Seis kilos y medio


El Chorrillo, 25 de marzo de 2015

Los años alimentan en uno cada vez más la idea de ir reduciendo el equipaje vital. En este caso es algo más modesto, se trata de la mochila que preparé esta misma tarde para vivir por ahí durante un mes: seis kilos y medio de impedimenta. Pero no es sólo la mochila, sesenta y siete años que estoy por cumplir no son demasiado quizás para ir pensando en estas cosas, pero es el caso que este tipo de cuestiones me visitan ya con cierta frecuencia. El hecho de ir acumulando años por fuerza ayuda a ir simplificando la aparente complejidad de la vida. Estando cada vez más cerca de la realidad primera, esa que nos enseña el haiku aquél  “Esto es todo lo que hay/ el camino acaba entre el perejil”, el organismo empieza a ir soltando lastre consciente de la escasa necesidad de gran parte del pesado equipaje que hasta ahora hemos arrastrado durante décadas. Lo notan mis neuronas, mi cuerpo entero, ese "ligero de equipaje" (ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar), es una de las cantinelas a las que de continuo me remiten mis largas tardes de contemplar cómo el crepúsculo se desvanece frente a mi ventana sobre la lejana sierra de Gredos.




Después de comer miré el tiempo de Alpera, el pueblo donde retomaré mi Ruta de la Lana mañana mismo, y me encontré con que había mínimas de bajo cero. Ello me llevó a considerar meter alguna ropa de abrigo de más, pero en el momento de llenar el macuto, cambié de idea, me pudieron las ganas de aligerar mi impedimenta pese al frío de los días siguientes; y así opté por buscar en el desván el macuto más pequeño que tengo. Deseché el colchón de aire, reduje a la mitad algunas cosas más de mi equipo y eché a continuación una mirada a la lista: no era posible que después de terminar con ella todavía tuviera más de un tercio del macuto vacío. Pero sí, al final seis kilos y medios es todo lo que necesito para atravesar La Mancha, recorrer la provincia de Cuenca, llegar a Burgos y desde allí dar un salto hasta la orilla del Cantábrico, y eso si todavía no se me antoja hacer el Camino Primitivo hasta Santiago. Me produce una grata satisfacción tomar el macuto, subirme al peso y comprobar que la aguja se detiene en el seis y medio, mi record para esta época. Tengo otra marca mucho mayor, cuando hice el GR-7 entre Tarifa y Andorra, el tramo de la Comunidad Valenciana lo cubrí con un peso de cuatro kilos; en aquella ocasión era pleno verano y ni siquiera me molesté en meter el saco de dormir en el macuto. Cuando llegaba la noche me tumbaba sobre el bendito suelo y dormía, y un par de horas antes del amanecer encendía mi linterna, me vestía y emprendía mi jornada de andarín. Dando la vuelta a Ibiza llevaba un equipaje similar, medio kilo más, sólo que allí, una noche sobre unos espléndidos acantilados, me despertó la tormenta a la una de la madrugada y tuve que aguantarla casi como mi madre me trajo al mundo; fue la noche del loro, ni un pequeño cobijo, ni un árbol, nada. Se trata de uno de mis mejores recuerdos de vagabundo trotamundos.


Estos días andamos también en casa preparando nuestro próximo viaje alrededor del mundo que queremos comenzar antes de que termine la primavera. Pues me sucede lo mismo, sueño con poder caminar por el planeta con lo puesto y muy poco más. En uno de los últimos largos viajes que hicimos Victoria y yo hace tiempo, seis meses viajando por la Estepa Rusa, Asia, el Himalaya y Medio Oriente, la mitad de nuestra mochila eran libros y carretes de Kodakrome; era impensable pasarse medio año sin libros y sin hacer fotos. Hoy, sin embargo, quince años después, con las nuevas tecnologías los libros y el soporte de las fotografías caben sin problemas en un aparatito de cien o doscientos gramos. Atravesar océanos, desiertos o selvas con esa sensación de ligereza es uno de nuestros retos más significativos. Si se te rompen las zapatillas te compras otras, si hace frío buscas en un mercadillo un jersey que regalas cuando llegas a una zona cálida, y así tantas cosas. He visto por el mundo o por los caminos de santiago a tantos viajeros jóvenes, viajeras casi siempre, cargados con tan monstruosas mochilas que siempre me han dado un poco pena cuando les he visto tener que atravesar bajo el diluvio del monzón alguna frontera o alguna calle en busca de un alojamiento. Uno aprende mucho viendo desenvolverse a la gente corriente en otras partes del mundo: la pachorra con la que viven bajo los diluvios monzónicos en India es uno de esos espectáculos que te ayudan a comprender que no sucede absolutamente nada si tienes que vivir bajo una tromba de agua algunas horas; pero todavía más, que no sucede absolutamente nada tampoco si te mueres. Si te mueres te cubren de flores, te llevan junto al Ganges, te ponen sobre una pila de troncos y te queman; los niños mientras tanto jugarán con su pelota junto a tu cadáver y los mendigos pasearán sus platillos de aluminio para la limosna entre los viandantes. Al día siguiente tus cenizas flotarán en la corriente del río camino del mar, nada más que eso.


Se ha escrito mucho sobre las ventajas de llevar una vida sencilla pero como somos cabezotas sin remedio se nos olvida y preferimos correr dando vueltas a la noria tras cualquier juguete que nos pongan delante. En fin ca uno es ca uno. Hay quien encuentra la paz y el reposo de su vida subido a un columpio y oyendo cómo los gorriones arman una escandalera de mil demonios a su alrededor, mientras que otros no saben vivir si no es con una muy voluminosa cuenta corriente. Una de las cosas lindas de la vida es la posibilidad de que cada uno pueda elegir lo que más le venga en ganas a su ánimo. Lo que la vida pueda regalar o no a cada uno eso ya es otra cosa, eso ya no es algo que se obtenga de manera totalmente gratuita. No hay manera de disfrutar de una buena experiencia si uno no se moja el culo. 

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