Julio Villar




Algerri, 02/06/2013


El viento no se ha calmado en toda la noche. Inquieto,
me he despertado varias veces. El marino que llevo
dentro estaba vigilante... Pero ¡no!, aquí nada se puede romper,
nada puede volar, todo está asentado y bien asentado
sobre la buena tierra.
En el suelo siguen mis cosas. Apoyada en el tres pies, la cazuela.
En un ángulo de la cabaña, la mochila. Los rescoldos
cubiertos de cenizas de mi fuego de anoche están dormidos.
Por la puerta entornada penetra la claridad del amanecer.
Afuera están todos los caminos...
Viento, ¿por qué me has inquietado?
(Julio Villar, Viaje a pie)


Hoy tengo que agradecer a Ignatius la inclusión en un comentario a la entrada Sopla el cierzo, de algunas palabras de Julio Villar. Le decía hace un rato a Laure, que me invitaba para un encuentro de antiguos amigos del monte, que para ese día me encontraría con el incentivo de alcanzar el mar después de haber abandonado hace semanas las aguas de otro mar, las del Cantábrico, y motivado más ahora precisamente por esa cercana referencia de aquel navegante novato que era Julio Villar y que sin una experiencia previa en los mares decidió hacerse con un barco de unos pocos metros de eslora para dar la vuelta al mundo. Aprecio todos los libros de Joseph Conrad precisamente por la fuerza con que sabe transmitirnos las vivencias marinas, la voluntad de hombres forjados en las dificultades y en la rudeza de una vida elemental, pero aun así ninguno de sus libros logró emocionarme tanto como ese precioso volumen lleno de poesía y de emocionado vivir que es Eh, petrel! de Julio Villar. Cuando alguien trata de buscar la sustancia que nutrió sus raíces desde la temprana juventud, puede suceder que dé palos de ciego de aquí para allá rastreando su memoria a la búsqueda de precedentes, señales que le pongan sobre la pista de por qué uno es así y no de otra manera, dónde bebió, dónde se nutrió su forma de pensar y de sentir, dónde aprendió a ser humilde, valiente, despreocupado por el dinero, atento a los llamados de la naturaleza; puede suceder que uno no recuerde en un momento así que cierto día se acercó a una librería para comprar un libro que alguien le había recomendado, y que en los días que siguieron, mientras aquél iba desgranando, sorbiendo las páginas de aquel volumen, se fueron incubando en el lector sustancias, promesas de vida, estilos de caminar por este planeta, que determinarían en el futuro un modo de existir y de ver la realidad. A mí me sucedió con Julio Villar y su ¡Eh, petrel! Puede que durante mucho tiempo no me acuerde de él, pero estoy seguro de que la lectura de ese libro fue una de los mejores hallazgos que tuve en mi juventud.


No, no busquéis ese libro en ninguna sección de superventas, ni en el apartado de los afamados viajeros, ni siquiera en una sección de navegantes notorios. Julio Villar es manjar para paladares más rústicos, más delicados, él no necesita presentaciones multitudinarias ni promociones ostentosas; no creo que le gusten esas cosas. Sin embargo el que busca encuentra; unas veces será la puerta a ese jardín encantado que se cruzó en uno de nuestros sueños, pero otras puede ser un libro inolvidable del que acaso podamos aprender mucho más que en una parte importante de esos mil o dos mil libros que seremos capaces de leer a lo largo de toda la vida.  
Julio es un personaje que me ha intrigado siempre; sus sueños, sus largas noches solitarias bajo las estrellas mientras su barquito de papel bogaba de acá para allá en mitad del océano es una imagen que me persigue desde que lo leí. La soledad perfecta, el sumum del aislamiento, la plenitud de uno mismo en medio de la plenitud del universo; el uno autosuficiente hasta el delirio; días y días de navegación, de hablar con los peces, con los vientos, las tormentas, con aquel petrel que un buen día se posó sobre el mástil de su barco. Dios santo, cómo hubiera deseado experimentar algo así, cómo hubiera querido estar dentro de esa piel, dentro de esa delirante soledad… Ah, pero uno es mediocre, uno no llega a tenerlos (los c., claro) ni soñando tan bien puestos como este tipo de gente. Y por consiguiente uno tiene que conformarse con cosas más sencillitas, más acordes con su pequeño arrojo, su pequeña valentía, su diminuta capacidad para volar allá donde halcones y petreles se mueven con soltura, con el placer del aire en su alas.


