En el refugio de Góriz




Refugio de Goriz, 21 de julio


     Acampé en el bosque junto al puente de los Navarros. Allá estuve trajinado durante un rato largo, aprovechando un poco de cobertura, tratando de enviar a casa los dos últimos post y sus correspondientes fotografías. A veces es un verdadero milagro que estos post que voy escribiendo puedan ver la luz con la misma regularidad con que camino. Sí ello es posible es gracias a Victoria que recoge mi material en bruto y lo sube al blog, no sólo eso sino que a veces debe hacer una labor de reconstrucción porque el caminante, tan desmemoriado, olvida nombres, topónimos e incluso incurre en algún despiste ortográfico que ella corrige; éste, un servidor, el vagabundo, no es tan pretencioso como el tal Javier Marías, para quien es una desmesurada deshonra en un escritor no saber si una palabra se escribe con b o con v. Uno pasó tantos años corrigiendo texto infantiles que al final de muchas jornadas ya no sabia poner los puntos a las haches. Así que desde aquí gracias a mí chica, la hortelana, que presta una gran ayuda para que estos posts tengan continuidad pese a las dificultades de conexión que tenemos todos los días. 


     Había dormido en la confluencia del río Ordesa con el que baja del valle Ara, un estruendo enorme me acompañó toda noche. Un estruendo, por cierto, que acompaña de continuo al camino desde que se abandona Bujaruelo. El sendero corre constantemente por medio de un bellísimo hayedo junto al tumulto de las aguas bravas del río, también hoy de mañana temprano, valle Ordesa arriba, música en ocasiones de contenida emoción como la que puede despertar en el cuerpo de un melómano la audición de sus melodías favoritas, música que de poder enlatarla podría escuchar con agrado en alguna de las tardes de dolce far niente frente al crepúsculo de mi casa. Ya lo hice una vez con el mar, un furioso mar en Lanzarote que grabé para escucharlo en casa como fondo que acunara mis lecturas o mis horas de nostalgia. 


     El camino, que corre por la ladera opuesto a la que utilizan los turistas, en esta parte del mundo siempre una turbamulta, es un bucólico bosque, húmedo y con los pies de las hayas cubiertos por el profundo verde de los humedales. No tardó en aparecer enfrente, atrevido y arrogante como una exótica flor, el bello perfil del Tozal de  Mallo, atrevido portero que recibe al visitante del valle desde la rigurosa verticalidad de sus paredes doradas. En los tiempos en que escalaba, esta montaña era un auténtico mito, todos queríamos escalar esta hermosa pared. Pero ¿por qué, por qué precisamente esta pared y esta pared además por su vertiente más espectacular y difícil? Una de las cosas que más me gustaban de la edad de los niños a los que di clases durante treinta años, tenían entre los ocho y los once años, era el permanente porqué que tenían en sus labios, algo que yo fomentaba de la mejor manera que podía porque entendía que era una de las razones básicas de la educación que impartía; preguntarse continuamente por qué esto o por qué lo otro y buscar su respuesta es la mejor manera de ir comprendiendo cada día mejor el mundo y a  nosotros mismos. 



     ¿Por qué escalar precisamente esta pared?, decía. Ayer hablaba de dos grandes constantes que se dan en el desarrollo de la vida, la lucha por la supervivencia y la curiosidad, dos grandes motores que nos ayudan a mantener la vida, a reproducirnos y a evolucionar. Hoy, pasando bajo el Tozal del Mallo, mientras me preguntaba sobre qué nos llevaba a intentar trazados de escalada tan particulares, se me ocurría que la razón tenía que ser de peso y debería tener conexión con aspectos vitales de importancia. Quizás el hombre después de satisfechas sus necesidades más elementales vivía un imperativo nuevo que acaso dotaría a éste de una característica ya plenamente humana que iba a diferenciarnos definitivamente del resto de los animales; me refiero a la razón estética, presente ya, junto a otras razones prácticas relacionadas con la caza, en los hombres de final del paleolítico cuando en la semioscuridad de sus cuevas de piedra se ejercitaban en el primer arte pictórico de la historia de la humanidad. 

