Kata Tjuṯa: El Camino del Viento

Kata Tjuṯa, Australia Central, 25 de marzo de 2016
¿Cómo explicar una emoción o dar al menos una idea aproximada de su razón de ser? No siempre las emociones se perciben con la claridad con que hoy aparecieron en el umbral de mi percepción después del amanecer cuando empezábamos a recorrer el Valle del Viento en los Kata Tjuṯa. Es un misterio eso de que la emoción brote así de repente como un breve manantial cantarín  en el interior de tu sistema neurálgico. Había amanecido hacía un rato sobre el miradero oficial de los Kata Tjuṯa y el Uluru, éste último más lejos esta madrugada coronado por la aureola del sol que esplendía derramando el dorado de sus rayos por los bordes del inmenso monolito, habíamos vuelto a subir al coche para aproximarnos al comienzo del Track of the Wind, y empezado a caminar frente a los rojos monolitos que teníamos delante. El sol pintaba ya las paredes del rojo fuego y el sendero zigzagueaba entre arbolillos y matas bajas de color verde azulado que crecían en medio del verde otoñal de altas hierbas y de pronto, como si se hubiera roto el pequeño dique de algo que andaba por dentro agitándose, la emoción se derramó cristalina por mi interior. El momento no duró más de cinco minutos pero fue tan fresco, tan cálido que fue necesario detenerse y cerrar los ojos para saborear la plenitud de este momento de gracia.
Esta mañana Victoria me había visto muy excitado, primero corriendo camino arriba donde un numeroso grupo de gente esperaba ver despuntar el sol sobre la muralla rocosa del Uluru y a donde me parecía imposible llegar antes de que el sol se asomara e hiciera imposible esa fotografía que tanto deseaba, después en el aparcamiento porque no quería desayunar temiendo perder la fuerza de esos colores tempranos con que el sol dora estas bellas prominencia de conglomerados por unos minutos. Sí, estaba excitado.
Luego me diría que acaso tuviera que ver en ello esta larga peregrinación que nos traemos desde que hemos dejado la costa, cuatro o cinco días atravesando el desierto simple, ardiente, interminable frente al volante del coche. Habíamos cumplido con el rito del peregrinaje y ahora, tras las expectativas y las largas horas de carretera nos encontrábamos al fin ante el anhelo cumpliéndose, delante de nosotros la tierra dorada de los ancestros de algún pueblo primigenio que vivió aquí la magia de un acontecimiento primordial. E imaginaba las primeras escenas de la película de Kubrik, 2001 La Odisea del espacio, donde unos primeros homínidos danzaban desconcertados ante una forma cúbica negro mate que acaso podría representar el momento de la eclosión definitiva de este universo donde vivimos.
Acaso llegar a este punto habría sido imposible con un rápido vuelo desde cualquier lugar del mundo a un lugar como éste. Aterrizar en el centro del desierto sin haber vivido la peregrinación, el calor, el anhelo, la espera, el cansancio, la sed y perderse por los senderos de los antepasados de los aborígenes que convirtieron estas montañas en lugares sagrados y de peregrinación, puede ser un hecho bastante inocuo. Pretender que para vivir y sentir determinados paisajes basta con comprar un tour en la agencia de viaje próxima a tu casa y embarcarse en un avión es un error. Y para demostrarlo basta mirar a los rostros de muchos turistas con los que nos cruzamos estos días. Además, hay que tener algo de visionario, pienso yo, para entrar en una mínima relación con los paisajes que visitamos. Ayer, en el Kings Canyon nos encontramos con una pareja de catalanes que viajaban con su hija. Charlamos un rato mientras hacíamos el sendero que llevaba al Jardín del Edén, un precioso y acogedor rincón del cañón. Habían pagado por un viaje de dos semanas veinte mil euros y la agencia les había llevado de acá para allá del país. El día anterior habían estado en el Uluru: no les había gustado, sólo habían sido capaces de ver en ello una piedra roja; hacía mucho calor en esta parte del mundo; estaban deseando llegar al hotel para tomarse un par de cervezas. Está muy claro, para ver determinados paisajes y vivir con intensidad el viaje a veces se necesita una cierta clase de santificación que sólo conceden la fatiga, el cansancio, la refinada experiencia de ver el mundo a través de los ojos llenos de luz. Vamos, tener algo de visionarios.
¿Quién desde una mentalidad primitiva que habitara este enorme desierto y llegara un día con el crepúsculo ardiendo a las cercanías de estas montañas refulgiendo en ese instantes como una inmensa hoguera, podría zafarse de la idea de que aquello no podía ser más que la beatífica manifestación de los dioses que crearon el mundo?
Acaso Australia en su conjunto no sea un destino turístico de primer orden, yo creo que no lo es, pero aunque sólo fuera por esta magnífica manifestación de la naturaleza ya merecería la pena visitarla. Para la otra vida, mi próxima reencarnación, para la que ya voy acumulando proyectos, dado que una sola vida no da ni para la cuarta parte de lo que uno quisiera hacer, tendré motivos suficientes para volver a Australia, ya que me propongo desde ya mismo aprender a bucear. Para entonces la Gran Barrera de Arrecifes será un destino a tener en cuenta.
Cuatro horas nos ha llevado recorrer el Camino del Viento. Ahora descansamos junto al aparcamiento aprovechando una ligera brisa que sabe tan rica o más que una espumosa y fría jarra de cerveza.

No hay comentarios: