Una pequeña aventura





Venta Lezama en puerto Belate, 29/04/2013


Hoy parecía día de tregua en el mal tiempo. Estaba nublado pero un rayo de sol llegó a mi tienda de campaña. Era hora de levantarse. En una hora estuve en el puerto de Artisiaga. Estaba dispuesto a coger el asfalto y tirar adelante dando una enorme vuelta para descender hasta el pantano de Eugi; todo menos coger altura y enfrentarme de nuevo a los problemas de ayer. De todas maneras cuando vi la cantidad de kilómetros que ello requería me fui alejando de esa idea. En el puerto las indicaciones eran, en dirección norte el puerto de Urtiaga, siempre por el GR-12; lo miré con desconfianza, pese a que por allí andaba el punto de encuentro con Ramón. En dirección sur el siguiente destino era el puerto de Belate; sopesé la posibilidad de encontrar en este camino a Ramón; una ancha pista llana y despejada corría invitadora por la ladera de la montaña; engañosamente invitadora, como podré comprobar después. En el camino había cagadas de caballo, lo que me hizo sopesar la posibilidad de que Ramón ya hubiera pasado por allí y se encontrara camino de Urtiaga con su rocín y su perro; pero lo consideré poco probable y continué. Desde ayer me encontraba sin cobertura, no había posibilidad de averiguarlo.


Pero poco a poco y para mi pesar la nieve empezó a cubrir el camino que se alzaba después de media hora sin miramiento hacia las alturas. Un par de revueltas y la pista acababa sin más sobre un extenso manto blanco en donde a la izquierda, bajo una señal blanquirroja, se veía la señal de unas antiguas huellas. No, no creo que a nadie le guste dar media vuelta y rehacer casi una hora de camino para encontrarse con un interrogante sin respuesta. A unos cientos de metros las huellas desaparecieron, la nieve se volvió profunda y las señalizaciones se esfumaron. Seguí la línea blanquirroja de mi gps que acortaban por mitad de la ladera hacia una especie de collado. Hacía frío… qué novedad, ¿verdad? Manejar el gps y hacer alguna toma lleva su tiempo y sus molestias. Después de aquel collado, la línea blanquirroja daba un giro de ciento ochenta grados y se dirigía ladera arriba hacia las proximidades de la cumbre próxima. Ni una sola huella, alguna señal de vez en cuando, un palo de tres palmos con las consabidas franjas blancas y rojas; algunas, otras muchas estaban prácticamente enterradas. La ruta atravesaba dos cumbres por una pendiente de respetable inclinación; la nieve se hizo más profunda, a veces me hundía más allá de la rodilla. Mis botas con rajas por varios sitios y mis pantalones de telilla fina estaban de más en aquellas latitudes. Aun así atravesé dos laderas y llegué a un collado, tenía la esperanza de que a partir de allí el camino se despeñara por la otra vertiente perdiendo inmediatamente altura, pero no cayó esa breva. El camino ascendía, por la otra vertiente, pero ascendía. Empezó por demás a soplar una fuerte ventisca que me tiraba al suelo. Los primeros árboles con los que me tropecé lucían en sus ramas gruesos carámbanos de hielo, sus ramas se estiraban hacia la izquierda como una vela que se hubiera desgarrado del palo mayor y amenazara salir volando. A partir de aquí la pendiente se hizo excesiva, excesiva, sí; bajo la capa de nieve había otra voluminosa capa de hojas de haya, lo que en tales circunstancias provocaba que resbalara con frecuencia. Llegué a un punto en que no supe qué hacer. Me quedaba dos largas laderas en estas condiciones; el trabajo de abrir huella era exhaustivo, me pareció peligroso continuar por aquel camino sobre todo en aquellas circunstancias de frío y ventisca. Al final decidí que no había otro solución que enfrentarse con aquella empinada y escurridiza ladera y tirar para abajo tratando de perder altura y alejarse de la nieve.





Nunca había bajado las laderas de un hayedo con aquella extrema precaución; cuanto más abajo más peligroso resultaba el descenso. La capa de nieve no sostenía mi cuerpo y resbalaba arrastrando nieve y hojas. En muchos lugares la nieve y las hojas eran una delgada capa sobre la roca. Descendía con los bastones a modo de escoba como cuando se atraviesan inclinados declives de nieve o hielo, y aun así terminaba dando con el culo en el talud. Cuando terminó la pendiente la dificultad se centró en la capa de hojas que formando barrizales sobre las rocas hacían muy delicado el descenso. Llegar al fondo de un barranco y atravesarlo me llevó más de una hora; me tocó tallar escalones en el barro con mucha paciencia; un resbalón allí me habría costado muy caro. Allí perdí uno de mis bastones, usarlo como si fuera un piolet terminó por quebrarlo. Caminar solo por el monte requiere tomar medidas suplementarias y una atención muy cuidada. Después de atravesar el barranco la cosa ya fue pan comido. Ya podía pararme un poco a tomarme un respiro y a hacer zoom con el gps para hacerme una idea de donde estaba y para otear posibles salidas al laberinto en que me había metido. Después de una hora conecté el teléfono y, milagro, tenía cobertura. Ramón acababa de llegar a la venta Lezama en el puerto de Belate; ¿y tú dónde estás?, preguntó. Ni idea, fue mi respuesta. Apenas tenía batería, hice una breve llamada a Victoria para que no anduviera preocupada y me dediqué a rastrear en el pequeño rectángulo del gps las salidas a mi situación. No sabía exactamente donde estaba, pero, ah, otro milagro, en el ángulo superior de mi navegador por arte de magia apareció la familiar concha que aparece junto a todos los caminos de Santiago. Luego sabría que se trataba de la variante que sale de Elizondo y que recibe el nombre de Baztanés. Más allá, junto a ellas, volvía a reaparecer la línea del GR-12. No lo pensé dos veces, allá donde estuvieran esas líneas estaba mi descanso y mi final de jornada. Resultó que ese camino pasaba cerca del puerto de Belate. A las tres de la tarde, según bajaba por la carretera hacia mi destino vi acercarse a Ramón que venía a mi encuentro.


El mundo es un pañuelo, primero porque encaminé aleatoriamente mis pasos hacia allí, sin saber dónde estaba él, después porque me encontré con mi ya queridas flechas amarillas que sigo desde el principio del invierno, desde Sevilla; y más, porque podría haber bajado por otro valle y haber salido a la Chimbamba, ya que lo que yo buscaba por encima de todo era encontrar tierra seca y una temperatura menos rigurosa, y sin embargo fui a parar sin buscarlo a una de las variables de mi ya entrañable camino de Santiago. Hoy que pensaba malcomer y pasar la noche mojado en cualquier lugar del monte terminaré el día comiendo como un rey, lavando mi ropa, secándola y proporcionando una buena ducha a mi cuerpo cansado.



1 comentario:

LuisBas dijo...

Bonita aventura, pero ya sabias el tiempo que iba a hacer, suerte