El viento hace al águila (Goethe); el aire, el mar, la soledad, el ancho mar, las tormentas, hacen al hombre; aquel que tiene el arrojo suficiente, la voluntad poderosa, bajo el impulso de su arrojo puede llegar a ser el dueño y señor del mundo. El hombre al que no llegarán los problemas domésticos de una política económica de desastre, porque su vida está en otra parte. En una ocasión indagué en Internet por el rastro de este hombre; apenas encontré nada, los consiguientes y numerosos elogios hacia su persona, la referencia a sus dos libros.
La cita que Ignatius tuvo el acierto de incluir en su comentario, despierta en mí no sólo el ambiente propio de quien recorre el mundo o las montañas de su tierra con una singular paz de espíritu, sino que además me parece estar leyendo en ella a algunos de aquellos poetas chinos de la dinastía Tan que tanto me gustan y cuyos versos estaban llenos de montañas, nubes o ríos; donde los objetos cercanos, el tres pies, la cazuela, la mochila, las cenizas del fuego de la noche anterior de Julio Villar, son el motivo central de sus poemas.

Inevitablemente hoy se nos echó el calor encima. En Tamarite de Litera salimos de noche a ver cómo hacían el tapiz florido que cubriría las calles para la procesión del Corpus del día siguiente y terminó por hacérsenos muy tarde. Tapear a la fresca en las calles del pueblo era un actividad de la que los caminantes no habían podido disfrutar a lo largo de todo su caminar. Frente a nosotros los vecinos de Tamarite se afanaban en su trabajo de tejer sobre el asfalto motivos florales y geométricos. El material: virutas tintadas pacientemente con todos los colores del arco iris durante las semanas precedentes en una hormigonera que el caminante pudo fotografiar para su colección; los dibujos, previamente pasados a unas planchas de poliespán, había sido recortados formando múltiples plantillas que servían posteriormente de referencia para los motivos florales. Era curioso encontrarse a una parte importante de la población en donde había niños, jóvenes y hombres y mujeres de todas las edades, afanados en alfombrar la calle de colores. Al día siguiente la procesión pasaría sobre toda esta pequeña obra de arte, su vida útil se consumaría pues a las pocas horas. El resto sería trabajo de los empleados municipales de la limpieza.







El calor va aumentando; y tan poco acostumbrados estamos que el camino se nos hace largo y pesado, pese al alivio de los buenos puñados de cerezas que vamos comiendo por el camino; pese a nuestras charlas con los agricultores, con los que compartimos además de las cerezas, nuestros conocimientos sobre riego por goteo, los chascarrillos de la política o los procedimientos fitosanitarios de los frutales. Paisaje agrícola nada espectacular que atravesamos pacientemente bajo un sol de plomo. Esto en verano debe de ser un horno. También nos cruzamos con un par de peregrinos alemanes con los que nos entendemos con el primitivo lenguaje de los gestos. Es lo mismo, estamos en el Camino de Santiago, y como decía ayer, creo, aquí todos somos parientes, aunque estos procedan de la Centroeuropa de la señora Merkel, a la que, por cierto, se le conocen aficiones de senderista también.



El albergue está pared con pared con la iglesia y los cánticos que vienen de los feligreses se alternan en mis oídos con las flautas que sopla a discreción el amigo Ramón, que nada más pegarse una buena ducha se ha zambullido en una siesta de padre y señor mío. ¡Ay, si yo no me hubiera traído unos gordos y útiles tapones de cera aquí no dormía ni Dios!





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