Adamello. Una solitaria travesía invernal en los Alpes I




El Chorrillo, 15 de marzo de 2017

Sucede muchas tardes, cuando estoy ensoñando frente al atardecer que se despliega frente a mi choza, tantas veces como una música de Debussy o Satie que impulsara a la nostalgia del recuerdo, que me surja la necesidad de fijar mi atención en algún lugar de la memoria donde sucedieron hechos que todavía hoy me emocionan. Fue así que, estando contemplando cómo el sol se desvanecía en el horizonte, me encontré de repente con los esquís en los pies avanzando valle arriba en una fría tarde de febrero en un lejano valle de los Alpes Centrales.
Fue sencillamente miedo lo que sentí entonces cuando decidí que el siguiente fin de semana emprendería una travesía solitaria por los altos del Adamello. Por aquel tiempo vivía en los Alpes de la Alta Lombardía, en lo alto de la Val Camónica, en un pueblecito colgado en la ladera de la montaña, donde Nena, mi entrañable amiga, tenía su hogar y la escuela donde daba clases. Su hospitalidad me había permitido vivir en un entorno de altas montañas nevadas que nunca, en unos tiempos en que mi cuerpo y mi alma pensaban a cada instante en una cumbre, hubiera soñado habitar. La ventana de mi habitación era un balcón frente al cual un dédalo de bellas montañas se erguía cada vez que levantaba la vista de mis libros de estudio. Cevo, se llamaba aquel lugar.
Un miedo que latía como las notas de una viola junto a la melodía principal de mi deseo de atravesar solo entre las cumbres de aquel macizo, a cuestas con ese destino que tantas veces nos impele irracionalmente a forzar un proyecto no del todo sensato, acorde con la lógica de la gente "normal". A mí me admira sobremanera lo que los "héroes de nuestro tiempo" son capaces de hacer en la montaña; una profunda admiración porque me siento tan tan pequeño que casi me avergüenza relatar lo que para mí, con veinte o veintiún años, fuera el límite, o eso creí entonces, de mis posibilidades, por mucho que soñara muchas veces escalar el espolón Croz de los Jorasses, probar el granito del Dru o por mucho que hiciera algunos pinitos aquí o allí en los Alpes al principio de los setenta. 

