Variaciones sobre un mismo tema: el Naranjo de Bulnes




Puente Poncebos, 1 de noviembre de 2014

Hoy tengo el cuerpo más tocado de lo habitual después de casi diez horas de caminata. Mi apresuramiento por darme una vuelta por los alrededores del Picu antes de que el mal tiempo terminara por llegar estaba totalmente justificado. Desde que salí de casa, hace ya dos semanas, apenas había visto una nube que no fuera por debajo de mí adormecidas como niños pequeños a los pies de las montañas. Abandoné el todoterreno a las seis de la mañana con las prisas de quien quiere saludar a un lejano amigo de la infancia antes de que éste desaparezca en la nada, en mi caso en la nada de la niebla. La noche era cerrada y tremendamente oscura, estaba cubierto. No había más cáscaras que llevar el frontal encendido. A mi derecha, bajo el despeñadero que se abría junto al camino, en lo profundo de la canal sonaba impasible el río solitario; el río no hace distinción entre la noche y el día¸ no duerme; acaso dormite un poco después, cuando llegue al llano, pero no ahora; ahora es la única música que acompaña al caminante.


Llegué a Bulnes cuando empezaba a amanecer, las nubes estaban agarradas a las montañas, indecisas todavía sobre cuál habría de ser su papel a desempeñar en el día de hoy. Me dirigí al collado de Pandébano con la idea de cumplir un itinerario circular; desde allí iría a Vega Urriello, bajo la imponente pared oeste del Naranjo y después descendería por la solitaria y empinada canal de Camburero. El Picu se dejó ver pero casi casi a regañadientes. Nada espectacular. Además aparecía a contraluz lo que le daba un aspecto plano y poco interesante. Desde donde subía, con buena luz hubiera necesitado esperar a la tarde para sacar alguna buena fotografía. En fin, ya me daba con un canto en los dientes sólo con que pudiera llegar a verlo entero. Parece que subir a Vega Urriello desde Puente Poncebos es poco corriente; toda la gente que me encontraría después subía desde Sotres, bastante, que para eso era sábado. Nada en especial la ascensión, una vez arriba el Picu se dejó ver a ratos, así que enseguida enfilé hacia el sendero de vuelta esperando que desde esa perspectiva pudiera hacer alguna fotografía algo decente si se despejaba. La canal de Camburero resultó un magnífico itinerario de regreso, primero envuelto en la niebla y más tarde, cuando la niebla quedó sobre mi cabeza, ya despejado a ratos. Me tomé una cerveza en Bulnes y después pensé en coger el funicular, pero los diecisiete euros del trayecto para ahorrarme un recorrido de cincuenta minutos me pareció un derroche de dinero, más pensando que la subida la había hecho totalmente a oscuras.



La lógica de la escritura impone una coherencia en el tiempo y en el espacio que raramente se da en el pensamiento o las emociones, que son ambulantes y que se rigen por dominantes que nada tienen que ver con un hilo conductor único. Intentar lo primero, una lógica y una continuidad, es frecuentemente un error porque priva al que relata de la frescura con que el material le viene a las manos o a la cabeza. Pienso que el tipo de relato ideal es aquel que es capaz de hacer de lo que se cuenta algo interesante esté o no vinculado a una continuidad o a un asunto concreto. Ayer hacía memoria aquí de algunos recuerdos en torno a mis excursiones por Picos de Europa. Tengo un saco de ellas rondándome por la cabeza, en uno de ellos mi hijo mayor, Guillermo, apenas había aprendido a andar, tendría un año y medio, cuando ya estrenaba su currículo montañero camino de Vega Redonda. Acampábamos junto a los lagos del Enol y la Encina. Guille entonces era Bolita de Nieve debido a un conjunto de abrigo de ese color con el que le abrigábamos cuando venía el relente de la noche, parecía enteramente una bolita; le recuerdo pidiéndonos clemencia cuando lo bajábamos del macuto en el que lo llevábamos y nos empeñábamos que anduviera un poco más, poco más o menos como haría él muchos años después con su hija Ainara. Así empezó a curtirse en las cosas del monte este nuestro primer hijo, que ya recién nacido dormía en invierno con las ventanas de par en par y que pasó el sarampión tirándose bolas de nieve con mis alumnos de una escuela unitaria de un pueblecito de Asturias. Así de pequeñín bajó por la canal de Trea y subió cumbres de distintas partes de España.


Recuerdo muchas historias de Picos, sin embargo, cuando pienso en el Naranjo de Bulnes, en mi caso sucede como en esas historias cruzadas donde continuamente asuntos y hechos diferentes se entremezclan. De todos modos de entre todos los recuerdos relacionados con estos lugares el que más quedó grabado en mí, pese a que no lo viví directamente y sólo lo seguí a través de los medios de comunicación, fue un rescate tras el fallido intento de primera ascensión invernal a la Oeste del Naranjo de Bulnes. Fue en los años setenta, la cordada Gervasio Lastra y José Luis Arrabal, conocido entre sus compañeros de montaña de Madrid como el Miembro, quedaron atrapados por el temporal muy cerca de la cumbre. Fue un hecho notorio a nivel nacional. Al final, tras el rescate, José Luis murió a consecuencia de una neumonía. Era un hombre apreciado entre nosotros, yo le recuerdo como un punto diminuto diminuto cargando con un enorme macuto subiendo por las empinadas pendientes de Fuente Dé. Era un purista y se negaba a coger el teleférico, pese al poco tiempo de que disponíamos, sólo el fin de semana, para hacer alguna ascensión en la zona. Verle desde lo alto del teleférico solo a cuestas con todo su material de escalada es una imagen que perdura en mí como si fuera de ayer mismo. Aquella semana interminable, que para mí eran días de trabajo en la oficina de un banco, viví todo lo que sucedía en torno al Naranjo con una enorme intensidad dramática. Aquel hombre, que por entonces tenía la misma edad que yo y que estaba viviendo parecida pasión por la montaña, me producía una gran admiración.













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