Entre la inquietud y el miedo




Junto al refugio Paso San Nicolo, 29 de julio de 2017

Frente a la cara sur de la Marmolada, la jornada concluida, mi vivac instalado en un promontorio desde donde casi a mis pies se ve el macizo de Sella, el Sasolungo, parte del Catinaccio, al fin el descanso mientras la tarde se prepara para el crepúsculo, es casi imposible rememorar aquel lejano año en que habité como estudiante la casa de Nena Bazzana que como la proa de un barco se asomaba a la Valcamónica y el subsiguiente otoño en que los fines de semana nos acercábamos a las Dolomitas, el Catinaccio, la Marmolada, Brenta, para escalar alguna de aquellas rubias paredes. El recuerdo inolvidable de una tarde en el pequeño refugio de Pas de Ombreta al que habíamos subido para escalar al día siguiente la pared sur de la Marmolada. Y al final que Nena no se decidía, que aquella pared le imponía demasiado, hasta que a última hora apareció por allí Piero, un hombre solitario que haciéndose eco de la situación se ofreció a sustituir a Nena al día siguiente como segundo de cuerda. Esta tarde miro esta pared desde las cercanías del paso San Nicolo y me sobrecoge, me parece totalmente imposible que entonces pudiera escalar una pared que tan imponente se me presenta hoy. Soy consciente de la tanta gente preparada que acomete empresas que me parecen inverosímiles, pero ello no cuenta para mi subjetividad encerrada en la estrechez de sus posibilidades, sus miedos, su relativa intrepidez.

No cuenta; hoy, por ejemplo, pasé miedo cabalgando con mi respetable macuto cargado a la espalda por una larga estrecha arista que unas veces era de roca, otras de hierba y que estaba recorrida por un estrecho y resbaladizo sendero que más bien parecía la cuerda de un funambulista tendida entre dos abismos. No cuenta que otros sean muy bravos, cuentan mis límites, mis miedos, esos momento en que el organismo empieza a inquietarse alarmantemente porque no encuentra los pasamanos de acero acostumbrados, porque la pendiente extremada del sendero cubierto de arenilla y piedras resbalaban demasiado para mi gusto. Un rato antes me había encontrado con un chica que andaba algo desorientada y que al final decidió que era más seguro hacerlo acompañada. Bien al principio por la compañía, pero no tardé en arrepentirme. El camino se ponía de patas y corría por el filo de una cresta muy expuesta. Pensé en aquellos momentos que mi preocupación por mí mismo ya era suficiente peso como para cargar con los cuidados y la preocupación por una desconocida. Cuando voy acompañado en general sufro más por la compañía que por mí mismo cuando las dificultades del camino pueden inducir y pensar en especiales dificultades. Y es que, carajo, uno no anda sobrado de fuerzas, que en circunstancias así cualquier pequeño resbalón puede hacer que pegues un vuelo de muchos cientos de metros. Si vuelas tú qué le vamos a hacer pero si quien vuela es tu acompañante la jodimos; pienso en ello y mi sensación de impotencia es enorme. Así que cuando nos encontramos con una bifurcación con un ramal que llevaba a San Nicola y otro al paso del mismo nombre y ella dijo que marchaba al pueblo, respiré de alivio.
Pausa. Las vacas rondan junto a mi tienda y temo que se líen con los tiros y mi tienda acabe en el suelo. Otras veces les pego cuatro gritos y se alejan pero hoy ni flores. Tengo que salir y liarme a pedradas con ellas. Me miran como si estuvieran viendo un marciano, se alejan un poco pero más allá se vuelven y vuelven a mirarme como quien mira a un extraño que ha invadido su parcela. Vuelvo a la tienda.


Llegué muy cansado al refugio Paso de San Nicolo. Eran las cinco de la tarde y apenas había parado diez minutos desde por la mañana. Después de descender la val de Dona. Los mil metros de desnivel desde Fontanazo a Pian di Sele, la parte de una cadena de montañas que se interponían frente a la Marmolada, me habían dejado cansado pese a las intrigas por las que pasaba el protagonista de mi novela, Bella del Señor, funcionario de alto grado empeñado en agasajar a su jefe con una comida excepcional que se convierte en una lastimosa parodia y que invita a compadecer a todos aquellos que emplean los más de sus esfuerzos en medrar social y laboralmente sometiéndose, él y su familia, para ello a un lastimoso ejercicio de adulación que termina siendo un puro esperpento.


Desde allí siguió una larguísima cabalgada por una cuerda de cumbres, siempre un mirador de excepción sobre los macizos de los alrededores, que en algún momento dobló a la izquierda y se subió a una afilada arista que se dirigía hacia la Marmolada. Sí, en ella hubo algunos momentos en que mi inquietud dio un paso más allá para hacerse miedo. El día anterior había dado un resbalón al final del día que me había dejado tocado el brazo izquierdo y andaba un tanto mosca con los resbalones que por estos caminos no son nada raros. Así que andaba pisando huevos y en algún momento sorprendido por no encontrarme equipado el sendero, que es cosa que suele suceder casi siempre cuando la cosa se pone peligrosa. Tampoco es que hubiera muchas posibilidades de equipar aquello, una afilada arista sin más entre dos abismos. Lugo sí, cuando la arista terminó y el sendero cruzó por cortados rocosos los cables de acero volvieron a aparecer.

Jornada larga y empeñativa en que una parte importante de mis energías se fueron en fijar constantemente mi atención en mantener el equilibrio y en vigilar dónde ponía las suelas de mis botas. En el refugio Paso de San Nicolo me chuté casi un litro de cerveza para celebrar mi fin de jornada. Mi cuerpo se aligeró con ella, con un enorme plato de chuletas, un buen trozo de tarta y el consabido capuchino. No me demoré mucho en el refugio. Al echar a caminar noté que mi paso no era muy firme, la cerveza estaba haciendo su efecto. En quince minutos encontré un magnífico balcón, un pequeño prado para mi tienda. Después de poner la tienda demoré un rato mirando la pared sur de la Marmolada que se me seguía presentando como un problema sin resolver. Tenía la sensación de que aquella ascensión llevada a cabo cuarenta años atrás bien podría haber sido un sueño.


También recordé la ascensión en invierno por el glaciar de la cara norte con los esquís y las pieles de foca. En invierno esa ladera de la cara norte se convierte en una inmensa pista de esquí. 















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