Loa a mi tienda




Cercanías de Hahnenmoos pass, 28 de junio de 2017

Subía después de comer hacia el Hahnenmoos pass cuando de repente la tormenta se lio. Grandes goterones que anunciaban la hecatombe de todas las tardes noches. Sólo que el reloj se les había desajustado y habían adelantado en cuatro horas el momento. Trepé rápidamente por una ladera en donde se suavizaba la pendiente y bajo la lluvia planté la tienda como pude. El grueso de la tormenta estaba por venir. Después de unos minutos, cuando descargó, ya me encontraba cómodamente instalado bajo este maravilloso espacio que cada vez aprecio más. Hablaba ayer de que la tienda cada vez se parece más a un útero materno; recordando la tormenta de la noche pasada yo diría que no solamente es un útero, también es un búnker. La que se desencadenó anoche era de una envergadura tan extraordinaria, agua y granizo que caían sobre la tienda como si estuviera lloviendo piedra con una fuerza tan inusitada que era imposible dormir incluso con los tapones de cera puestos. Es asombrosa la calidad de estos materiales de montaña, una tienda corriente que compré apresuradamente en algún pueblo de los Alpes hace tres años cuando la anterior se caía de vieja. Toda la noche de sinfonía y ni un gota entró. Esta tienda con la que todavía no tengo esa experiencia de los años que terminan por crear vínculos afectivo intensos, me da que se terminará por convertir en mi amantísimo regazo. De hecho ese es su papel desde que comenzaron las lluvias, sólo que hay diferencias notables entre un sitio que te sirve de cobijo y un regazo. El regazo tiene cierta calidad materna, cierto sentido amatorio. Se te va a caer la tormenta encima en medio de cualquier lugar inhóspito y solitario y nada, absolutamente nada, te va a librar de quedar lastimosamente helado y empapado hasta los huesos que no sea ese kilo de tela. Y así, cuando resulta que la hecatombe se produce, los rayos y truenos se avalanchan sobre el valle, tu tienda, amiga imprescindible de tus locuras montanas, te abre su puerta de cremallera como promesa de un hogar confortable en donde lo único que falta es la chimenea y unos buenos troncos alimentando el fuego. Mi casa es mi castillo, dicen los ingleses; mi tienda es mi castillo, mi hogar, el cálido regazo en donde me acurruco esta tarde. Estoy lejos de casa y sin embargo me siento en casa, en el rincón más cálido de ella.

Son las cuatro de la tarde y aunque escampe no tengo intención de salir de esta cálida estancia. Siesta, escritura, música, algo de lectura. No me falta nada aquí, por tener tengo hasta Internet (al fin conseguí un Sim suiza). Estoy en un intrincado valle pero si quiero puedo hablar con mis hijos, con Victoria, podría leer el periódico o guasapear. ¿En que se diferencia hoy mi tienda de mi cabaña? A efectos prácticos en nada.

Sí, acaso aquí las sensaciones tienen un calor añadido después de que ayer tuviera un bajón que casi me puso en disposición de volverme a casa. El valor añadido consiste en que si estuviera en casa con el ánimo de ayer dormitaría todo el día encogido en el regazo de uno de eso días en que uno amanece empequeñecido y un poco triste, mientras que aquí no hay cáscaras, no puedes quedarte acurrucado en medio del bosque diciéndote que mal me siento, pobrecito. Aquí no valen compasiones. Viene la tormenta y tienes que ponerte rápido manos a la obra para no tener que perecer ahogado; estás en el fondo de un valle y no puedes quedarte parado allí a verlas venir, tienes que ponerte la mochila a la espalda y subir los mil metros de desnivel que tienes por delante y, cuando lo has subido probablemente no queda ni chispa de la neura que tenías en el valle porque las endorfinas y los duendes de tu coco se han puesto en actividad y ya las lamentaciones no tienen cabida dentro de ti.

De las condolencias de ayer cuando una de las propuestas era marchar a vagar por las Dolomitas, saqué la conclusión de que esto no tiene por qué ser llegar a un destino, hacer una ruta, y quizás por ello hoy estoy más convencido para hacer de este verano un vagabundeo alpino. Sé que mi rodilla puede chascarse de un momento a otro, de hecho bajo las cuestas cojeando, pero ahora sé también que tengo cualquier información a mano si tuviera que salir de este laberinto de montañas.

Ayer leía en Otoño en Taxila una cita de Thoreau en Walden que vino a recordarme un vez más, acaso, la verdadera razón que me trae a este mundo de tormentas y de plenitud. Esta es la cita “Fui a los bosques, porque quería hacer frente sólo a los hechos esenciales de la vida, y por no descubrir, cuando llegue mi hora, que no había siquiera vivido”.

La cita suena quizás un poco pretenciosa, pero son cosas que uno roza cuando la soledad, las horas de camino, las tormentas y el cercano contacto con la naturaleza se convierten día a día en intimas compañeras de la mañana al alba. Últimamente leí dos libritos de Thoreau, Caminar y Un paseo invernal, y algo se me pega de este hombre que hizo de su vida en la naturaleza su razón de vivir. A la hora de preguntarnos por qué somos de una manera u otra uno nunca puede saber con exactitud cuáles son los débitos que tiene contraídos con los libros, con algunos autores concretamente. De hecho Walden es uno de esos libros esenciales que creo que ayudaron a marcar una trayectoria en mi vida. Un libro que desconocía y que en una ocasión mandaron leer a mi hijo Guillermo en la universidad y que casualmente encontré en su habitación y que hojeé y que me terminó de convertir a un fe a cuya devoción yo había dedicado una gran parte de mi tiempo anteriormente aunque a la manera de los lazarillos tanteando con sus bastones de ciego en la realidad global.

Descansado como estaba esta mañana y teniendo el pueblo a tiro de piedra y desconociendo si debería coger autobús, tren o tiraría monte arriba hasta no saber como responderán mis pies y mi ánimo, me hice una higiene algo más meticulosa de lo normal, me cambié de ropa y bajé como un señorito de la montaña que fuera a visitar el pueblo. Todo salió a pedir de boca, compré más calcetines para mejor cuidar mis ampollas; encontré wifi en un oficina de turismo y cargué todo tipo de mapas y variantes de itinerarios; en correos me pusieron el teléfono en orden con una tarjeta del país, hice la compra, desayuné, llamé a casa… y, hombre, después de esto y ver que las ampollas aguantaban ya ni me lo planteé. A seguir caminando se ha dicho. Y tiré para arriba hasta que me detuvo la tormenta. Llevo doce días caminando y es el primero que tras las comida termino mi jornada. Me encanta tener toda la tarde para mí dentro de este nido de tela mientras fuera oigo a lo pájaros y algún que otro trueno aislado.




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