Sobre Mittelberg,
20 de julio de 2017
Está muy
cubierto. Han caído varios chaparrones y los ríos y arroyos bajan desbocados
con una fuerza arrolladora. En lo alto, en las cercanías del pico más
sobresaliente, se asoma la cuenca de un glaciar a cuyos pies se precipita una
gran cascada. Una faja de nubes cruza la montaña.
Eran cerca de las
cuatro de la tarde y tenía mil metros de desnivel hasta el refugio
Braunschweiger. En el macuto sólo quedaban cinco o seis barritas y un poco
chocolate. Desde el mediodía los chaparrones eran intermitentes. Llovía un
rato, despejaba, volvía llover. No sabía qué hacer. Meterme otras cuatro horas
de subida era no tener un rato para mí en todo el día, ese preciado momento de no
hacer nada. Andar está bien, pero hacerlo más allá de las siete horas puede
hacer que esto se convierta en una carrera, y no hay razón para ello. En el
único establecimiento hotelero a pie de camino, en Mittelberg, no servían ya
comidas. La empleada, un señora gruesa que no hablaba más que alemán era lo más
amable y simpático que me he encontrado desde que salí de casa. Su única
respuesta a mis preguntas era un no seco y destemplado. Ni siquiera un
miserable sándwich me podía servir. Bueno, majo, pues tira para arriba, no
quedaba más remedio que patear otras cuatro horas. Un millar de metros más de
desnivel para el cuerpo.
Y con estas
andaba, no muy lejos de donde había partido, cuando de repente empezaron a caer
gruesos goterones. No pude pensarlo dos veces, salí corriendo camino abajo
donde se veía un trozo de prado habitable y, mientras la lluvia empezaba a caer
ya de manera agresiva, me quité el macuto, saqué la capa, me la puse, cogí el
paquete de la tienda, cubrí el macuto y me puse con los palos y las piquetas.
Llovía copiosamente y todo se estaba empapando. Metí las varillas y con cuatro
piquetas sujeté la parte interna. El doble techo se volaba. En ese momento
pasaron dos hombres por el camino y corrieron en mi auxilio. Mientras yo
aseguraba la tienda ellos cubrieron con el doble techo ésta. Buau, cuando hube
puesto las cuatro piquetas del doble techo ya me sentí salvado. Les di las
gracias. ¿De donde eres?, me preguntaron curiosos, soy español, contesté, allí
no llueve tanto, bromeé. Cuando terminé no fue necesario que me metiera en la
tienda, de momento había vuelto la calma.
Hoy había sido una jornada especialmente empeñativa. El itinerario tocaba dos cumbres y atravesaba una
larga cresta. El día había amaneció feuchillo, desteñido. El magnífico
escenario de montañas que nos rodeaba quedaba empobrecido por el aspecto
plomizo del ambiente.
Había subido con
mucha fuerza pensando que no me iba apetecer encontrarme con las multitudes del
día anterior y calculaba la hora que abrirían el funicular o telesillas que
sin duda tomarían los tres numerosos grupos de ayer. Sólo uno pequeño, del
que pude sacar una toma fotográfica que me gustaba, me tomó la delantera.
Alguna gente en las cumbres pero lo normal. Descendiendo, la soledad
acostumbrada volvió a mi camino. Ahora, ya en la tienda, vuelve a llover
fuerte, el viento agita la tienda. Al fin me alegro de haber tomado la
determinación de quedarme. Y es que después de ponerla estuve en un tristrás de
desmontarla, visto que algo había despejado, y subir a dormir al refugio.
Habría quedado como una sopa caminando cuatro horas bajo esta lluvia que está
cayendo en este momento. Hablaba del descenso. No tardé en sumergirme en la
lectura. Ayer dije que mi novela trataba de la vida de Joyce y es que después
de avanzar un poco empecé a encontrar que había muchas cosas que no me
cuadraban, así hasta que descubrí que de quien se hablaba realmente era de
Henry James. No importa, Henry James también fue en otro tiempo una lectura que
me apasionó; libros como Las alas de la
paloma o Daysy Miller habían
llenado gratamente muchas de mis tardes de lectura de hacía décadas. Leí hasta
que empezó a llover y los caminos empezaron a hacerse muy resbaladizos.
A la música de la
lluvia se suma el bronco ruido del río cercano cuyas aguas son del clásico
color verde claro que adquieren con los elementos en suspensión de los
glaciares, apenas me separan de él una decena de metros. Salí en una pausa a
llenar mi cantimplora. La cantidad de minerales que debe de llevar en
suspensión vendrían a suplir la frugalidad de mi cena de hoy.
Son las seis, una
hora desacostumbrada para dar por terminada mi jornada, incluida la escritura
de esta crónica. Voy a ver si el ruido aparatoso del río me deja oír un poco de
música.
3 comentarios:
Mis desayunos son una delicia con tus crónicas, hermano besos cuidate que con tanta lluvia no te vallas a encojer
Me dan ganas de coger la mochila y empezar a caminar sin rumbo fijo.
Mi hermana, la chica que escribe más arriba, andaba despistada por la vida y después de los cincuenta y tantos descubrió eso de caminar. Le cambió la vida.
A mí cada vez me deja el cuerpo..., y el espíritu, cada vez mejor. No tener que obligación para tener que ir a trabajar da unas posibilidades tan sin límites...
Publicar un comentario