A las puertas del cementerio





Llanes 17/03/13

El caminante hoy ha tenido una larga conversación con la hortelana, la compañera de viaje de su vida. La hortelana está algo desorientada, aunque no mucho más de lo que solemos estarlo todos; yo creo que a la hortelana le falta aire, ese aire que no corre lo suficiente a nuestro alrededor como para airear nuestras neuronas y darnos una adecuada visión de conjunto.

Mi hortelana, madre de mis hijos a su vez, desearía tener una estabilidad más o menos habitable, pero yo le digo que la calma chicha y esa estabilidad que ella dice es un invento de nuestro cerebro para alejarnos de la verdadera realidad, y entonces, yo, pedante como en otras tantas veces, voy y le cito a Cicerón, que a su vez citaba a Montaigne, bendito Montaigne, en sus ensayos, y le digo que la vida es militar, sí, estar siempre con el rifle dispuesto, activo, guerreando, que no hay descanso que valga, que para que las neuronas se sigan reproduciendo a un ritmo adecuado hay que tenerlas en continuo movimiento; que los estímulos no vienen solos; vamos, que lo que tiene que hacer es darse un garbeo por el mundo y encontrarse con gente. Injertarse a sí misma; injertar, lo que tenía que estar haciendo yo ahora mismo en mi casa para que las almendras dejen de estar amargas y se vuelvan dulces, pero que tendrá que esperar al próximo año porque puesto a establecer prioridades ahora está el camino y el mar y los madrugones y la lluvia y una larga tarde de escritura que destila esto de caminar desde el alba, y que después habrá lo que haya, que porque no los injerte este año no va a pasar nada. Injertarse, injertarnos y tratar de vivir lo más intensamente que uno pueda, lo más bellamente que uno sea capaz de concebir y hacer. Y mi chica, que está muy a gusto con su huerta, sus gatos y la relación con toda la familia, deja escapar una suerte de leve insatisfacción que yo huelo ya desde hace días. Y entonces le sugiero un proyecto. Mi chica va a irse a París a ver a un amigo cuando yo regrese del camino, pero está claro que necesita algo más denso, tener ante sí posibilidades diferentes, y es por ello que le propongo, cuando yo me haya ocupado de nuestra parcela y sus habitantes, que se coja un autobús y se vaya a Roncesvalles y que desde allí trate de encontrar en el camino todo aquello que le puede estar faltando en la santa paz del hogar, es decir, madrugar, caminar, encontrarse con gente, abrirse a un abanico de posibilidades que se le van a presentar, amén de disfrutar a pleno pulmón de todo esa espléndida fiesta que se está preparando ya en torno a la primavera. Y recuerdo anoche mismo a Gabriel, el peregrino empresario menorquín con quien compartí un largo rato de conversación, que hablaba tan elogiosamente de ese milagro que está empezando a producirse en los campos astures, que ahítos de lluvia explotarán en poco tiempo hinchando las venas de la tierra y de todas las plantas que de ella se sustentan.


En el mundo sobrarían los psicoanalistas, los psicólogos y toda esa gente que trata de arreglar nuestros desaguisados mentales, si optáramos por hacernos de vez en cuando una cura de cuerpo y alma bañando nuestro ánimo con grandes caminatas, con largos paseos junto al mar, con madrugones en los que recolectar el canto de los gallos, los ruiseñores y todos los habitantes que pueblan las ramas de los bosques, el perfume de los eucaliptos, el olor del hinojo, la fragancia que exuda la tierra mojada.


Y antes de hablar con la hortelana, el caminante conversó por teléfono con Marichu-Isadora, que animosa ella ha contagiado a su hija Ana de veintidós años con la euforia del camino, que a su vez le sopló en el oído el viajero; y así, ambas parecen decididas a alcanzarme más allá de Llanes mañana mismo para hacer compañía al amigo del caballero andante en sus derroteros hacia Santander. El caminante se pregunta después de los postres y de una comida de lujo -frijoles y escalopines al cabrales- por la suerte de su amigo Ramón del que hace días que no tiene noticias. Ya avisó ayer a Gabriel, el peregrino con el que conversó en Ribadesella, de que le saludara de su parte, que en alguna parte del camino habría de encontrarle.

Salgo del albergue tan pancho y tengo que volverme a meter enseguida: qué raro: llueve. Debo enfundar todo el equipo de lluvia. Un ruiseñor cantaba en las ramas de los árboles en las calles de Ribadesella a la hora temprana en que el caminante cruzó la ría camino de levante. Más allá, cuando las luces de la ciudad quedan lejos, la pajarería de la mañana había invadido el campo, los gallos, los grajos, todos los pájaros a una organizaban un improvisado concierto nocturno.


Llueve, hace sol, llueve, vuelve a hacer sol y parece que va a llegar un día de verano y diez minutos más tarde está diluviando. Paso frente a un cementerio. Junto a su puerta un contenedor de basura y los pies de éste una corona de flores marchitas. A través de los barrotes de hierro puede ver el espectáculo de siempre, la fealdad mortuaria de todos los cementerios por donde paso desde hace más de mes y medio. Yo hubiera deseado que los cementerios fueran lugares bellos, rincones propicios a la meditación y a la reflexión que, como los claustros de un monasterio con el monótono chapoteo del agua sobre un estanque, ayudaran a sus visitantes a considerar las cosas de la vida en su justa proporción, lugar en que recordar a amigos o familiares que fallecieron en un tiempo anterior, un emplazamiento de encuentro con uno mismo, con el destino que nos espera, acaso un sitio en donde reconciliarse con nuestros errores y tratar de modificar nuestra conducta, buscando entre el polvo de la muerte una realidad más armonizada con otros aspectos de la vida. Pero no, los cementerios siguen siendo una feria de las vanidades, fea, ostentosa, llena de frases pretenciosas sacadas de algún prontuario que el encargado de la funeraria de turno redactó en largas noches de aburrimiento. Ay Dios, cuánto nos cuesta aprender. Polvo eres y en polvo te convertirás, pero que el polvo siga vistiendo el pulido mármol, el vestido ceremonioso de la ostentación; más grande y más pretencioso cuanta mayor sea la fortuna del fallecido.


Y hablando de papas, ayer mismo, y de vanidades ahí está la tumba más famosa de la cristiandad (y la más hermosa, también hay que decirlo), la tumba del Papa Julio II, que no conformándose con ser representante de Cristo en la Tierra quería pasar también a la posterioridad embalsamado en el noble mármol de Carrara cincelado por el mismo Miguel Ángel. Sin embargo todos los esfuerzos son vanos, ni Julio II, ni los paisanos fallecidos del cementerio por el que pasé esta mañana, pese a estar cargados de mármoles y oropeles, se salvan de la quema, del abismo de la nada; se trata sólo de un último esfuerzo por vivir fuera de la vida en los ojos de los otros. Ridículo pero cierto. No sólo dejamos de existir y aspiramos a vivir en un chalecito en el Paraíso calentitos y sin problemas, sino que, además, pretendemos auparnos por encima de los otros ostentando costosos y feos trajes de mármol que cubran la podredumbre de nuestro cuerpo, que oculten el trabajo de esos gusanos blancos que empiezan a zamparse nuestro cuerpo apenas pasados unos días de nuestra defunción.

Está hermoso el mar esta mañana. El camino se asoma en varias ocasiones a él, el mar misterioso, salvaje, pacífico, melancólico, tan bello, tan acogedor, tan sugerente, está ahí, primero cargado de nubes como una aguada al final de una tormenta, después de azul, brillante, veraniego, y más tarde de nuevo oscuro y amenazador, lleno de lluvia.



Tras la comida y, cuando ya he llamado al albergue que el FEVE tiene en Llanes, encuentro en mis bolsillos una tarjeta de otro albergue más cercano, apenas a cuatrocientos metros de donde como. Allí terminaría mi jornada de hoy. Playa de Poo, a dos kilómetros de Llanes. Albergue de Llanes, playa de Poo, encargado: Iván, un joven alto de cabello rizado que habla demasiado y demasiado rápido para mi gusto. El escenario de hoy no es menos sugestivo que el de ayer. Hoy, de espaldas al mar, frente a mi ventana lo que aparece son las montañas nevadas al sur de Picos de Europa. El albergue, un chalecito en pleno campo bastante cuco, pero con un guardés tan cortés y atento que resulta cargante. Nada más entrar procede a enumerarme las normas del lugar, un rollo, por demás totalmente lógico, pero un tanto largo que tengo que aguantar poniendo cara bovina; las botas se ponen aquí y en el albergue hay que usar zapatillas. Si quieres tender la capa de lluvia fuera no puede ser, a él le gusta que se tiendan las cosas en el lugar destinado a ello, un perchero o un tendedero portátil en el que no cabe obviamente mi capa de agua. Trabajar, sí, el me mete una mesa junto al televisor; no, aquella otra en el lado opuesto tiene otro cometido; el volumen de la televisión no importa, él la bajará un poco. Sin decir nada termino cogiendo todos mis trastos y trasladándome a los dormitorios del primer piso donde estoy solo. Desde aquí le oigo perorar a voz en grito con un paisano. Un mal menor en todo caso.


Es desacostumbradamente temprano, a las cinco y media tengo todos mis deberes terminados. Habría echado con gusto una siesta. He intentando entablar conversación con una pareja mayor de italianos pero no parecen prestarse a ello, contestan con monosílabos. Así que aquí estoy frente a la ventana y a la nieve dando grandes bostezos como de costumbre e intentando despabilarme para continuar con un abandonado volumen que llevo en el ebook de Lautrémont, Los cantos de Maldoror. Con mi última lectura no estoy teniendo suerte, empecé una novela titulada La voz del árbol, de Mercedes Salisachs y me parecía tan mala tan mala que lo abandoné; esta mañana, sin embargo, como no tenía cargada otra cosa hice el esfuerzo de continuarlo, pero me fue imposible. Debo de ser un raro porque Ramón la leyó anteriormente y no me comentó nada en especial, la finalizó. Lucía, su protagonista, una niña abandonada durante la guerra es un personaje chapuza, pobre, sin contornos, la consabida huerfanita de la que se aprovecha todo el mundo, una cenicienta de la posguerra; los que la recogen, unas manos tras otra, son siempre malvadas y malas personas con ella; tan pronto parece que tiene cuatro años como nueve o catorce. A los personajes que la rodean les sucede otro tanto, son manidos e inconsistentes. Alucino del hecho de que haya novelistas que aparezcan en la historia de la literatura después de dar al editor un trabajo como éste. Quizás fuera una excepción porque otra novela suya que leí hace tiempo, La gangrena, sí creo recordar que me gustara. Creo que es el tercer o cuatro libro que dejo sin terminar desde que comencé a caminar. Harold Bloom escribió un libro interesante, El canon occidental, en el que argumentaba que una de las tareas que se proponía con su escritura era ayudar a sus lectores a moverse dentro de una literatura de calidad. Y es que uno va cumpliendo años, ve día a día como el tiempo huye, desaparece con una inaudita rapidez, y en esa situación no le queda más remedio que aprovechar lo mejor que pueda su tiempo. Son tantos los miles y miles de libros escritos que uno se perdería sin la ayuda de un buen lector que nos ayude a abrirnos paso en esa sobreabundancia que es el mercado del libro en donde lo bueno y lo mediocre andan excesivamente mezclados y confundidos.




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