Caminando bajo la tormenta



Memminger Hútte, 18 de julio de 2017


El ruido en el refugio es ensordecedor. ¿Cuánta gente puede haber aquí? Cientos. Todos hemos llegado empapados hasta los huesos y la instalación toda parece un complejo kafkiano donde te encuentras tíos y tías que transitan, en el primer piso en calzones o en bragas tratando de poner un poco de orden en su maltrecha indumentaria tras la tormenta que ya todos han pillado en la subida. Cualquier saliente en las paredes sirve para colgar una capa de agua, un anorak, unos calcetines empapados. Tras el aseo, encontrar la cama que corresponde a cada uno; el barullo se ha concentrado en los distintos salones de la planta baja donde la lluvia ha desatado la facundia de todo el mundo al punto que parece que todos y todas hablan a vez. Mientras, fuera, sigue el diluvio. Una chica abre una ventana para dejar constancia del diluvio en su cámara y entonces el fragor de la tormenta y el de los clientes del refugio atronan al unísono como si todos lo metales y la percusión se hubieran puesto de acuerdo para reproducir un pequeño fin del mundo alumbrado de relámpagos y truenos.

¿Son lo alemanes, los austriacos, así de expresivos o son la conjunción de las grandes jarras de cerveza y el haberse salvado de ser arrasados por el diluvio la razón última de tanto alboroto y locuacidad? Qué cojonudamente se ve a la gente después de haber sufrido un diluvio sobre sus cabezas y de haber celebrado su llegada al refugio con grandes jarras de cerveza; y todo ello en compañía de amigos o de gente que no se arredra ante estas sonadas manifestaciones de la naturaleza.


Cuando veo estas tormentas, ahora a través de las ventanas del refugio, me admiro de que mi pequeña tienda de tela haya resistido tantas brutales tempestades mientras yo metido en mi saco, calentito y como en el centro del mundo me encogía en ella como quien se refugia en el útero materno lleno de pensamientos de agradecido inquilino para esos trozos de tela que me acogían en su regazo.

Estaba dando cuenta de mi comida, ya seco y dispuesto a pasar la tarde en el confortable ambiente del refugio, cuando mi vecino de la derecha, un hombre  espigado de pelo entrecano y con aspecto de querer charlar interminablemente la tarde entera, se interesó por este despistado que comía y bebía con fruición su pinta de cerveza. Era inglés y hablaba endiabladamente rápido. Estaba haciendo parte de la Vía Alpina con su esposa. Trabajaba en la fabricación de materiales nuevos aplicados a la industria de la aviación. Después de quince minutos y de intercambiar datos sobre nuestras respectivas rutas, noto que mi atención se resiente. Me pierdo la mitad de su parlamento, se lo digo. Al rato me encuentro en conversación con una pareja de alemanes, el hijo de un español que emigró a Berlín hace muchas décadas. Todos ellos hacen la Ruta E5 que en este tramo comparte con el recorrido amarillo de la Vía Alpina. Parece que he entrado en una especie de autopista de alta montaña. Hasta ahora me había encontrado con muy poca gente cargada con aspecto de caminar más de un día por la zona. Hoy es diferente, los grandes macutos han hecho su aparición por todos los lados, son gente de grandes distancias, grandes caminadores y andarines que llevan algo en el rostro que los distingue de los domingueros y de la gente que pasea en las cercanías de los teleféricos y similares.


En algún momento cesa la lluvia y un rayo de sol asoma a través de las ventanas. La tormenta ha dejado los rastros del granizo dispersos por las cumbres. El sol atraviesa las nubes y ahora acaricia las aristas de roca donde la lluvia parece haber depositado el brillo de un luminoso barniz hecho de granizo. Mientras tanto, las nubes tras las montañas, grises, negras como telón de fondo de un escenario en donde el granizo, el agua y la tormenta son los protagonistas, persisten en mantener el aspecto menos amable. Todavía permanece la amenaza de tormenta en el aire.

Maravillosa la gente, sus sonrisas, su deseo expreso en sus miradas de ser amables y compartir un trozo de su tarde con otros amantes de las montañas, todos con los otros y la vez con su cerveza que desata la lengua y hace brillar los ojos.


 Bajaba esta mañana ensimismado en mis pensamientos tras dejar atrás la gran cascada de Holzgau que caía estrepitosa precipitada desde un estrechamiento granítico oscuro, cuando miré al cielo distraídamente y me encontré con un espectáculo sorprendente; justo por encima de mí atravesaba de parte a parte del valle muy alto un frágil puente colgante como si fuera un arco iris que un arquitecto iluminado hubiera construido en el puro cielo. La pareja de alemanes me enseñaban precisamente hace un rato algunas fotografías de él. En el centro del puente aquello se movía terriblemente, me dicen, era bastante impresionante. Y yo a mi vez les enseño la perspectiva que tenía yo del puente desde abajo.


Como tantas veces intento reconstruir el itinerario de la jornada y tengo la sensación de que los lugares de esta mañana pertenecen a hace días. La intensidad del presente en el refugio, el largo descenso hasta Holzgau, la simpática dependienta del supermercado que con tantas ganas se reía, el empleado del banco que me cambió los francos suizos sobrantes, mi intento fallido de hacer autostop para quitarme las dos horas de asfalto de encima, la empinada subida de ochocientos metros de desnivel donde un chaparrón repentino preludió la tormenta posterior, esta agradable velada en el refugio, son tantas cosas que no parece que sea posible que quepan en una sola jornada.

La fiesta no decae ni un minuto, después de la calma el alboroto sigue siendo el mismo. En algunas mesas entre carcajadas se brinda mano en alto con unos chupitos color vino burdeos. Fuera la niebla se ha adueñado del lugar, el espacio luminiscente de un cuadro propio de Friedrich (no recuerdo su nombre y pregunto a mis ocasionales jóvenes amigos del refugio, pero la pintura no es su fuerte, me dicen. Tendrá que recordármelo Victoria) se ha tornado un lienzo gris, oscuro al modo de Gutiérrez Solana.


Creo que voy a ir tomando posesión de mi litera. A esta hora mi cuerpo me pide siempre el tendido supino (o prono, que nunca recuerdo cual es cual). Acaso un poco de rehabilitación, alguna chuchería antes de dormirme y, por fin, el descanso nocturno, el sueño reparador y el deseo de que mañana amanezca caminable.









2 comentarios:

Montserrat de la Madrid dijo...

Qué bien te sienta la barba hermano,qué paisajes una maravilla

Alberto de la Madrid dijo...

:-)