Era el miedo la sensación más latente de aquellos primeros momentos cuando empecé a ascender valle arriba, el miedo creciendo dentro con una intensidad dolorosa y punzante. Aquella madrugada mi amiga Nena y Cevo pertenecían a las honduras del valle y la noche, quizás a muchos días de camino. La última visión del valle se había perdido la tarde anterior a las pocas horas de alzarme sobre los esquís por una pendiente extremadamente blanda. Mi cuerpo se sintió totalmente insignificante en la inmensidad blanca del valle de Salarno; el silencio y la soledad eran opresivos. A las tres de la mañana salí del saco de dormir para echar una ojeada al cielo: ¡Todo seguía igual!, todo quieto y silencioso; llegaba a la malga  la claridad irreal de los fanales de la diga de Salarno; pensé en hipotéticas avalanchas, la que había atravesado el día anterior junto al henil de Boaza, un caos informe de nieve y piedras dejando un rastro de destrucción y confusión desde las alturas del Campanone di Coppohasta el fondovalle.
Hice la mochila a la luz de la linterna; era excesivamente pronto, pero como la inquietud no me dejaba dormir decidí partir de inmediato. Tragué unos higos secos mezclados con pasas y nueces, y abandoné la malga por la ventana; la nieve obstruía la puerta hasta la mitad de su altura. Crucé los esquís sobre el macuto y eché a andar. La situación era a esta hora algo opresiva; una inseguridad perturbadora acompañaba mis pasos, pero junta a ella empezaron a brotar a intervalos pequeños destellos de satisfacción que se fueron afirmando en el sucesivo andar sobre la nieve dura. Caminé a tientas sobre una superficie variable de subidas y bajadas, crucé el plano de un lago helado. La nieve empezó a ceder; me calcé los esquís. Me rodeaba una profunda quietud.
Los esquís producían un siseo regular en la nieve, quebrada a veces con un chasquido que aliviaba el silencio de la noche. Pensé en que más arriba el retorno sería difícil; di un nuevo repaso a mi equipo: el piolet, los crampones, el mapa, la brújula. Pensé en la vedretta di Salarno, la cabecera del glaciar, una enorme extensión de hielo cruzada por enormes grietas. Experimenté que mis temores iban siendo sustituidos poco a poco por una intensa vivencia del momento presente. Llegué al solitario y abandonado refugio Prudenzini cuando la primera claridad apenas lo diferenciaba todavía de una roca más.
La ladera, cada paso más pendiente, me obligó a describir grandes bucles sobre la nieve. Impulsaba los esquís con un ritmo maquinal y sistemático: las tablas moviéndose sobre las pieles de foca; las pieles sobre la nieve; adelantar una pierna, desplazar el bastón, afianzar la otra pierna, avanzar el cuerpo, mover la pierna más atrasada, apoyar el bastón inferior, aspirar, uno, dos, expirar, tres, cuatro. Los músculos entraron en calor; el esfuerzo y los ritmos pausados y repetitivos de mi respiración me deparaban un especial placer. La armonía y la constancia de los movimientos alimentaron otro ritmo interior que propició recuerdos tranquilos y apacibles. Columpiado sobre la blancura de un amanecer desteñido, aburrido, gris —salpicado de nubes altas, alargadas y planas, todo surgía de la noche como en el fondo de una cubeta de revelador gastado—, subía a pasos cortos; mi mirada se dirigía ahora hacia los corredores del Corno Miller donde largos hilachones de niebla atravesaban las forchette y se desplomaban sobre un caótico mundo de seracs. La pendiente se perdía ya a mis pies con vértigo creciente. Sustituí los esquís por los crampones; sopesé dos posibilidades distintas para ascender... Escogí el peor camino posible; me daría cuenta de ello cuando el retorno fuera ya imposible. Si hubiera subido un poco más hacia el este habría visto con claridad cómo una suave pendiente se elevaba sin dificultad alguna hacia el Pian de Neve. El camino que seguía era una incógnita.
Doscientos metros más arriba una pared rocosa me cerró el paso; retrocedí, la diagonal que hubiera debido tomar nacía mucho más abajo. Frente a mi aparecían  breves paredes cubiertas de nieve, corredores estrechos, aristas y espolones que se elevaban enigmáticas hacia las alturas. En la inmensidad blanca de una ladera confusa, de donde todo aquello arrancaba, un punto diminuto y grotesco, yo, fuera del mundo subiendo, empeñado en buscar un itinerario que lo llevara más arriba. El punto se movía definitivamente hacia uno de aquellos corredores de los cuales era imposible ver el final. La nieve costra parecía sostener mi peso, pero era sólo una ilusión, en algún momento cedía y entonces podía hundirme una y otra vez hasta la cintura; una vez tras otra el esfuerzo continuado de salir de un enorme agujero: yo, el macuto, mis esquís.
Más arriba las perspectivas siguieron siendo desalentadoras, la ladera terminaba bruscamente sobre una afilada arista de nieve sin continuidad; allí la pendiente descendía vertiginosa al otro lado durante cien o doscientos metros hasta posarse suave sobre un llano. Aquel camino me pareció fuera del alcance de mis posibilidades, pero no quería (o quizás no podía) deshacer la ruta de subida. No me quedaba otro recurso que un estrechísimo corredor de nieve a mi derecha. Desde la arista hice una corta travesía por una rigurosa pendiente hasta alcanzar la base del corredor.

Escalar era un trabajo largo y meticuloso que exigía una minuciosa concentración. Durante media hora mi atención quedó absorbida por esta tarea. Más arriba el corredor se estrechó hasta el punto de rozar los esquís, amarrados desde hacía rato  sobre el macuto, con las rocas adyacentes. Me encontraba seguro, pero no pude liberarme de una opresión interior cuando la estrechez fue máxima y el peso, la pendiente y los esquís —enganchados en todos los salientes— tiraron de mí con una brutalidad difícil de describir.
(Sigue...)

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