesta, según asegura, pero que pasa la noche en paradores nacionales que los socialistas, recién estrenada su mayoría en las elecciones, comportándose como nuevos ricos, que tenían que mostrar su sedicente superioridad y que cambiaban cualquier cosa por el mero prurito de cambiar... Todo lo que oliera al régimen anterior había que destruirlo... y no parecía sino que les hubieran ganado la guerra una partida de imbéciles o que los muchos millones de españoles que habían aplaudido a Franco fueran todos idiotas de remate.

Sí, esa joya leía yo ayer tarde mientras esperaba la cena en el bar del hijo de la señora Manuela. Por estas ideas andaba yo merodeando mientras me abría paso en la noche, ahora ya bajo un apacible chirimiri. Me sorprende dramáticamente ese les hubieran ganado la guerra como si se tratara de un partido de fútbol en el que el vencedor no solo tiene derecho de pernada sino que parece afirmar una superioridad y un derecho en función del ejercicio de la violencia. Lo que el pueblo había decidido en las urnas en los tiempos de la República queda anulado por el ejercicio de la violencia; ésta se convierte en el elemento legitimador de las leyes que impondrá el vencedor. Cuando el ejercicio del sentido común tiene oportunidad de abrirse camino y los socialistas ganan de nuevo en las urnas, al señor Izquierdo le parece que éstos se comportan como patanes. El señor Izquierdo añora los buenos tiempos del franquismo, aquellos en que la muerte era el único lugar seguro para todos los disidentes, el tiempo en que los privilegios volvieron a consolidarse en unas pocas familias, en la Iglesia Católica, en que la libertad era una utopía inalcanzable. Este señor Izquierdo Rojo me da tanta grima que me parece que su libro va a pasar a mejor vida. Soy incapaz de leer un libro de un autor donde pueda encontrar una línea como la de más arriba.
Ya se ve, debajo de cualquier piedra puede surgir siempre un defensor de la legitimidad de la violencia, de la guerra, como medio para imponer los privilegios que siempre ostentaron unos pocos.



Y empieza a clarear y el campo está cubierto por una niebla baja que que se posa a la altura de la copa de los árboles. Me pregunto: ¿Qué legitimidad tiene un bando, un gobierno que mediante la violencia impone su propia ley? ¿De dónde puede venir la legitimidad que no sea de las manos de los ciudadanos? ¿Una ley impuesta a punta de fusil sin una legitimación a través de las urnas es de obligado cumplimiento? ¿O será sólo algo que nos veremos obligados a obedecer solamente a fin de que no caiga sobre nuestras cabezas la sanción correspondiente? Cuando después de estudiar magisterio gané las oposiciones, una de las condiciones imprescindibles para ejercer era firmar un papel en donde se declaraba el acatamiento total a las Leyes Fundamentales del Régimen. Yo firmé aquel papel sin ningún tipo de mala conciencia, era imprescindible para trabajar, pero ni se me pasó por la imaginación en ningún momento que lo que yo firmara tuviera ninguna validez ni moral ni práctica.



Paso por pequeños pueblos apenas habitados por unos cuantos vecinos, el campo está precioso bajo este blando chirimiri; los robledales, cargados de barbas de viejo y todavía con muchas hojas colgando de sus ramas ofrecen un hermoso cuadro de grises y ocres. El verde intenso de los musgos cubre las rocas de las vallas. El camino zigzaguea brillante entre los árboles mientras la niebla posa intemporal en las laderas próximas. En algunos lugares el camino está tan embarrado que hace problemático el paso.



Llevo días viendo estropeadas las fachadas de casas, que con su pátina del tiempo sobre ellas, adobe, rocas, musgos sobre sus paredes, forman un bonito conjunto de cosa vieja, pero que la cabeza de empleados con pocas luces afea colocando en el lugar más visible un contador de la luz, por ejemplo. Ayer el contador de la luz, ostentoso y destacando sobre una piedra de siglos, lucía junto a las jambas de la puerta principal de una iglesia. La vista del albergue en el que pernoctamos anoche, un bello edificio de piedra, quedaba rota en su mitad por postes del tendido eléctrico y del teléfono. Esta mañana, la única toma fotográfica que para mi gusto merecía la pena a mi paso por Mombuey, una fachada antigua pintada de blanco que conservaba el gusto vetusto de las casas de otro tiempo, se encontraba empañada por un contenedor que el ayuntamiento había puesto precisamente en su punto medio. Hoy me tocará usar el Photoshop para quitar ese contenedor. Joder, gente, funcionarios de ayuntamientos, alcaldes, concejales de medio ambiente, ¿es que no tenéis ojos en la cara para ver el estropicio estético que cometéis colocando contadores eléctricos en hermosas fachadas, postes de la luz frente a edificios nobles, contenedores en lugares dignos de contemplar... y así una larga lista de desafueros.




Restaurante Carmen en Asturianos. La señora Carmen, gordota, con una humanidad que desborda su vestido y su mandil de matrona, habla por teléfono con un familiar de Madrid, a voz en grito lo increpa: ¿por qué coño no me avisaste como quedamos? Sigue una larga conversación, cuestiones que no deberían salir del ámbito de la familia, no se corta, no se entera de que la pueden estar oyendo en Cartagena de Indias. Horror, y ¿que sucede si te toca convivir con esta señora, terrible, alocada, gritona, imponiéndose a los clientes del bar porque sí, con un coño enfático cada dos palabra en la boca, gruesa, de carnes rebosantes y ojos de pez saliéndole de la cara cada vez que abre la boca? Y no. aquello no es un tanatorio, es un velatorio, que lo digo yo; y los clientes no dicen una palabra, esperan que la señora se meta en la cocina que es su lugar y que salga el marido, que aunque parco en palabras y no muy afable con los clientes al menos no vomita palabras por encima del mostrador. Jo, qué gente circula por el mundo.

Cuando me estaba tomando el café después de la comida aparece Ramón. Tras una corta tertulia en la que no están ausentes los espionajes entre políticos, sus negocios sucios y, hoy, la noticia de unos randas que se han robado treinta y cinco millones de euros en diamantes, ahí es na, nos ponemos en camino; sólo nos resta cubrir tres kilómetros. Recalaremos en casa de la señora Teresa, en Palacios de Sanabria. Chimenea con gruesos leños de roble quemándose en el hogar, una amplia habitación que da al campo donde al fondo todavía la niebla envuelve las copas de los árboles, una casa caldeada: ideal para pasar lo que queda de tarde.
















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