La memoria del corazón




Ochagavía, 14 de julio


     No había llegado a sonar el despertador. Las primeras luces del alba daban un aspecto lechoso tal a la mañana de no saber si estaba despejado o cubierto. El lugar del vivac, el jardín de una casa abandonada en las afueras del pueblo era un enmarañado pedazo de selva. Un espino blanco, aquel majuelo en que tanto gustara Proust recrearse cuando sus ramas estaban cuajadas de pequeña flores, yacía a un lado de la fachada lleno todavía de oscuridad. Este temprano recuerdo de Proust me hizo sonreír y es que desde la última vez que leí En busca del tiempo perdido siempre me acuerdo de él; así es de fuerte la impresión que dejan algunas privilegiadas lecturas.



     La memoria, tan selectiva siempre, tiene sus particulares caminos por donde gusta pasear. Ayer Teresa Pàmies, hablando del profesor Aranguren, se refería a una expresión que a éste era cara: la memoria del corazón, de cuando se tienen muchos años y la vida nos trae repletos manjares del pasado cuando uno cierra los ojos mientras desde el jardín de casa contempla los últimos momentos del crepúsculo. Recuerdo perfectamente el rostro de este viejo profesor que con su hablar pausado y su compromiso social y político fue un referente en los tiempos posteriores a la muerte de Franco. Contaba cómo su ánimo se relajaba contemplando desde su casa la cercana sierra de Gredos. Era de Ávila. La memoria del corazón debía ser algo así como la memoria que uno se llevará, despojada de lo anecdótico, hasta el final de su vida como un especial tesoro personal. 

     Una hora demasiado temprana para estas cosas, pero... en fin recogí mis bártulos y bajé lentamente hacia el pueblo confiando en que mis piernas entraran en calor un poco más adelante. El silencio de los pueblos a esta hora de la madrugada siempre es un silencio  acogedor, uno se siente como si atravesara por el medio de un espacio privado  e íntimo.



     
      El camino enseguida trepa monte arriba y se sitúa en la cota más alta, una larga loma calcárea que cae a plomo hacia el sur y que al norte está cubierta por un lujoso hayedo tapizado de flores. Al norte, hayedo abajo, se encuentra el conocido bosque de Irati. En sus bosques, treinta años atrás, me surgen recuerdos diversos. Primero con mis padre acampando junto a las aguas del embalse de Iraidea, esos tiempos en que era posible ejercer de salvajes en el Pirineo sin que se presentase ningún guarda forestal a hacerte la puñeta. Había llevado a mis padres allí para pasar una semana pescando y viviendo en nuestras tiendas de campaña. ¡Qué gratamente recuerdo a mí madre atizando la hoguera con un palo, aislados, viviendo como los pioneros en medio de la naturaleza sin trabas, disfrutando del lago, de la noche, de nuestras largas tertulias junto al fuego ceremonial del final de la tarde! La larga experiencia de toda la familia viviendo los meses de verano junto al río Alberche se veía enriquecida con aquella vida de pioneros en los bosques de Irati.
     
     La otra imagen es de quince, veinte años después. Atravesábamos parte del Pirineo toda la familia, habíamos partido del Rincón de Belarús y, después de una larguísima caminata, habíamos llegado a los altos de Irati bajo el pico Ori; bajábamos abrumados por el cansancio y por el peso de la mochila; recuerdo que llegamos y sin decir ninguno nada caímos derrumbados por el cansancio: todos quedamos profundamente dormidos. Cuando nos despertamos un sol de ámbar bañaba el valle, era como despertar dentro de un bonito sueño, la luz bañaba nuestros cuerpos de naranja aterciopelado. Mientras poníamos las tiendas pudimos hacer un puñado de bellas tomas. Ahora mis hijos raramente salen a hacer largas excursiones en la alta montaña, más, hay alguno como Guille que ironiza sobre la cosa. Él se lo pierde, yo estoy muy satisfecho de haberles paseado a todos ellos durante toda su infancia y adolescencia por estas cumbres. Quizás ellos no lo sepan pero yo estoy completamente seguro que de que una parte significativa de su personalidad se forjó en estas montañas que yo siempre amé tanto, de la misma manera que una parte importante de la mía se formó en esos meses de verano que pasé durante mis vacaciones de verano viviendo una vida de salvaje junto al caudaloso río Alberche de mi infancia. ¿No debemos todos una parte esencial de nuestro yo a parejas situaciones? ¿De dónde me viene entonces si no a mí esta desaforadas ganas de vivir en medio de la naturaleza una parte importante de mi vida?

     Estaba tomando un piscolabis después de haber atravesado el espléndido hayedo que sube hasta las cimas de estas montañas cuando apareció un pastor y su perro. Tuvimos una discreta charla. Apacentaba ochocientas ovejas, se le veía bien con su ganado, era de Ochagavía. ¿Y eso da para mantener a toda tu familia?, le pregunté. No, no daba; su mujer llevaba una casa rural en el pueblo. Le hablé de mi hijo y sus cabras. No se le veía con ganas de cambiar de ocupación. Aquí se respira un no sé qué, me dijo, que hace que uno no piense en dejarlo.


     Después dormí una larga siesta a pleno sol, hacía un vientecito muy agradable. Cuando desperté ya todo era bajada, prados, hayedos, recoletos senderos que se perdían en lo umbrío del bosque. Ochagavía yace en una hondonada rodeada de bosques y prados en donde pastan las vacas.

     Estaba preparando mis cosas en el restaurante para marcharme cuando de repente un descomunal relámpago dejó temblando las vidrieras de la sala. El agua pegaba fuertemente contra los cristales. Bonito espectáculo para disponer mi vivac. Pregunté por curiosidad cuánto costaba una habitación; no era mucho, pero uno, que comenzó esta andada con la idea de darle el título de Vagabundo en el Pirineo, no se siente con ganas ni mucho menos de meterse así por las buenas en un hotel, un vagabundo es un vagabundo, y a mucha honra, sí señor. Cuestión de principios, que uno no es muy quisquilloso, pero tratándose de estas cosas es, si se quiere, hasta exagerado, así que a dormir a la puñetera calle, ya veré, y lo primero que me pasa por la cabeza es el pórtico de la iglesia, todas las iglesias suelen tenerlo. Y me pongo el traje de lluvia y me voy bajo el diluvio a  ver qué encuentro; y está el pórtico del ayuntamiento, pero es una especie de galería muy cuca, no quiero dar la nota, así que subo hacia la iglesia del pueblo y me encuentro con que aquello parece la suite de un hotel: bravo por el niño. En Navarra no es como los pueblos del Mediterráneo, aquí a esta hora ya no hay un alma por la calle. Hoy pues, duermo bajo las arcadas de la iglesia. Todo está extremadamente silencioso, sólo el repiqueteo del agua sobre el empedrado turba la noche.



3 comentarios:

Ignatius dijo...

¡Qué bien tenerte de nuevo en marcha!
Un abrazo pirenaico.

Alberto de la Madrid dijo...

Acaso pase por tu barrio allá por agosto.

Ignatius dijo...

Seras bienvenido!