Cuando la vida remonta el vuelo


Lugo, 31 de enero de 2017 

Tramo Castroverde – Lugo.


Nada más salir del albergue ya se notaba que el entorno era algo diferente, sendas que llevaban de uno a otro caserío, huertas, plantaciones de nabos de un verde claro y lustroso, el olor del humo de las chimenea (hoy dormí una hora más y a esa hora el mundo estaba despertando), el canto de los pájaros, los gallos, en fin, anunciando el nuevo día. Ya me lo había advertido Luis anoche, día tranquilo de plácido caminar sin grandes subidas o bajadas.



 Si quisiéramos reflejar el recorrido de la vida con una línea que subiera o bajara según la intensidad con que la vivimos, podríamos obtener según los casos un paisaje de montañas como las lomas de Galicia que atravieso estos últimos días, pequeñas depresiones, onduladas cimas, algún alto significativo y sobre todo regulares ascensos y descensos como el de hoy camino de Lugo. Una geografía específica para cada individuo.  En esta época que tantas veces me ha tocado ir al médico, un señor al que antes de los cincuenta raramente visitaba pero que después de los sesenta y cinco aparece regularmente en el panorama de la existencia, se me ocurre que de todas las gráficas que puedan hacer con uno, ninguna, ni siquiera la del electrocardiograma, sería más interesante para el individuo que aquella que proponía al principio de estas líneas. Acudir con el volante del médico de familia para que te hagan un electrointensograma vital podía ser con toda seguridad junto a las ecografías, radiografías, análisis clínicos, un medio para diagnosticar nuestra salud general. Las razones de que esto no exista dice un poco de lo relativamente poco que nos ocupamos de aspectos realmente importantes de nuestra salud. Uno puede tener el páncreas, el corazón, los pulmones y el resto de los órganos bien pero si los datos del electrointensograma son negativos o simplemente aparecen como una línea plana, pues apaga y vámonos.

Naturalmente no es la única gráfica posible para acercarse a la realidad anímica, existe otra cuya visibilidad sólo aflora en momentos críticos cuando las ganas de vivir han dado un bajón tan alarmante que el individuo, perdidas todas las ganas de vivir, entra en situación crítica que le invita a marcharse de la vida; es el momento de cuando la vida pierde todo sentido y la abulia o el intenso dolor interior se exacerban al punto de convertir la huida en una obsesión. Era esta última situación por la que Hans Giebenrath, el joven protagonista de la novela que leo, pasaba mientras mi camino atravesaba pequeños bosques de hoja caduca, subía lomas o discurría por las calles con olor a bosta de alguna pequeña aldea. Hans, que había meritoriamente ganado un puesto para estudiar en un Seminario del gobierno, tras una primera fase de aplicación y buenas notas se ve envuelto en complejas situaciones que lo llevan a abandonar los estudios sobre los que había basado el futuro de su vida. Abandona el convento, vuelve a casa, la vida ha perdido sentido para él y ni siquiera los paseos por el bosque, la pesca a la que se había dedicado con entusiasmo el verano anterior, logran reanimarle. La situación llega al punto de hacerle fantasear con un suicidio próximo. La rama de un determinado árbol se convierte en la cómplice que le ayudaría a terminar con su vida. Transcurren muchas páginas en torno a esta obsesión que en algún momento se convierte en determinación. Sólo tendrá que esperar unos días y su vida habrá concluido. Hasta aquí la situación es muy parecida a la que se da en el film de Kiarostami, El sabor de las cerezas. Allí un hombre maduro se encamina de madrugada con una cuerda en la mano con la decisión de colgarse de la rama de un árbol. Es primavera, está empezando a amanecer, encuentra un alto cerezo en su camino, se sube a él y cuando está anudando la soga a una rama su rostro tropieza con unas cerezas. Se detiene, toma una cereza y se la come. El sabor le resulta exquisito, toma otras y otras disfrutando más y más con el sabor de aquellas cerezas. Se detiene, entre las ramas del cerezo ve el sol que ha empezado a salir por el horizonte. La mañana nace hermosa y radiante. Mira a su alrededor, contempla las cerezas, las nubes bermejas llenas de la luz del sol. En la secuencia siguiente se ve al hombre que ha recogido su cuerda, ha recolectado un buen número de cerezas, baja del árbol y se dirige a su casa para ofrecer a su esposa aquellas cerezas recolectadas al amanecer como desayuno. Conté esta historia otra vez; me resulta tan encantadora… En el caso de Hans Giebenrath la vuelta a un sentido de la vida que daba por perdida es una muchacha a la que conoce en casa de su amigo el zapatero.


 Así de ameno fue mi camino hoy, primero con algunos cuentos de Kafka, incluido La construcción de la Muralla China, que ya conocía. Lloviznaba pero no hacía frío, era el primer día que no usaba los guantes; más, tuve que quitarme el jersey. Bueno, decir estas cosas me sale cuando escribo esta crónica, pero el asunto no fue tan bucólico; el dolor de espalda, que en estos dos últimos días parece dispuesto a darme la lata, arreció a lo largo de la mañana hasta un punto en que caminar se me hizo bastante penoso. La primavera antepasada tuve que abandonar mi recorrido por la Ruta de la Lana debido a un dolor de espalda similar. Entonces el terreno estaba seco y cada cierto tiempo me tumbaba en el suelo durante un rato y dejaba descansar mi espalda. Últimamente me iba mejor debido a la rehabilitación diaria, pero se ve que el peso de la mochila y las largas jornadas caminando están haciendo mella en mí.

Entré en Lugo después avanzado el mediodía. El albergue está nada más atravesar la muralla. La mesonera, Iria, la misma de ayer y que en esta ocasión atendía el albergue de Castroverde y Lugo, parecía estar esperándome. Comí en un restaurante próximo, leí la prensa y enseguida volví al albergue. Tenía una necesidad improrrogable de echarme en la cama y hacer una larga siesta.






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