Autóctonos e invasores





Cala de Roques Planes, Palamós, 20 de septiembre 


El despertador debía de llevar sonando un rato, me desperté desorientado sin saber donde estaba. Era un extraño paisaje, el lugar de mi vivac estaba intensamente iluminado en contraste con lo que había fuera de ese círculo de luz, oscuro e impenetrable. La luna bañaba aquel rincón del bosque. Eran las seis de la mañana. Sobre el cielo del camino alzaba sus brazos en alto la constelación de Orión que aparecía y desaparecía entre las copas de los pinos mientras la trocha que seguía zigzagueaba buscando la orilla del mar. Cuando llegué a él no había salido todavía de su profundo sueño, una débil luz apuntaba por levante por encima de un pequeño ejército de barquichuelas que se mecían blandamente en la bahía de Tanariu. 




El camino recorría la semioscuridad de los acantilados salvándolos en continuas subidas y bajadas que encuadraban a la izquierda, entre las sombras de ramosos pinos, un mar a punto de reventar como granos de una granada sobre el horizonte. 




La temprana mañana me reservó la belleza de una bonita cala para sentarme a desayunar, la de Pedrosa. Había dos durmientes en el porche de un pequeño chiringuito. Eran dos chicas alemanas muy jovencitas. Se os están pegando la sábanas, les dije. Estaban saliendo del saco y me miraron interrogantes sin comprender. It's late, traduje. Sonrieron. Estaban esperando a que les llegara el sol a los ojos. Parecían dos ondinas salidas del Crepúsculo de los dioses de Wagner. Éstas no guardaban el oro del Rhin, pero no lo necesitaban, ellas mismas eran dos bonitas pepitas doradas engastadas en el comienzo de mi segunda jornada de peregrinaje. Venían de Sant Feliu de Guíxols y caminaban hacia L'Escala. Nos despedimos enseguida. Eché de menos la cualidad que tienen los cuadros de un museo de ser mirados durante el tiempo que te venga en ganas sin que el cuadro se ruborice ni se sienta incómodo por la demora con que el posible observador se detiene ante él.




Poco más arriba me encontré con un cartel de medio ambiente en el que se daba cuenta de una campaña para erradicar unas determinadas plantas que estaba merendándoles el terreno a las otras. A las primeras las llamaban invasoras y a las segundas autóctonas. Programa de seguimiento de control de la flora invasora, se llamaba aquello; no, no me gustaba mucho la iniciativa, se parecía mucho a una especie de caza de brujas vegetal, había una cierta mentalidad nazi en el asunto. El nombre en catalán de la flor es bàlsam  (Carpobrotus sp.) y se trata de una bonita  planta que he visto frecuente en nuestras costas, sus hojas suculentas se extienden como un tapiz por suelos y taludes. Para más inri la otra planta perseguida era la chumbera, aquí llamada, parece, figueres del moro, de donde deduzco que el nombre de la cercana y populosa ciudad de Figueres debe tener sus débitos toponímicos con los higos. ¿Y si dejamos a la naturaleza en paz y que se las apañe ella sólita con el espíritu de supervivencia que engendra cada uno de sus habitantes? Además, quienes son los autóctonos y quienes los invasores? ¿Quienes son más autóctonos, los celtas, los íberos, los árabes, los descendientes de Rodrigo, Adán y Eva? Figueres viene del visigodo ficaris, en 1267 el rey Jaime I le concedió fueros; no entiendo nada de etimologías pero ficaris me suena claramente a higo, la higuera que tenemos en casa es una ficus carica. Donde quiero ir a parar es al reducto ese de lo autóctono del cartelito sacándole a los higos del moro una solera con que garantizar  la categoría de autóctono que la autoridades de medio ambiente del lugar quieren robarle para así condenarle a la extinción. ¡Oiga, que yo llevo en esta tierra más de un milenio, a juzgar por lo topónimos que lo testifican, hagan el favor...! Además, ¿qué coño voy a tomar yo de fruta mientras camino por la costa catalana si me dejan sin lo higos chumbos, esta mañana mismo que me di una hartada de ellos a la sombra de un pino? Cuidado, esta mañana iba preparado, no fue cómo en la isla de La Palma, que me precipité y me llené manos y boca de pinchos. Hoy fui delicado y educado comensal, saqué el tenedor y la navaja y me fui a recolectarlos uno a uno con aquellas herramientas, no se me ocurrió tocarlos. Se los toma con el tenedor , se busca una roca lisa y con la navaja de hace un pequeño corte transversa; después con la punta de la navaja se va desprendiendo toda la cáscara. Queda una sabrosa bola que cojo entre el índice y el pulgar para llevármela a la boca. Demoré allí un buen rato, no tanto como para que se me fuera el apetito y no comiera a gusto en Palamós un melón al pernill y una sepia a la plancha. 



Carpobrotus Edulis

Tras la comida no encontré otro sitio mejor para mi siesta que la playa, el lateral de una caseta de madera que me protegía de un fuerte viento que había empezado a soplar. Entré en el siesta como quien entra en el túnel del tiempo, me sumergí en otra época, soñé un montón, me despertó una voz que decía: vamos a tener lluvia. Jo, di un respingo, miré el reloj, ¡había dormido durante dos horas sin pestañear! Efectivamente, cuando me dormí un cielo azul ocupaba lo alto del mar, pero ahora, después de la siesta, el cielo amenazaba lluvia... ¡Qué cosas! Tardé en espabilarme, me preocupaba encontrar un lugar para instalar la tienda en las cercanías. Mientras iba pensando en ello me topé en la playa con el curioso espectáculo de una sesión de fotografías a unos recién casados, parecía que estuvieran posando para un largometraje, el fotógrafo y su ayudantes les daban largas explicaciones sobre la cara que tenían que poner, sobre las posturas que debían adoptar, les regañaba, se enfadaba con ellos, esperaba pacientemente a que ella, con el vestido blanco lleno de arena, pusieron esa cara de enamorada que cabe esperar de una novia en el día de su boda. Era un auténtico show que contemplaba regocijante una pequeña multitud desde distintos lugares de la playa. No, si es que hay gustos para todo. Seguro que en un par de años la cosa se ha esfumado. Tanta matraca me hace sospecharlo. Fue así en un casamiento cercano al que no terminé de asistir porque me horrorizaba la manera en que tenía que ir vestido y el lugar que habían elegido para celebrarlo, y es que a mí un tropel de excesivas estrellas me abruma. Ella debió de consumir una semana entera en las sesiones de peluquería. Uno no es que esté contra estas cosas, pero no me cabe en la cabeza que dos personas que se quieren tengan que someterse a una performance en medio del gentío, asistidos además por un despampanante fotógrafo que les obliga, como si de un director de cine se tratara, a actuar en toda regla a fin de ajustar el resultado a los estándares de novios contrayentes al uso. 





Tras hacer yo a mi vez algunas tomas de la performance, volví a lo que me preocupaba, la posibilidad de que lloviera por el noche. Lo consulté en la web, no, no había rastro de lluvia para el lugar. Encontré enseguida una pequeña cala solitaria en donde una pareja se hacía melosas carantoñas. Confié en que se marcharía enseguida, estaba empezando a oscurecer. Terminé quedándome solo, agradablemente solo junto a las olas. Hoy ya tengo quien me cante la nana, quien guarde me sueño de peregrino. 










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