Santo Domingo de Silos


Santo Domingo de Silos, 29 de diciembre de 2016


El claustro, los capiteles, la sencilla arquitectura del Monasterio de Silos, añaden poco a la jornada de hoy. No son para el peregrino estas visitas guiadas. Cada vez soporto menos esta clase de turismo. Soy egoísta, querría el monasterio para mí solo, un claustro donde el ruido del agua de la fuente fuera la música que alimentara mi soledad y mi cansancio de hoy. Me aburre la perorata plana del guía, me alejo buscando entre los capiteles algún motivo de mi interés. El añoso ciprés que preside el lugar parece un viejo personaje que soportara mal este siglo de turistas. Desde su señorial estiramiento el ciprés mira la escena con la condescendencia de quien ha vivido mucho y se ve obligado a convivir con las banalidades de nuestro siglo. Adusto, severo, nos mira desde arriba indiferente con la arrogancia cazurra de los que se sienten por encima de los afanes de este mundo.

Es la hora del paseo de lo monjes y me dicen que tendré que esperar una o dos horas. Me pasa por la cabeza ir a hospedarme en el hotel de la plaza, pero la encargada termina convenciéndome, que visite mientras tanto la farmacia del monasterio que es muy interesante, que puedo esperar en una habitación que está caldeada… Me siento en un incómodo sillón de cuero de otro siglo, saco el teléfono, escribo.

Esta mañana nada más salir del albergue ya me recibieron los perros. Parecía estar en la esquina encogido de frío esperando a que saliera para venir a enseñarme los dientes. Un perro callejero negro, un paria abandonado que me persigue por las calles durante un buen rato. A las afueras del pueblo había una docena de ellos cuidando una nave. Enciendo la linterna y en la oscuridad un puñado de ojos brillantes se abalanzan contra la valla ladrando aparatosamente. Siempre cabe la posibilidad de que alguno ande suelto o encuentre un agujero en la valla para venir a espantar al caminante. Es el único asunto desagradable que puntualmente viene a visitarme en las madrugadas. Ya me costó muchas veces defenderme a pedradas y bastón, años ha, de algún mastín suelto.

La noche es de negro mate, mi negación a encender la linterna me obliga a hacer un gran esfuerzo para situar los límites del sendero. En algún momento, tan oscuro está, mi teléfono se pone a chillar: “fuera de la ruta, fuera de la ruta”, repite insistentemente como un loro. Lo enciendo; efectivamente, me he pasado la desviación correcta. Me veo obligado a retroceder y pasar de nuevo frente a una jauría perruna que había sobrepasado con alivio. Vuelvo a encontrarme con uno de esos cielos que considero como entrañables amigos de esta hora de excepción.

Hoy hay otro compañero de excepción, el frío. Durante la primera hora el frío era soportable, pero cuando empezó a amanecer, con los dedos como palos pese a unos guantes bastante consistentes me veo obligado a sacar del macuto una braga con que protegerme boca, nariz y cuello. No me desharía de aquella impedimenta hasta las once de la mañana, ya con el sol inundando el pinar en el que me paré a desayunar. Di cuenta de una tortilla con tomate y un litro de leche. Después me tumbé al sol intentando dar alivio a mi espalda.

A esta hora ya es grato caminar. Cuando termino la novela de Alain-Fournier, busco la compañía de la música y encuentro un tema muy apropiado para la siguiente hora de caminata por la cuneta de la carretera; se trata de Harold en Italia, uno de esos temas recurrentes a los que uno parece estar abonado. Hoy me parece una partitura destinada a reproducir una divertida caminata donde la viola hace cabriolas constantemente en torno a ka melodía principal. Un tipo de música para la que Berlioz según la Wikipedia, se inspiró en los pifferari, un grupo de músicos populares que tocaban gaitas y una especie de oboe y que en Navidad bajaban de las montañas para tocar delante de las estatuas de la virgen llevando grandes capas de tela y sombreros puntiagudos de bandido.

Los veinticinco kilómetros de la etapa atraviesan extensos bosques de pinares, dejan atrás algunas escarpadas colinas de caliza y terminan discurriendo por un bonito sabinar que no abandona ya hasta las mismas puertas del Monasterio de Silos. Mientras tanto el sol ha humanizado la mañana. Durante la comida en el restaurante de la plaza me enteraría de que el termómetro había rozado los diez bajo cero durante la madrugada.

Las seis y media. Ha anochecido y de momento no hay rastro de los monjes. Me dicen que dejan el aviso de que hay un peregrino al monje encargado, que después de Vísperas le encontraré en la iglesia. Así que me refugio en la iglesia con la intención de oír cantar a los monjes. Hago tiempo, aprecio la semipenumbra de la iglesia, me siento en uno de los bancos laterales. Una decena de feligreses rezan en la oscuridad, sólo veo sus siluetas.

Una situación peculiar. Hace cerca de cuarenta años que no asisto a una función religiosa católica. Las campanas han empezado a repicar. Tengo la sensación de haber retrocedido medio siglo en el tiempo, quizás más. Uno sabe que la gente reza en las iglesias y que asiste a misa pero no le cuadra, siente como si estas cosas hubieran desaparecido definitivamente hace siglos. Después de viajar por Oriente durante un año y asistir a diario a ritos en mezquitas y templos terminas afianzándote en que todo ello son rastros de una civilización, una cultura que como los dinosaurios u otros animales que desaparecieron en el pasado, tienen los días contados.

A las seis en punto se encienden las luces y comienza la ceremonia. La iglesia está razonablemente concurrida. El órgano, las voces de los monjes, una talla de un Crucificado que preside el templo, el silencio reverente de los feligreses crean un ambiente de recogimiento que estimula sensaciones que me recuerdan aquellas otras durante la Semana Santa de mi infancia.

Al terminar la ceremonia el padre Alfredo me acompaña al albergue, un espacio acogedor y luminoso en la calle principal. Yo también rezo por los no creyentes, me dice sonriente a modo de despedida.










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