     ¿Qué otras razones podían haber impelido a algunos  escaladores a subir por esta aérea y bella pared? La primera, no se me ocurre otra más evidente, no podía ser otra que una razón estética, una pared estéticamente hermosa necesitaba ser escalada por una atrevida y hermosa, a su vez, vía de escalada. También el atrevimiento y el coraje tienen su parte, pero ante todo yo creo que tenemos que contar con ese inconsciente deseo nuestro de crear y construir cosas bellas. 



     Estoy en el refugio de Góriz, diluvia, la tormenta suena fuera con la cotidianidad de quien está en su propia casa, el ambiente propio para ejercitar ella sus pulmones y sus ganas de meter ruido. Había preguntado por curiosidad si quedaban camas libres y me habían dicho que sí. Cinco minutos más tarde, al ver la hecatombe que se estaba produciendo fuera, un auténtico diluvio, fui a decir que me quedaba a pasar la noche; pero ah, ya estaba todo ocupado, no quedaba ni un rinconcito para pernoctar en el refugio y no hay ninguna señal de que se vaya a producir ningún cambio en las horas siguientes. 

     Las maravillas del valle de Ordesa, pese al excesivo número de visitantes, son tantas... Hoy, como disciplinado turista paseando por las salas del museo del Prado, no me perdí cascada ni indicación que me llevara a visitar algún lugar significativo del valle, fui todo ojos y oídos, incluso para observar a un numeroso grupo de turistas japoneses, fotógrafos compulsivos como siempre en cualquier lugar del mundo para detenerse y encapsular en su máquina fotográfica todo aquello con que se tropiecen sus ojos. Ellos eran el espectáculo, cada flor, cada riacho, todos con su cámara fotográfica como si ésta fuera una parte importante constituyente de su propio cuerpo. Uno les ve tan chiquitines, tan simpáticos, tan ingenuos que puede caer en la tentación de mirarles como a niños chicos. Estos japonesitos que arrasaron el Extremo Oriente, retaron el poder de Estados Unidos y que constituyen una de las primeras potencias del mundo, mirados en la representación de estos turistas inquietos y de aspecto infantil, no parecen otra cosa que niños pequeños en una excursión escolar de fin de semana. 



     Mi itinerario para llegar al valle de Pineta no es realmente un paseo sencillo como para meterse en él con esta lluvia. Acaba de entrar apresurado un francés pidiendo ayuda para unos compañeros a los que la lluvia torrencial ha sorprendido en un barranco que se ven imposibilitados para cruzar. Las laderas han quedado cubiertas por una capa de granizo, el ambiente no es nada halagüeño. Parece que la mejor opción sea cenar aquí e intentar buscar fuera un lugar no demasiado encharcado para colocar la tienda. 

     A última hora, aleluya, tengo cama. Continúa lloviendo. El refugio está tutiplén, un ambiente húmedo y cálido llena el espacio de las dos habitaciones. Entre cuerdas que cruzan las estancias de parte a parte cuelga la ropa mojada de toda esta comunidad de gente de montaña mitad española mitad francesa. 



     Llegué por primera vez al refugio de Góriz en la primavera del año sesenta y seis. Mis ojos y mi ánimo estaban totalmente empapados por la emoción de quien empieza a descubrir un mundo maravilloso que en los años siguientes iba a constituir mi razón de ser y a lo que me iba a dedicar con todo mi empeño e ilusión durante un buen puñado de años. El refugio de entonces era una pequeña casa umbría y húmeda, desangelada y solitaria. Nosotros, dos inexpertos montañeros, Emiliano de Diego y yo éramos los componentes de aquella expedición, esperábamos con un mínimo bagaje de experiencia a atravesar un Pirineo por entonces con una inusitada cantidad de nieve. Para nosotros atravesar a Tucarroya, ayudados en aquella ocasión por unos recién aparecidos montañeros de Madrid, Julito y compañía, por el collado del Cilindro y bajar posteriormente al valle de Pineta, constituyó la mejor y más notoria aventura que podíamos tener entonces. A los dieciocho años habíamos hecho el gran descubrimiento de nuestra vida. Hace cuarenta y siete años de esto; casi nada. 



1 comentario:

Noches de luna dijo...

Gracias, Pichón. A mandar, para eso estamos.
Beso