Junto al mar

Gillespies, Nueva Zelanda, 11 de febrero de 2016
El mar brama a nuestros pies como un ser antidiluviano clamando con las fauces llenas de espuma por arrasar a todo bicho viviente que se le ponga delante. Fuerza salvaje en cuyos brazos me he adormilado después de un bien regado almuerzo. El vino de este país me tiene loquito, me deja el cuerpo tan suave como si hubiera salido de los templados brazos de un cuerpo de leche y hubiera sido depositado blandamente a continuación sobre la graba de la playa; donde inevitablemente me adormecí envuelto por el fragor de las olas. Placeres elementales propios de los héroes homéricos en aquellos interludios en que no teniendo que romperse la crisma rescatando Helenas o salvando la piel de los mil peligros que el Hades ponía por medio dedicaban su vida al buen vivir de zampar buenos asados envueltos en el espeso y rojo vino de Creta. Hoy además porque sí y sin que mediara ningún esfuerzo especial en honor del cual libar el fruto de la vid ya que nuestro único esfuerzo fue hacer un recorrido de una hora hasta las proximidades del glaciar Fox, una romería turística para contemplar cuál puede ser la vida y la muerte de un glaciar.
Los glaciares también mueren, parece, éste languidecía en lo alto de un despeñadero dando testimonio de lo efímero de la existencia. Era curioso, la crónica escrita del glaciar que los responsables de medio ambiente habían desplegado en los paneles informativos sólo hablaban de su constante muerte anunciada. Aquí llegaba el glaciar en 1750, rezaba un cartel, casi una hora larga de camino antes de alcanzar los seracs en donde actualmente se desploma su frente más avanzado.
Los glaciares en retroceso y la erosión de los altos valles alpinos son un magnífico reloj que con el tic tac de su manifiesto cambio nos hablan salvajemente y con dramatismo de que no hay nada firme sobre la faz de la tierra, todo se desgasta, todo cambia y se dirige a un final para acaso renacer en otra cosa. Sólo los humanos, algunos muchos, piensan que hasta mucho después de que nuestros huesos sean harina seguiremos aquí o en el cielo viviendo por encima del bien, del mal y del tiempo. Esa es la enfermedad derivada de tener uso de razón. Razonamos y la razón nos vuelve tan irracionales que somos incapaces de concebirmos convertidos en simple cenizas. Si estos glaciares y estas montañas tuvieran una pizca de razón seguro que el noventa por ciento de ellos la emplearían en inventarse una religión que hiciera que sus hielos permanecieran incólumes por siglos de los siglos junto a sus amadas montañas. Y si todavía tuvieran un poquinín más de inteligencia entonces fabricarían algún dios que pusiera a buen recaudo sus hielos por los siglos de los siglos. Pervivir está tan íntimamente incrustado en la naturaleza de los seres que no sería raro que rocas y hielos pudieran llegar a contagiarse de cierto deseo de eternidad.
Tiene siempre una incursión por los paisajes alpinos o del Himalaya un nosequé de mensaje teológico o metafísico del que es difícil zafarse. El caos de las morrenas, la inestabilidad ciclópea de los seracs, altos como edificios de varios pisos, la desolación que dejan tras sí, las laderas arañadas, desnudas, arrasadas, el orgullo de las cumbres a las que se les van quebrando poco a poco los pies como a gigantes amenazados de quedar sin base donde sostenerse. Todos estos paisajes hablan de todo menos de estabilidad, esa estabilidad que queremos ver en las cosas, en la historia alrededor nuestro es siempre pura ficción. La lenta y continúa transformación de la naturaleza y, por supuesto, de nosotros mismos, de nuestra sociedad, hace que su lentitud nos confunda de parecida manera a como nos confunde el sol haciéndonos pensar que es él el que da vueltas alrededor nuestro.
La música del mar entreverada con el bronco, y como de tormenta lejana, sonido de una tuba gigante acompaña la tarde. Hemos caído en un lugar llamado Gillespies, cerca de una antigua mina de oro actualmente abandonada. Una hermosa desolación se extiende a nuestro alrededor. El mar y una larga playa de guijarros cuyo final no alcanzamos a ver es todo lo que nos rodea; sí, un pequeño prado donde instalaremos la tienda para pasar la noche. Por demás desde nuestra playa se ven espléndidos como dos enorme gigantes las cumbres del monte Cook y del Tasman, ahora desde el lado opuesto a días pasados.
Nuestro balcón sobre el atempestado mar con sus enormes olas y sus encajes de nieve rompiendo contra los cantos rodados de la playa será dentro de un rato miradero del final del día y del posible espectáculo que llegará con el crepúsculo.

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