Un canto a la mejor pedagogía que conozco


Cornellana, 24 de enero de 2017



Nada más levantarme me asomé por la ventana. Me pareció que el suelo estaba mojado. El albergue, como tantos Albergues de Asturias, la mayoría, son una estructura de dos pisos de ladrillo visto con grandes ventanales. Conozco bien esta clase de edificios porque son las antiguas escuelas de la región y porque cumplí mi primer destino de mi vida de maestro precisamente en una de ellas. Mi escuela estaba situada arriba el curso del río Narcea en plena cuenca minera. Corría el año 1977. Cuando Victoria y yo llegamos a Gedrez en nuestro cuatro latas, el mejor trotacaminos que hemos tenido, tras cruzar el puerto de Leitariegos, estábamos exultantes, llegábamos a nuestro Shangri La, ansiosos de valles lejanos perdidos en las dobleces de las montañas,aquello era el paraíso. La escuela, situada en lo alto de una ladera presidía el lugar,la monótona lluvia del otoño,la blancura de de un invierno que dejó el pueblo incomunicado en algún momento,los magníficos y dorados campos de los hayedos que cubrían las laderas del valle.Pero la escuela estaba hecha una lástima, las paredes y el techo del aula estaban hechos una lástima, los servicios de los niños hacía tiempo que no funcionaban; tenían que utilizar un pequeño callejón tras las paredes del edificio para hacer sus necesidades. Después de unos días comprendí enseguida que era indigno seguir dando las clases en aquellas condiciones. Convoqué a los padres y al alcalde pedáneo y en el fin de semana primero los hombres del pueblo subieron al patio de la escuela para cavar y acondicionar una nueva fosa séptica. El pueblo compró un hórreo junto al camino, derruyó éste y con ello se amplió el campo de la escuela. Durante la semana siguiente no hubo clase, compré grandes botes de pintura blanca y los  alumnos, niños y niñas entre los seis y los nueve años vinieron a la escuela pertrechados, casi como pintores profesionales, dispuestos a pintar el aula supliendo así las obligaciones del gobierno de Asturias. La imagen que guardo de aquella cuadrilla de alumnos en traje de faena es un canto a la mejor pedagogía que conozco. Los tantísimos padres pijos que pueblan hoy el panorama educativo español seguro que habrían conseguido meterme en la cárcel por aquella utilización de sus pobres criaturas. ¿Podéis imaginarlo, niños de seis, siete, ocho años, nueve, empleados en lijar y pintar las paredes de su escuela, empleados en adecentar los servicios? El inspector se cuidó muy mucho de abrir la boca. Cuando recomenzamos las clases la escuela relucía y los servicios funcionaban con toda regularidad. Todavía le quedó al maestro trabajar a pico y pala durante dos semanas para hacer desaparecer un gran talud cuyo espacio libre serviría para instalar un campo de voleibol. Habían empezado las lluvias y, como en el Macondo de García Márquez, el pueblo quedó sepultado en uno esos interminables aguaceros que nos hicieron creer que ya jamás iba a escampar. Le tocaba el turno a la casa-escuela. Teníamos una gran terraza inutilizada por la lluvia que daba al valle. Tuvimos una idea inspiradora: acristalamos la terraza y uno de los padres de alumnos que era albañil se encargó de construirnos una chimenea el primer fin de semana que tuvo libre. Ajá, escuela recién pintada y reformada y maestro y señora instalados en la parte de arriba con una gran chimenea desde donde contemplar el otoño y la nieve del invierno, esa parte de la casa-escuela que hoy fue mi albergue en La Venta de Escamplero.



Cuando pisé la calle estaba sereno; había sido una falsa alarma. En el cielo, entre unas estrellas brillantes que no eran perturbadas por las luces de ningún núcleo urbano, brillaba débilmente una fina luna. Enseguida el camino se introdujo en la oscuridad más absoluta y vagó entre las colinas dormidas sobre las que más adelante cayó una niebla a ras de suelo. El haz de luz de mi linterna era cruzado por diminutos rastros de gotas de agua o nieve que no dejaban mancha en el suelo pero que formaban frente a mí una aureola de curioso resplandor. Al pasar por un núcleo de casas tuve que descargar precipitadamente el macuto para sacar mis bastones, tres enormes pastores alemanes habían salido del recinto de una casa y corrían hacia mí ladrando como si quisieran devorarme. Cuando alguien te ataque, ataca tú a su vez. Eran tres y estaba más oscuro que el carbón, así que no solamente blandí mis bastones contra ellos; hice también acopio de piedras y me dediqué a perseguirlos a pedradas. Pies para qué os quiero, dijeron los tres. Después de cincuenta o cien metros pararon y volvieron a ladrar, pero entonces era yo el amo del campo.

