Refugio de Viadós, 24 de julio
Un par de líneas luminosas se dibujaban en medio de la oscuridad cuando me desperté. Todavía no había sonado el despertador. Hoy me había concedido una hora más de sueño. Cuando salí de la cabaña el sol iluminaba ya las cumbres cercanas. Unos chicos que habían dormido en tienda en la orilla opuesta del río ya se habían marchado. Hoy era el dormilón perezoso de la zona, hacía tiempo que se habían acabado mis madrugones de las cuatro y media de la madrugada, desde que ingresé en el reino de la alta montaña; también se acabaron mis siestas que parecen ser cosa del verano y del calor, aquí el verano es menos verano y el calor calor no existe, a la sombra te tienes que poner el jersey.
Así que recogí mis cosas y eché a caminar esperando calentar mis músculos en unos pocos minutos. Pronto me dio gusto comprobar que mis incipientes ampollas no me molestaban, tampoco las escoceduras, todo el cuerpo funcionaba a la perfección, sólo faltaba desentumecerlo un poco. Por estos parajes debí resistir una aparatosa tormenta en mi diminuta tienda de campaña hace quince años, pero no reconozco el paisaje que mi memoria guardaba de aquella ocasión, un prado rodeado de montañas que hacían de caja de resonancia a la violenta orquesta de los truenos y relámpagos, una soledad entonces extraordinaria en un paraje en el que durante dos días no llegué a encontrarme con nadie.
Aunque el tiempo es un cauce de donde no es posible salirse y la distancia entre una y otra parte de la vida es enorme, si es posible a veces encontrarse ahí mismo, torciendo la esquina, un tiempo que, perteneciendo a medio siglo atrás se nos aparece en la cotidianidad cercana de ayer mismo. Es como si el tiempo hubiera desaparecido y tuviéramos la impresión de que traspasando aquel recodo del río pudiéramos perfectamente vivir plásticamente otra época. Me sucedió hace un momento cuando me tropecé con una señal que indicaban la dirección de Gistain. Gistain era el pueblo que yo había elegido a los veintidós años para vivir en él durante el periodo de un curso. Había empezado a trabajar a los quince años como administrativo en un par de empresas y más tarde en un banco, pero aquello clarísimamente no era para mi, una aséptica oficina de encorbatados empleados era lo más lejano que yo hubiera pedido a la vida; así que decidí prepararme para otra cosa y para ello necesitaba hacer unos estudios que no tenía y, como además tenía cierta vocación de autodidacta y de asceta me marché al Pirineo a buscar un lugar apartado donde estudiar en la soledad de la montaña preuniversitario, paso previo entonces para ir a la universidad. Soñaba yo con pasar un año en el recogimiento de estos valles. Hoy es nítida la visión que tengo de mi búsqueda por estos valles de un lugar para vivir. Luego surgió otra oportunidad y fui invitado a pasar el año en un pueblecito de los Alpes Lombardos y así sustituí un amor por otro, el del Pirineo por el de los Alpes. No obstante aquí está ese tiempo detenido de mis veinte años esperándome otra vez como si del sabor de la magdalena se tratara. Saborear el pasado se convierte no pocas veces en ese momento en que se juntan la plenitud del presente con la recuperada tensión de un pasado al que cupo la suerte de ser moldeado a la voluntad de una vida que empezaba a gestarse en torno a una bella aventura por venir. Más tarde este mismo escenario de Gistain y San Juan de Plan sería escenario de algunas de nuestras muchas salidas familiares a la montaña.
Este comedor no sé lo que le pasa pero huele fatal... y se va a abrir la ventana. Me sonrío para mi interior, y es que por mucho que vaya siguiendo el consejo de Ramón y me haya comprado calcetines antiolor coolmax, no hay tu tía. Pero no me importa, hoy mi timidez se fue con viento fresco, estoy como en mi casa con las chanclas del refugio, y oler huele mogollón pero esto no es un lugar para andarse con tiquismiquis, hemos tenido todos los días tormenta y como se comprenderá esta vida de vagabundo no da para hacer la colada a diario. Dicen que huele a queso, comenta una señora al fondo de la sala. Y toma que huele, me digo sonriéndome para mis adentros, huele como menos a queso cabrales, un perfume de echar para atrás. Esta gente viene directamente del hotel en coche hasta la puerta del refugio y no tiene naturalmente una apreciación sobre los problemas de colada que se dan en las alturas.
Los comensales de al lado pegan la hebra, son de un pueblo de Teruel unos y catalanes otros. Los primeros viven en la calle llamada del fantasma, a los últimos les choca el nombre de la calle y preguntan. Los de Teruel les explican que en la calle, a altas horas de la noche todos los días se oían pisadas que la atravesaban sin que pudieran ver a nadie; de ahí el nombre. Sólo mucho tiempo después se descubrió que las pisadas eran de un vecino que visitaba de madrugada a una vecina que vivía en el otro extremo de la calle. Son dos parejas experimentadas en las ascensiones de la zona, cincuentones que todavía conservan el empuje de subir las altas cumbres del Pirineo.
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