La comunión de los libros y los espacios



Castro(Grandas de Salimé), 28 de enero de 2017

Tramo Berducedo– Castro.


 Alguien debería inventar algún dispositivo que cuando vas caminando en la oscuridad una fría mañana de invierno y se pone a llover pusiera en funcionamiento un mecanismo antilluvia eficiente. Y, ya puesto, otro que cuando vas forrado y llueve te permitiera orinar sin demasiados problemas. Joder lo engorroso que pueden resultar estas cosas con la lluvia dándote a toda pastilla en la cara. Sucedió esta mañana a medio camino de A Mesa. No atinaba ni a ponerme los guantes. Eso sí, cuando ya pude poner todo en condiciones ya fue una gozada, gozada bajo la lluvia. Las manos calientes, el cuello, la cabeza, el cuerpo entero… qué gustirrinín. Y a tirar millas por un paisaje que empezaba a despertar a la mañana envuelto a tramos en una niebla de la que surgían las torretas del tendido eléctrico como molinos de vientos transformados en gigantes a cuyos pies las ramas desnudas de los árboles yacían apáticas bajo el velo de la lluvia.

De parecida manera a como existe una geografía especializada para diferentes aspectos de la realidad física yo descubro continuamente en mí hechos y lecturas que por estar vinculados a un paisaje, una época del año, un valle, unas montañas, una ruta por la piel de nuestra geografía, han despertado en mí muchas veces una necesidad de cartografiar muchas de mis lecturas que están indisolublemente anexadas a un espacio. Fui consciente de ello esta mañana cuando comencé la lectura de Bajo las ruedas, de Hermann Hesse. De inmediato, mientras alguien me leía una breve introducción aparecieron ante mí dos paisajes dispares entre ellos, pero unidos por la obra de Hesse. El primero una relectura de Siddharta que transcurría en un abarrotado tren que se dirigía a Casablanca. En el tren no cabía ni un alfiler, viajaba sentado arrinconado junto a las puertas del extremo del vagón y la multitud que de tanto en tanto transitaba de un lado para otro no me afectaba en absoluto, toco el vocerío. En aquellas horas, el libro lo empecé y terminé en aquel trayecto, estuve tan embebido en la lectura que ni la muchedumbre ni el paisaje fueron capaces de sacarme de mi abstracción. En aquella ocasión nos dirigíamos a Mauritania, Senegal y Malí, pero lo que leía, y a veces lo que escribía, me absorbía tanto que todo lo que pasaba a mi alrededor parecía subsidiario. ¿Qué puedes hacer si la voracidad lectora te pilla de viaje sino leer? Así está Hermann Hesse en mi memoria de un viaje africano. El otro recuerdo de Hesse esta vinculado a unas largas vacaciones familiares en el Pirineo. Sí, entonces todo lo que leía de este autor me atrapaba. En el Pirineo fue El juego de abalorios. El momento más absorbente de aquella lectura transcurría en lo alto del valle de Hecho. Estábamos acampados junto al refugio de La Mina y yo pasaba una parte importante del día leyendo o dibujando. Recuerdo una mañana que muy temprano subí a un peñasco cercano donde solía leer y, cuando estaba allí enfrascado en mi lectura, rompieron el silencio de la mañana unos gritos desgarradores de mujer que me asustaron. El origen de los gritos provenían de una pequeña tienda de campaña instalada en un prado más abajo. No hizo falta llamar a la policía porque enseguida aquellos gritos fueron seguidos de gañitos y ayes tan tiernos, tan amorosos que me hizo descartar la posibilidad de que se estuviera cometiendo un asesinato. El protagonista de mi novela, por demás había llegado también a su clímax más espectacular. Se había lanzado de cabeza a las aguas heladas de un lago y la vida le había dejado sumiendo el valle en un charco de silencio.

Marcel Proust es un rastro de emociones recorriendo la parte sur del GR-7 que une Tarifa con Andorra; Santa Teresa de Jesús es un frío invierno descendiendo el Alto Tajo por el GR-10; Dostoievky y Turgueniev son acompañantes de excepción mientras el Transiberiano hacía su recorrido entre Moscú y Pekín. La lista podía ser infinita.

Se me ocurre que algún momento de esta dorada jubilación a caso debería escribir un libro que relacionase los caminos, los paisajes, tantos países visitados, con algunos de los libros favoritos que me acompañaron. En absoluto es indiferente leer un libro en un sitio o en otro, en una circunstancia determinada o en otra. Los espacios, como el aroma de las flores y las plantas aromáticas, dejan de continuo su rastro por las páginas de los libros que leemos. Esta mañana de seguro que queda también vinculada a alguno de los cuentos de Kafka que leí mientras el sendero pasaba por un entorno encantado, un inusitado bosque en donde las hojas que alfombraban el camino parecían haber sido depositadas esa misma mañana sobre él con su primoroso colorido dorado por algún gnomo de cuento. Una historia en la que el protagonista daba fin a su vida arrojándose a un lago precisamente en el momento que yo atravesaba el muro de la presa de Grandas de Salimé.


Con esta crónica andaba cuando sonó el teléfono. Era Luis, el peregrino con el que coincidí en Pola de Allande. Nos contamos animosamente nuestras respectivas jornadas. Me gusta este intercambio de relatos, me recuerda mis largos recorridos por media España con Ramón, su caballo y su perro después de encontrarnos en una planicie salmantina en una fría mañana de invierno que había dejado el paisaje cubierto de nieve. Entonces había horas del día en que caminábamos juntos pero nuestros distintos hábitos, entre otros porque yo comenzaba mi jornada a las seis de la mañana y él a las nueve, daba lugar a una divertida comunicación en donde nos podíamos reencontrar y perder de continuo. Terminamos por recorrer junto más de un millar de kilómetros. Luis hoy pernocta en Fonsagrada mientras yo lo hago en Castro, en un hotel rural construido sobre un sólido edificio de la mejor tradición rural. Con Begoña, la dueña, he andado husmeando en distintas dependencias. Tuvieron matanza no hace mucho y en un local adjunto estaban humeando los chorizos y cuarterones enteros de gochos, dos cerdos de los que naturalmente aprovechan todo. Me ha mostrado un barril entero de manteca. Huevos ecológicos, morcillas, queso… igual que hace cuarenta años, cuando vivía de maestro en Gedrez, donde las matanzas y las fiestas del pueblo eran las fechas señeras del lugar. Unas matanzas en un pueblo pequeño que eran una fiesta en el sentido más amplio de la palabra y en donde la cortesía de los lugareños pasaba por invitar tradicionalmente a los maestros. En aquella época Victoria y yo éramos vegetarianos, pero cuando llegaba la época de la matanza nos hacíamos carnívoros, era imposible no sucumbir a las suculencias de aquellos regalos. Nuestra cocina de carbón en aquella época servía constantemente de plancha para dar cuenta de los trozos más sabrosos de la matanza que regularmente llegaban a nuestra casa del maestro.


Hoy a falta de albergue me di el gustazo de una habitación de hotel, sí. Ducha, ropa limpia, una cerveza junto a la cama. Sólo me falta que se me aparezca un hada con quien compartir un poco de ternura esta noche. 










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