Niebla, lluvia y barro





Deba, 28/03/13

Había terminado mi crónica de ayer cuando volví a mirar las literas que había frente a mí. ¿Dónde demonios se había metido el chico de los rizos que una hora antes apareció derrumbado junto a su chica en la puerta del albergue?. Ella, una morena de ojos negros y carita de porcelana se había dado una ducha y se había metido enseguida bajo las mantas dispuesta a dormir hasta el día del Juicio Final. Las cosas de los dos yacían esparcidas por todo el suelo de la habitación; la luz estaba encendida. Se estaba haciendo tarde y el chico no aparecía, sólo estaba ocupada la litera de abajo, así que me levanté y me fui a apagar la luz de la habitación y a cerrar la puerta. Cuando estaba retirando alguna ropa para cerrar miré hacia la litera. El espectáculo era encantador, había cuatro literas pero ellos habían elegido dormir los dos en un colchón que no tendría más de ochenta centímetros de ancho; arrullados como dos pajarillos habían caído derrumbados sobre el jergón y se habían quedado fritos. Sin cena, sin ceremonias, sin que les diera tiempo siquiera a decir buenas noches. Apagué la luz y cerré la puerta con el sigilo de quien por nada del mundo quisiera despertar a aquella pareja de tortolinos exhaustos y enamorados.


Son jornadas duras las de estos días, el barro y la lluvia hacen el caminar lento y accidentado; pero sé que serán días memorables, memorables en el sentido de que la memoria los retendrá entre sus manos durante mucho tiempo; cuando esté junto a mi chimenea, cuando a la tarde pase largas horas contemplando el crepúsculo. Son los momentos propicios para el recuerdo. Con los años estas cosas suceden cada vez con mayor frecuencia, el tiempo, la memoria, es como un inmenso tesoro que entretiene y dará densidad al otro tiempo por venir. Tiempo para caminar, pero tiempo también para el recuerdo, para volver a vivir la intensidad de estas lluvias, la magna belleza de los bosques vascos, sus caminos llenos de barro, su lento pasear por estos bosques encantados que parecen hechos exclusivamente para mí, porque estoy solo en ellos, porque su silencio es mi privada música en la que me recreo como buen melómano cada madrugada, cada mañana, cada tarde. Todo el camino para mí, toda la lluvia para mí, todo el barro, todos los trinos del bosque, todas esas suaves tonalidades en que queda descompuesto el mundo cuando el aterciopelado abrazo de la niebla lo estrecha, lo disuelve, lo llena de la veladura intemporal y grácil de un cuento infantil donde el misterio convierte la realidad en pura magia.



Esta mañana, chapoteando entre el barro, después un atenta búsqueda en la oscuridad para encontrar mi camino a la salida de Markina, enseguida todo quedó engullido por la niebla. La lluvia no había dejado de caer durante toda la noche. Una continuada y accidentada subida terminó por estabilizar el camino a la altura de las cumbres cercanas; el paisaje siempre el mismo y tan distinto. Era difícil ponerse a leer en aquellas condiciones; con la lluvia, con la niebla, con el bosque esta mañana uno tiene la impresión de estar en un templo y así al caminante le parece irreverente en estas condiciones sacar el libro y ponerse a leer sacando así su atención del bosque y llevándolo a alguna parte del Reino Unido en donde el señor Marías centra la acción en este momento. Todo el mundo lo sabe, en un templo no se leen novelas, en un templo se reza, se medita, se sume uno en la contemplación de los céfiros que pueblan los valles y el bosque. Así fue durante toda la mañana.




Desde los ventanales del albergue se ve Deba a vuelo de pájaro, el mar es una grisalla mansa que forma una masa uniforme con el cielo. Me eché la siesta y tras ella coloqué una mesa de escuela y una silla junto a la ventana y me puse a redactar mi crónica. Pienso en los pocos días que me quedan por delante. Creo que no es una buena noticia; he hecho del camino mi casa y ahora, después de más de dos meses caminando, presiento que me voy a sentir muy raro; raro en un tren, en un autobús mirando cómodamente por la ventanilla cómo el paisaje transcurre a mi lado. Uno se habituó al duro ejercicio desde antes del alba hasta entrada la tarde, al agua, al sol, al mar, a encontrar cada mañana el camino en la línea verde fosforito del gps y ahora presiente que va a echar todo esto de menos. No, realmente no quiero volver a casa. Me costó mucho salir de allí, entonces tuve que vencer un pesada pereza que me decía que ya estaba bien de patear el mundo semana tras semana, que acaso era ya hora de parar un poco, o incluso que me decía susurrando, bajito, casi de manera inaudible, que ya tenia muchos años y una rótula jodida y una espalda que chillaba con excesiva frecuencia, que... y luego resultó que, a juzgar por los resultados, lo que mi cuerpo estaba precisamente pidiendo era esto, largas y a veces exhaustivas jornadas de camino. Y dejo de escribir porque viene a despedirse Patxi, el hospitalero de Deba, y nos metemos de cabeza en una calurosa conversación en la que los caminos y las montañas vienen a ser el comodín para todos los temas que surgen. Patxi tiene ochenta años; derrocha una vitalidad sorprendente; de mirada incisiva y ojos oscuros, se detiene como un caballo al que tiraran bruscamente de las riendas cuando le corto para puntualizar algo o contarle mi propia experiencia. Me escucha, pero lo suyo es expresar su mundo y su vitalidad, su larga experiencia de montañero y caminante. Nos despedimos calurosamente.



Así que mis alusiones de más arriba en relación a mi edad, a la rótula o a la espalda quedan como un ridículo mal pretexto, es el aviso de que la gandulería, la pereza andan sueltas por todos los rincones del cuerpo y hay que hacerse el vivo para que ésta no nos coma hasta los higadillos al menor descuido. 






1 comentario:

luisBasGz dijo...

Buen ejercicio es departir con nuestros mayores y que nos transmitan su sabiduria, yo no pierdo la ocasion de practicarlo, asi que animo y buen camino amigo