El gozo de caminar en la noche


Pola de Allande, 26 de enero de 2017

Tramo Tineo-Pola de Allande


En cierta ocasión coincidí en un albergue con un grupo, cuando hacía el camino de La Plata, donde una mujer hacia gala de negarse a caminar de noche porque, decía, de noche no se veía nada. Para ella los ojos parecían ser el único elemento con que relacionarse con la realidad. Sin embargo, cuántos mundos, cuántas percepciones sutiles esperan a todo a aquél que sale del confort de una habitación para introducirse en el absoluto mundo de la noche, hermético, misterioso, lleno de tantas y tantas sugerencias. Caminar a esta hora es acercarse a ese mundo de San Juan de la Cruz que ya citaba el otro día en este diario:
Una noche oscura
con ansias en amores inflamada,
¡Oh dichosa ventura!

Instantes de meditación y contemplación, de observar la respiración de tu cuerpo, los latidos del corazón, la existencia en la que uno se arropa intentando alcanzar con las yemas de los dedos siempre un poco de infinito.

Constato que un cuarto del tiempo de todas las caminatas que hago transcurren en la completa oscuridad. Me digo que tan estrafalaria cosa obedece a la idea de tener que llegar a comer o a algún lugar habitado, pero es sólo una manera de esconder la verdadera razón, la de que amo profundamente todo lo que sucede en esas horas de oscuridad que preceden al alba. Momentos de oración (pongámoslo entre comillas), recogimiento, de conversación con el hombre que va conmigo, que diría don Manuel. Caminatas bajo el palio de la noche y el silencio en las que como excepción algunas veces llega incluso a aparecérseme hasta la virgen. Bueno, no tan virgen, pero como si lo fuera, porque de hecho, cuando es el caso, la aparición me obliga a prosternarme y, entonces, aturdido por la consternación de lo femenino entro en trance al punto de levitar como con toda seguridad le sucedía a Santa Teresa de Jesús cuando se le ensanchaba el pecho henchido por los arrobos místicos (o acaso no tan místicos). ;-)

Y luego, como si la noche no fuera más que el preludio de otros acontecimientos, comprobar cómo ésta se agita, se estremece al final de su recorrido y poco a poco se va escondiendo sigilosamente en el fondo del bosque mientras la aurora despereza entre las montañas como una amante dispuesta a mostrar al mundo una belleza íntima que será desplegada sin rubor alguno por valles y montañas dando lugar a lo que será el nacimiento de un nuevo día. Noche y amanecer, emulando lo que podríamos llamar una especie de estructura de sonata, zonas de luces y sombras que el caminante atraviesa, el rumor sobre el suelo alfombrado de hojas, el crepitar de la escarcha bajo su peso, las luces y las sombras que se abren aquí y allá mientras atraviesa una pasarela, un prado, el panorama que se abre hacia levante con el sol despuntado alborotado y rojo entre las montañas cubiertas de nieve. Todo eso pareciera hoy más tarea para un músico que para un pintor.


Cuando definitivamente amanece el camino discurre por lo alto de una especie de meseta, un altozano desde el que se dominan todas las montañas circundantes, los lejanos valles cubiertos de bruma, los prados adormecidos y guardados por hileras de fresnos, álamos, algunos castaños. Es el tiempo de la lectura. Dudo un rato entre una novela de Thomas Mann, otra de Dino Buzzati o la última de Roberto Bolaño. Me decido por 2666 de este último. Mi mañana transcurrirá en un escenario de estudiosos de la literatura que el autor utiliza  para recorrer las pasiones y las inquietudes de tres hombres y una mujer amantes de los libros.

A media mañana elijo un altillo sobre una ladera para descansar un poco y mientras contemplo el paisaje hacer una lectura más tranquila. En algún momento me adormezco. Sueño intensamente con algo, pero un ruido de motores me despierta. El camino en el que me he tumbado es muy estrecho, qué raro. Cuando abro los ojos me encuentro con un tractor sobre mi cabeza. Su conductor me mira socarronamente mientras le dedico una sonrisa. Cuando pasa vuelvo a echarme sobre el camino. No es una cosa que haga a menudo; pienso que todos los días debería hacer esto dos o tres veces antes de llegar a destino. Hoy estoy especialmente cansado. Me quedan todavía nueve kilómetros para Pola de Allande, el tiempo justo para encontrar un restaurante abierto.

El camino discurre a media ladera entre prados, atraviesa algunos bosques y termina precipitándose valle abajo había Pola de Allande. En este último tramo recuerdo algo que leí ayer, unas declaraciones de Íñigo Errejón en las que decía que la unidad en Podemos no puede organizarse a golpe de corneta. Me hizo gracia lo gráfico de la expresión. En política como en la vida, para convencer no basta con tener conocimiento, es necesario dominar las palabras. ¿Os imagináis lo pobre y farragoso que puede resultar expresar esta idea obvia, y que arremete con una actitud de determinada gente de la dirección del partido que pretende tener agarrados todos los hilos del poder de parecida manera a como sucede en el PPSOE? Es una suerte que en Podemos se haya abierto un debate en profundidad sobre cuestiones de base que fueron obviadas en Vistalegre I con la justificación de la necesidad de montar una maquinaria de guerra para derrocar el bipartidismo. Es un hecho que dominar la palabra pone al individuo en muy buenas condiciones para rechazar los manejos y ponerse en condiciones de abrir caminos a la verdad y a la justicia. En Podemos hay muy buena gente, pero hay que evitar a toda costa que unos pocos asuman una función de generalato.

El albergue parece una nevera. En los dormitorios hay dos radiadores eléctricos, pero como si quieres arroz, Catalina. Hoy comparto el albergue con Luis, un andarín asturiano que ha entrado en la edad dorada de la jubilación como un servidor.





No hay comentarios: