En La Mancha hace un frío del carajo



Almansa-Alpera, 17 de marzo de 2015

A las seis de la mañana una niebla ligera campaba por las calles de Almansa dando un aspecto casi fantasmal a los dos o tres viandantes con los que me crucé. En esta ocasión, preocupado por aligerar mi equipaje al maximo, me quedé corto. Me veo obligado a usar mis calcetines de lana de repuesto de guantes. Llevo toda la ropa que tengo encima y aun así tengo frío. Con los años me voy haciendo cada vez más friolero. El gps trabaja bien en  un laberinto de calles que debo atravesar antes de salir a la carretera. Me siento muy cerca de ocasiones similares hace un par de años cuando recorrí el Camino de la Plata en invierno, siempre las seis de la mañana lloviera o cayeran chuzos de punto, la hora virginal. Las seis de de la mañana era la hora ritual para dejar un albergue, un pueblo, para sumergirme en la oscuridad del campo. Hora virginal porque siempre hay en la hora que precede al alba un nosequé, como rastros del comienzo de mundo. No exagero. Cuando las luces del pueblo se extinguen a tus espaldas y comienzas a caminar en la oscuridad absoluta, en un silencio que sólo se rompe por el rumor de tus pasos  siempre se tiene la impresión de que algo misterioso y mágico está sucediendo. Unos instantes en que no suelo usar la linterna en el ánimo de no espantar la delicada tersura de la noche sobre la que mis pies pasan con la esperanza de recoger de aquí y de allá algún manojillo de sensaciones. Luego, lentamente, ahora a mitad de marzo cada vez antes, las primeras luces se irán deshaciendo como azucarillos en la madrugada alumbrando poco a poco, palmo a palmo, cada uno de los rincones del mundo; primero el horizonte, después las oscuras lomas, más tarde, el camino, que apenas era una mancha de tinta frente a mí se hará de café con leche. Hoy la niebla no esperó a levantar con el sol, la deje atrás acaso atracada en una hondonada. 



A la vera del camino pronto aparecieron los almendros en flor y las tierras ocres enrojecidas por un sol indeciso que asomaba sobre las copas de una hilera de pinos como a regañadientes de que le hubieran sacado de la cama a una hora tan temprana. 

Carajo, qué friolero me estoy volviendo, pienso después de haber dado los buenos días a un aldeano que se cruzaba conmigo apenas abrigado totalmente ajeno al frío que yo sentía. 



El paisaje está bonito esta mañana; delicados sienas,  tierra roturada con un espeso ocre, laderas que circundan la sierra de Malagón, tierra de jabalíes y conejos alternando en los bajíos con la lechada calcárea de los cultivos. Mis lecturas matinales, la novela que se me escapa de continuo con sus saltos en el tiempo y en el espacio, la línea de un tren de alta velocidad sin protección ninguna que me hace pensar en una novela de Susan Songtan, En América, en donde la autora hace digresiones sobre el gran éxito y uso que tendría un supuesto pozo en donde los viandantes pudieran precipitarse y perder la vida instantáneamente, algo así como una boca de metro en plena Quinta Avenida de la ciudad de Nueva York. ¿En qué cosas piensa uno, ¿verdad? A la leche que pasaron dos trenes mientras circulé junto a la vía, en el tren ni se enterarían si alguien hubiera decidido hacer uso del servicio ferroviario para quitarse la vida. Un poco desagradable desde luego sí sería, mucho más que el pozo de Susan Songtan, y no para el muerto que no tendría tiempo de enterarse, claro. 




Mientras tuerzo a la derecha para coger un paso elevado que me lleva a la otra orilla de la vía del tren, los personajes de mi novela se enzarzan en una discusión bizantina sobre la concordancia o no que hay entre el personaje que nos empeñamos en representar en la vida, el personaje que quisiéramos ser y el que realmente somos. Curiosa opereta que representamos toda la existencia sin llegar a saber nunca a ciencia cierta quién o qué realmente somos. Se hace un esfuerzo general por ahuyentar este tipo de cuestiones que de tanto en tanto vienen a revolotear sobre nuestras cabezas como un abejorro atrapado frente a un gran cristal. En mi casa no es raro encontrarse a alguno de esos abejorros inanes, muertos junto con cristal después de haber intentado durante días zafarse de la trampa del vidrio. Aquí nadie se muere dándole vueltas a un problema metafísico o intentando dilucidar quien sea uno, pero sí es cierto que es un asunto mucho más interesante que hacer crucigramas o sopa de letras. Bueno, al menos eso creo yo. Hay quien se conforma con saber que él no es otro que ese que se nombra en su documento de identidad o que ve reflejado en el espejo por la mañana mientras se afeita. Tal certeza no es que sea una prueba de verdad en absoluto, ya que el yo es algo bastante más complejo que el careto que vemos en el espejo, pero sí es cierto que hay mucha gente que no se pregunta en todos los años de su vida por tales cuestiones y no pasa nada por ello. Probablemente la culpa de la complejidad del mundo la tengan los filósofos, esos tíos locos que se pasan la vida mareando la perdiz con cosas tan abstrusas como el ser, la esencia, la cosa en sí, cuestiones todas con las que no se come ni sirven para aumentar nuestro salario. 

Oiga, ¿usted quién es? ¡Hombre, yo soy Paco! Ya, pero aparte de eso... Una conversación imposible. 



En Alpera el ayuntamiento ha acondicionado la antigua casa del médico como albergue y local de usos múltiples. Todo nuevecito pero frío cómo no puede ser de otra manera en una casa cuyo último peregrino que la habitó lo hizo el veintiuno de octubre del pasado año. Tras la siesta paso la tarde envuelto en una manta junto a un pequeño calefactor. 

En La Mancha hace un frio del carajo.




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