En el macizo de Kackar


Barhal, Macizo de Kackar, Turquía, 9 de agosto de 2015

Hoy era todo silencio, ni aunque me estuvieran despellejando se podría haber roto aquel sopor de siesta. Silencio claustral en una habitación inundada de calor, la ventana abierta, un grupo de hombres bebiendo ritualmente té a la sombra a pocos metros de allí. Un bungalow no es una estructura propicia a los terremotos, así que además del silencio había que moverse delicadamente como las culebras cruzando el asfalto, como quien susurra entre dientes una oración que debería ser recitada a gritos. Era después de la ducha de agua fría y ahora el sudor corría por toda la piel como si aquello fuera una sauna. Un trenzado de silencio, calor, húmedad, de siesta no exenta de alboroto se tejía tras la hora de la comida.

Eso era después de comer, después de una larga caminata por el valle de Barhal que había comenzado antes de que cantaran los gallos. El macizo de Kackar es una bella cordillera de casi cuatro mil metros que crece entre barrancos e hinchados ríos y que en sus valles alberga pequeñas aldeas perdidas entre las montañas. Se encuentra en el extremo noreste de Turquía, cerca del mar Negro a muy poca distancia de la frontera con Georgia. A una de estas aldeas ascendimos hoy; Naznara es su nombre, unas pocas casas colgadas de las faldas de la montaña. Años atrás un voluntarioso había señalado de rojo y amarillo un caminillo que sin señales habría sido imposible seguir. Por él tiramos atravesando pequeñas aldeas semiabandonadas pero donde todavía quedaba algún vecino para orientar a los viajeros un punto donde el camino desaparecía entre la maleza. Tardamos en localizar la voz que con toda seguridad se dirigía a nosotros. Se trataba de un anciano que desde la ladera opuesta se empeñaba en mostrarnos el camino correcto, una acequia oculta por un granero a nuestra derecha. Al poco pasábamos junto al anciano sentado en una banqueta baja frente a un té. Era muy temprano, pero ahí estaba solo contemplando la mañana. Siempre me han intrigado estos ancianos y ancianas que me he encontrado en pueblos perdidos de España o los Alpes cuya vida parece consistir en contemplar el espacio, los pájaros o un trozo de paisaje frente a sí, un paisaje siempre el mismo durante todos los años que les quede por vivir. El anciano de esta mañana era un hombre alto y activo, lo mostraba la forma de moverse. Si le hubiera valido seguro que nos hubiera acompañado un buen trozo de camino. Un poco más arriba perdimos el rastro de las señales, durante media hora fuimos de acá para ya tratando de averiguar por donde continuaba aquello con la ayuda de las imágenes del mapa que habíamos rescatado el día anterior del Google Earth. Al final tiramos por donde el sentido común nos indicaba. Llegamos a destino sin la ayuda de las señales.

Hubiéramos querido hacer una ruta de un par de días, lo que nos obligaría a llevar un macuto excesivo. Acordamos subir hasta una de las aldeas en un todoterreno y hacer la segunda jornada de la ruta circular a pie. Pero cuando a la noche vimos el pronóstico del tiempo cambiamos de opinión. En estas montañas, sin un mapa, sin caminos en muchos tramos y sin un track con que alimentar el gps es mejor no arriesgarse. La poca gente que sube por aquí viene de la mano de alguna agencia que corre con la organización del recorrido recurriendo a guías, a mulos de carga para trasportar las mochilas. No existe nada que pueda parecerse a un refugio al uso de Pirineos o los Alpes. Así que hay saber bien dónde se mete uno. De modo que nuestra excursión al lago Karagol, bajo la espigado cumbre del Didvake quedó aplazada para la siguiente reencarnación. De haberlo sabido antes estas montañas se habrían merecido una visita en aquellos años jóvenes en que eramos capaces de cargar con la comida y la impedimento de dos semanas (¡benditos años aquellos en que no teníamos un duro pero sí la fuerza para hacer estas cosas!)

Es domingo. Cuando deshacemos nuestro camino, en las cercanías ya de Barhal donde nos hospedamos, nos encontramos con varias familias jóvenes que buscan un lugar junto al río para pasar el día. Ellas, todas, de rigurosos negro con sólo el rostro al descubierto. Hay que atravesar un puente de troncos sin desbastar donde es fácil dar un resbalón y caer al río. Ella atraviesa el puente con un niño de tres años, él va recorriendo la otra orilla un centenar de metros más adelante. Ella termina de cruzar, baja al niño, lo lleva de la mano. Por mucho respeto que tenga por la manera en que cada cultura organiza la vida de la familia, de las parejas, de la mujer, se me hace muy difícil aceptar la vida de muchas mujeres en el mundo musulmán. Día de fiesta. ¿Nos vamos a la montaña y comemos con los niños a la orilla de un río? ¿Pero se puede ir así a corretear con tus hijos por las orillas de un riachuelo disfrazada de monja? Una sociedad como la mahometana en donde hombres y mujeres se relacionan en un plano de desigualdad tan grande es difícil de aceptar. En un país laico como Turquía la diversidad que ofrece la calle, sobre todo en las grandes ciudades es variopinta, no llama la atención una chica vestida al modo tradicional junto a otra con un principio de minifalda, y precisamente por ello es este contraste que ves en la calle el que te hace ver más la condición de la mujer. 

Esta tarde mientras comenzaba estas líneas atravesó la aldea una numerosa caravana de coches tocando el claxon. En mitad de la comitiva iban los novios. Miré el rostro de ella cuando pasó delante. Sonreía levemente, castamente. Quizás fuera la única mujer en aquella ruidosa comitiva. 

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