Los abismos me dan temblaera



Valione di Venaus, 2 de septiembre 

Desde nada más salir de la tienda la gracia del sol se derramaba por los alrededores. Sólo el lago Vasuero yacía todavía en la sombra de una hondonada a mis pies. Me parece mentira este sol y este cielo azul sin una nube. Es el sol de un domingo de invierno por las calles de Madrid, tibio, acogedor, invita a una mañana de paseo. El camino lo pierdo varias veces, aquí las numerosas sendas que hacen la vacas lo confunden todo, pero no importa, enciendo el Garmin, que por cierto se ha repuesto muy bien de aquel día en que se me cayó al fondo del arroyo, y rectifico la dirección de mi caminata. Aquí la ladera es uniforme y se puede tirar por cualquier parte. 


Nada más entrar en Balme me encuentro un pequeño supermercado. Hoy no pasaré por ningún restaurante, enfrente mismo de la tienda me sentaré en un banco y haré un abundante desayuno comida. Tan abundante que me pasé, me costaba moverme. No obstante tres horas después, en los Lagi Verdi, a una hora del primer collado, hice otra parada para tomar un rato el sol y comer algo. 


No sé cómo funcionan otros cuerpos pero el mío no es nada regular, resulta a veces bastante caprichoso. Hay días que sube solo y otros que hay que empujarlo, del culo o de donde sea, como a Jorge Túa, que decía el otro día por aquí que la única chimenea que había subido en su vida era la del Yelmo y estando como estaba además gordito, necesitaba que le dieran un empuje por las posaderas porque si no por allí no subía. Así a mí algunos días por estos caminos, sólo que como yo no tengo ayudantes que me empujen cuesta arriba me tengo que apañar solo. De modo que, cuando es el caso, trato de hacer de tripas corazón y cuando no sube el cuerpo por propia voluntad lo hace empujándolo yo a fuerza de cabezonería; he tratado, como hacía aquel, de tirarme de los pelos para arriba para intentar levitar e ir más deprisa, pero en general no resulta. 


Así que paciencia e intentar  meterte en un ritmo, tratar de leer, cualquier cosa que te haga olvidar la gandulería con que hoy amanecieron tus miembros y tirar para arriba haciéndote el sordo. Eso hice hoy, enfrascarme en los relatos de Alice Munro hasta terminar el libro en el mismísimo Passo Paschiet. Lo malo es que ahí no terminaban las subidas, ahora había que bajar doscientos metros de desnivel y alcanzar un segundo collado, el Col di Costa Florita. Antes de comenzar la ascensión al segundo collado había un apetecible prado con un arroyo que cantaba las nanas a su lado, era una tentación. Miré la hora, algo más de las cuatro. Me pareció muy pronto y decidí seguir hasta el Col de Costa Florita. Allí había también un pradito precioso para mi tienda, pero en este ocasión tropezaba con un problema y era que el abismo que se abría hacia el otro lado era tal de quitar el hipo a cualquiera, de esos que dejan las piernas con ligero temblor de incertidumbre y temor. Mil quinientos metros de desnivel que se resolvían en cortados de rocas y en empinadas pendientes de hierba. Cuando tengo por delante un descenso de esas características nunca duermo tranquilo si lo dejo para el día siguiente, tener en expectativa algo incierto me desvela. Un camino de esos que hay que bajar pisando huevos y con todos los sentidos en alerta, eso era lo que tenía en perspectiva. El espectáculo de las montañas de los alrededores y el boquete que se abría bajo mis pies era bastante espectacular. Hice el primer tramo con mucho cuidado y llegué a otro espolón herboso que se adelantaba hacia el valle como una decidida proa de barco. Después vino un segundo espolón más abajo y una nueva posibilidad de poner la tienda. Creí que hoy se me haría de noche en el camino, el sitio era bueno, pero todo seguía estando demasiado vertical para dejarlo en la incertidumbre. Terminé llegando a un bosque de abetos donde sería imposible encontrar un lugar, eran las siete de la tarde y me quedaban setecientos metros de desnivel para llegar al fondovalle. En uno de lo giros que hacía el camino otro sendero se incorporaba al principal, no estaba muy inclinado y tenia forma de U de modo que del lado del vacío un pequeño montículo actuaba de quitamiedos. Allí instalé mi tienda, de mala manera pero era un lugar seguro frente a un camino que en todo momento era sumamente estrecho y estaba muy expuesto en una pendiente en extremo inclinada. 


Estoy muy cansado. Entre la piedras del sendero he logrado colocar mi colchón de aire de manera lo suficientemente razonable como para poder dormir cómodamente, pese a que el colchón hace ya días que cuando llega la mañana ha perdido la mayoría del aire.

Me hubiera gustado dormir con la puerta abierta, hace mucho que no veo las estrellas, pero hace frío. Sobre mi tienda a oscuras se reflejan grandes manchas claras que deja la luna al través de las ramas de los árboles.






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