Por encima de Vernayaz,
22 de junio de 2017
Decía ayer que no me orientaba en este laberinto de valles y
montañas, pero está mañana bastó que alcanzara el col de Susanfe para que de
pronto tuviera una visión de conjunto aproximada de por donde camino. Al fondo,
por encima de la calina que cubrían los lejanos valles aparecía la
inconfundible silueta del Cervino. Poco más a la izquierda se levantaba la mole
del Eiger.
Termino el día bastante bien, pero qué leche, si alguien me
hubiera visto entre las dos y las seis habría opinado otra cosa. Primero me sentí un extraterrestre; decía
ayer que me sentía un eremita, pues bien hoy parecía más un proscrito. Joder,
que cansado estaba después de esas siete, ocho horas de subir varios centenares
de metros y bajar más de dos mil por un valle interminable y accidentado. Un
descenso, por cierto, en el que me crucé con dos grupos de gente mayor que yo
no hubiera imaginado con tanta fuerza. No es que subieran corriendo, pero se
movían muy bien en los tramos escabrosos, muchos, que se superaban con
escaleras. Todos por encima de los setenta. La gente mayor ya circula por todos
los lados, pero concretamente aquí hay una cultura del caminar por las montañas
que se nota enseguida. Desde que he comenzado mi caminata por Alpes me he
cruzados continuamente con gente muy mayor. Leía el otro día en algún lado
sobre las expectativas de que la esperanza de vida siga creciendo en el futuro
en lo que se refiere al plano físico, sin embargo el autor, creo que era
Ferguson, se preguntaba sobre el desfase que hay en el plano de la
investigación entre lo que se está adelantando al prolongar físicamente la vida
en relación a lo que se está trabajando en el aspecto mental. Alertaba sobre el
problema de llegar a edades muy avanzadas pero con altos porcentajes de
ancianos con condiciones mentales disminuidas. Recordé a propósito una
entrevista a un filósofo nonagenario en la que explicaba alguno ejercicios que
hacía a diario consistentes en leer durante largo rato en los tres o cuatro
idiomas que conocía. O un ingeniero muy mayor que se propuso estudiar ruso
igualmente como medio para mantener en forma sus capacidades mentales. Visto
cómo nos podemos mover por el monte según nos hacemos mayores y lo bien que nos
va por ello, me digo, a lo mejor habría que ser más serios en trabajar para
mantener nuestras capacidades intelectuales y mentales tan en forma como las
piernas.
En el mapa aparecían un pueblo grande, Vernayaz, con la
apariencia de tener de todo pero que no tenían apenas de nada. En el único
restaurante sólo me ofrecían bocadillos. Para comprar una sim card me mandaban
a treinta kilómetros.
Sí, las tarifas telefónicas aquí son de risa, dos euros
minuto las llamadas y 12 €/Mega los datos. Pensé comprar la sim para tener
autonomía pero a esos precios tendré que ir de wifi en wifi con la experiencia
ya de que los refugios de altura parecen no tener. Al fin encontré un
supermercado. Mañana me espera una subida de dos mil metros para cuya distancia
la guía da una sospechosa cifra de siete horas y media de camino. Miro para
arriba la montaña y sospecho que son de las que no tienen agua. También sucede
que puede que el refugio esté cerrado. Y me sucedió hace un par de días. Consecuencias:
cargué con cuatro litros de agua y comida para dos días. Lo apaño todo como
puedo en el macuto, pero cuando lo voy a coger… joder, aquello me parece
excesivo. En este punto ya estaba, encima, con esa sensación rara de que uno no
está en el sitio ni en las circunstancias que quisiera. Y de golpe, lo que
faltaba, se pone a llover. Desmonta el macuto y saca la capa de agua. Con ella
encima camino un corto plazo pero enseguida me doy cuenta de que no puedo
emprender la ascensión del cuestón que tengo delante en mitad de la lluvia. Así
que ya proscrito del todo me cobijo primero en una gasolinera y más tarde
decido buscar acomodo bajo un puente que salva la línea de ferrocarril. No
tengo nada contra los puentes, de hecho tengo una larga experiencia de dormír bajo
ellos. De jovencito, en los años de autostop compartí puente con los vagabundos
y clochards de París y la última vez que estuve en los Alpes una tarde monté mi
tienda bajo un puente en plena ciudad alpina suiza. Uno hace estas cosas pero
es fácil que en esas ocasiones me salga el tímido de dentro con lo que esa
sensación de que hablaba más arriba se acrecienta.
Esperé bajo el puente media hora, el tiempo que tardó en
dejar de llover. Con el peso que llevaba encima no me quedaba otro remedio que
adoptar el paso cansino de las circunstancias difíciles, ese andar lento y pendiente
de cada músculo de tus piernas, despacio pero sin pausa. A veces pude subir
muchos metros de desnivel con ese paso. Me fijé doscientos cincuenta metros
antes de hacer un descanso. Estaba roto pero lo conseguí. De premio me esperaba
un melón de esos circulares y rojizos y una tarro a de cerezas. Los siguientes
doscientos cincuenta metros siguientes los subí mejor. Me encontré con un
pradito perfecto para dar por terminada mi jornada. De uno de los caminos
apareció un hombre de edad con ganas de pegar la hebra y que se reía mucho
cuando le decía que iba a dormir allí mismo. Era grato charlar con este hombre
mientras mi ritmo cardíaco se ralentizaba.
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