Lo que vino después cuando una hora y media empezó a clarear fue una bonita mañana de invierno en la que la niebla o una delgada calina desperezaba en los prados y en los bajíos del río Nalón. Qué agradable era caminar por los bosques, atravesar los prados donde el día despertaba húmedo y vestido por la blanca escarcha de la noche. Entonces me ocupó la historia de G, una novela del recientemente fallecido John Berger. Caminar y leer, y mirar alrededor y como quien lame un helado en medio del calor de un mediodía de agosto, cerrar los ojos para que la tanta belleza de la mañana llegara a tu interior más profunda, más íntimamente.


Sí, a Dios gracias, ya había quedado atrás mi aburrimiento de los pasados días en el hospital. Aburrimiento de estar en una situación y lugar ajenos a tu voluntad. Cuando al segundo día apareció el urólogo después de hacerse esperar durante más de siete horas, estaba tan aburrido que ni siquiera en casa pude reponerme. Me tuve que refugiar en un largo sueño para despejarme de él. El aburrimiento es una de las cosas más desagradables que uno puede experimentar; esa sensación de tedio puede dejar tocado del ala al más vivo. Me manda Santiago Pino un whatsApp diciendo que parece que me echan de casa y le contesto que yo no tengo la culpa, que son los enanitos los que me azuzan. Eso y que quizás uno es menos tonto de lo que parece. Uno, que habiendo vivido ya unas cuantas experiencias significativas ha aprendido dónde se encuentra lo suculento de la vida no puede menos que salir a buscarlo. El amigo Pino, Pino Lechuga de apellidos, jajaja… (ya tuvimos una buena anécdota de noche de farra cuando unos policías entrando en un garito en donde nos tomábamos unas copas, eran los tiempos posteriores a la muerte de Franco, se interesaron por su nombre y apellidos. Los polis creyeron que se estaba riendo de ellos cuando éste lacónicamente dijo sus apellidos con cara divertida); al amigo Pino, decía, le gusta chingarme con sus bromas, pero él es uno de esos inteligentes individuos que saben cómo sacarle jugo a la vida pateando el monte.

John Berger viste a su personaje con los ropajes de la alta burguesía. Tengo que confesar que a veces me jode encontrarme buena literatura en donde casi siempre los personajes rebosan pasta o tienen una posición alta. Sin embargo también es cierto que tras ello me asalte este otro pensamiento: ¿qué hubiera pasado con el arte, la ciencia y la cultura si hubiéramos hecho negación de la Iglesia, otra de las nefastas instituciones de la historia, de la aristocracia, de la  burguesía? Qué hubiera sucedido si estas clases e institución no hubiera existido. Entonces tendríamos una clase proletaria robusta y una sociedad más igualitaria, pero… ¿habría sido capaz ésta de desarrollar una cultura medianamente similar? Probablemente se puede argüir que el arte no lo es todo pero desde que los humanos dejamos las ramas de los árboles para caminar erguidos, ¿lo que nos ha hecho más humanos no ha sido precisamente el arte, la creación de belleza, los grandes inventos que nos han dado tiempo libre y capacidad para trascender nuestra biología?

Hoy pernocto precisamente en uno de esos complejos históricos que embellecen y dan entidad a las tierras de nuestra país, el Monasterio de San Salvador de Cornellana.






8 comentarios:

Javier dijo...

Hola alberto, ya conocía algunos de estas experiencias en tu primer destino en Asturias. Parece mentira que las escuelas en España estuvieran en ese estado a finales de los años 70! Pero ya veo que tus primeras tareas cambiaron esa situación para hacer una escuela acogedora y humana, la mejor pedagogía!
Veo que estás haciendo el camino primitivo. Ya me dirás si te parece ciclable pues ya jubilado, y siempre que mis tareas familiares me lo permitan, me encantaría hacérmelo en bici. Un abrazo y ¡buen camino!

Unknown dijo...

Que sigas teniendo una buena senda..

Alberto de la Madrid dijo...

Hola Javier. Bienvenido a la edad dorada. Hasta ahora perfectamente apto para la bici y con abundantes albergues. Las dos últimas etapas han sido muy bellas. Tiene gama de ser uno de los más interesantes. Un abrazo

Alberto de la Madrid dijo...

Gracias, Ana

Anónimo dijo...
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Anónimo dijo...
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Alberto de la Madrid dijo...

Suprimí dos comentarios. Al comentarista aninimo: tómese usted una tila y después pásese por el psiquiatra. Cuando haya hecho esto, firme el comentario con su nombre y apellidos y entonces hablamos. Estaré encantado en darle respuesta si es usted capaz de comportarse adecuadamente.

Alberto de la Madrid dijo...

Anónimo, quise decir.