Pueyo de
Fañanás, 29/05/2013
Álamos del río,
conmigo vais
mi corazón os lleva.
Mañana soleada y
fresca como para no quitarse el abrigo. Pensé caminar parte de la
noche bajo la luz de la luna, pero calculé mal y la luna se demoraba
en exceso. Había dejado las luces de la ciudad a mi espalda y el
campo, surcado apenas por la débil claridad de mi camino, aparecía
oscuro y sin formas, el mundo se acaba allí mismo; unas pocas luces
lejanas salpicaban el espacio hacia levante. Volvía a ser placentero
pisar la tierra, sentir la tenue emoción de estas primeras horas
solitarias hoyando una senda que apenas adivinaba bajo mis pies.
Apenas anduve una hora, hacía un viento racheado que me invitaba a
buscar un lugar abrigado. En algún momento la senda se hundió en un
bosquecillo, dio un par de curvas y alcanzó una casa abandonada
junto a la que corría un ruidoso arroyo. Allí me quedé, parapetado
del viento tras unos arbustos. Tendí mi tres cuartos de aislante
sobre la hierba, saqué el saco y, disponiendo el agua y la linterna
a mi izquierda, me eché a dormir. Pero no me dormía, abrí los
ojos, el cielo era un puñado de estrellas arracimadas en torno a la
Osa Mayor. Entre ésta y la Osa Menor la larga cola de Dracus daba
una enorme vuelta apuntando con su cabeza a Lira; más abajo Deneb;
el Triángulo del Verano no lo podía ver completo. Compañeras
constantes y solícitas de todos mis vivacs a lo largo de la vida;
amigas de mis noches de insomnio; comilitonas de este solitario
empedernido a lo largo y ancho del planeta. Amigas entrañables,
¿cuántas historias podríamos recordar juntos, allá en la Pedriza
o en Gredos con alguno de esos amigos que reaparecieron estos días
en las redes sociales, mientras reunidos frente a un café, sentados
sobre nuestras cuerdas de escalada, intercambiábamos relatos y
aventuras sin cuento, tal pared, tal paso, tal tormenta que nos había
sorprendido meses antes en algún corredor de los Alpes o los
Pirineos? Estrellas de las largas noches de invierno mientras
cumplíamos algún itinerario nocturno en Peñalara o Cabezas de Hierro; amigas
silenciosas, esas mismas que en un rescate en la pared de la Amezúa
os movíais interminables a nuestro alrededor mientras esperábamos
ahítos de frío el alba para comenzar un difícil descenso con uno
de los compañeros que subimos a rescatar y que se había roto una
pierna. ¿Quiénes estaban allí aquel invierno, acaso Fulgencio y
José Ángel Lucas… un puñado más de amigos que no recuerdo? Las
estrellas, ese último espectáculo antes de cerrar los ojos después
de una larga conversación hecha apenas de monosílabos; cuatro,
seis, ocho compañeros metidos en los sacos de dormir contemplando
ese inmenso y brillante cielo, mientras todavía las palabras, como
ecos, caían despaciosas para hacer un último comentario, para
llamar la atención sobre una estrella fugaz que acaba de cruzar el
cielo.
Será el cielo que me
acompañe a diario hasta darme de bruces con el mar. Cuando duermes
bajo techo te pierde este gran espectáculo que te ofrece la noche,
gratuito, generoso, a veces insondable y profundo cayendo sobre los
ojos o sobre el alma como un balsámico, versos nobles que cruzan el
cielo y que desde el saco de dormir oímos palpitar dentro de
nosotros como uno de esos cuentos con que los niños chicos se
duermen abrazados a su oso de peluche.
Cuando me desperté
el sol empezaba a bañar el prado donde dormía. No es mi costumbre
demorarme tanto en el saco, más bien prefiero levantarme antes del
amanecer a la búsqueda de una inspiración o de ese pálpito que a
veces vibra entre los últimos momentos de la noche y los primeros
minutos del alba, pero en mi hoja de ruta sólo tenía por delante
diecisiete kilómetros. Había hablado con Ramón, que bajaba de la
sierra de Guara por una senda nueva que la atravesaba de norte a sur,
y él había calculado que podía estar en Monzón en tres días, así
que dividí los kilómetros que me quedaban a mí a Monzón por tres,
y calculando los pueblos que tenía que atravesar, no me convenía ir
hoy más allá de Pueyo de Fañanás: un paseo pues.
Pensando sobre qué
escribiría hoy, recordé aquellos versos de Machado… conmigo
vais,/mi corazón os lleva. En días pasados, de la mano de Luis
Basanta y de Martín Arnanz, antiguos compañeros de correrías por
las montañas, allá por el final de los años sesenta y principio de
los setenta, he ido reencontrando rostros y amigos a los que no había
vuelto a ver desde hace más de cuarenta años. La cariñosa acogida
de Laure Esteras, el efusivo encuentro en este blog con Luis Basanta,
la labor aglutinadora de Martín me llevaron a indagar en mis
antiguos álbumes de fotografías de la época; de ahí exhumé
rostros y gestos que yacían dormidos, como en las cuerdas del arpa,
pero que van despertando poco a poco al contacto leve de otras voces
como la de Laure que me recuerdan tal o cual circunstancia, tal
dicho, tal rostro, aquel día que en Chamonix que, etc. Y es verdad,
como dice él, los recuerdos, despacio, empiezan a fluir, los rostros
estáticos de las fotografías se ponen en movimiento, a la memoria
le salen brotes y así, cuando hablo de estrellas, como más arriba,
en torno a ese cielo estrellado que cubría la Pedriza, Gredos o
Pirineos aparecen amigos y compañeros de escalada, de aventuras de
aquellos años que habían desaparecido de mi memoria y que
convocados por el ambiente de los vivacs, por la intensidad con que
vivimos aquellos años vuelven a mí con calor, con agradecimiento,
llenos de aquella primera fuerza que para nuestra recién estrenada
juventud fue la más hermosa aportación que la vida podía hacernos.
Estoy convencido de
que lo que aprendimos y vivimos durante aquellos años de permanente
lucha en/con la montaña, con nosotros mismos, esa continua
superación a la que nos sometíamos semana tras semana para ganar
cumbres cada vez más difíciles, más hermosas, fue la contribución
más importante a la formación de nuestra personalidad de aquellos
años; incluso decir esto es poco decir. El contacto con la montaña,
las vivencias que ésta aporta, las exigencias que impone, la
entrañable sensación de plenitud que puede llegar a proporcionar a
aquellos que se entregan a ella incondicionalmente, contienen en su
conjunto la médula de lo que será en el futuro una parte sustancial
de nuestra personalidad y de nuestra filosofía de la vida.
Decir conmigo vais,
mi corazón os lleva, hoy, recordando aquellos años y a aquellos
amigos, aquellos compañeros de cuerda, de escalada, es rendir un
homenaje a la amistad más allá del tiempo y de la distancia, más
allá, incluso, porque la memoria puede llegar a ser muy frágil, del
hecho de que no seamos capaces de recordar esas aventuras concretas,
esas escaladas que sustentaban nuestra relación.
Se lo decía el otro
día a Laure, en estos días voy a tener la grata sensación de
caminar más acompañado, vuestro recuerdo, la memoria de tantos
amigos rescatados a la realidad de hoy mismo, se me hace un grato
regalo para el camino.
Eso, amigos, conmigo
vais, mi corazón os lleva.
Los peregrinos con
los que comparto hoy el albergue de Pueyo de Fañanás: de izquierda
a derecha: Mirco, Unai, Maricarmen y Juanjo
3 comentarios:
Bienvenido al camino que nuestro corazón lleva...
Asi es Alberto, tu nos llevas y nosotros te acompañaremos con el pensamiento y la palabra pues tus relatos nos hacen vivir tus aventuras y vivencias a diario.
Suerte y buena salud. Abrazos.
Hoy el cierzo soplaba fuerte, los trigales parecían olas contra el azul de las montañas de la Sierra de Guara.
Gracias a los dos.
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