A medio camino
entre Engelberg y el Surenepass, 6 de julio de 2017
La anciana tenía
una sonrisa apacible, descendía sin bastones a un paso tranquilo por un camino
no exento de dificultad. Hacía no mucho que había amanecido, lo que indicaba
que llevaba encima un buen madrugón. ¿Cuántos años tendría? No sé, quizás había
cumplido los ochenta. En su rostro claro y cuidado asomaban unos ojos pequeños
y chispeantes que su expresión atenuaba acaso debido a una cortesía ejercida
durante décadas que tendía a matizar y a suavizar las emociones en relación con
lo otros. Su corta melena, peinada con la raya en medio, era totalmente blanca.
Llevaba una pequeña mochila a la espalda. Cuando nos cruzamos, ella saludó en
alemán dejando salir de sus labios una leve sonrisa a la vez que hacía una muy
leve reverencia con la cabeza.
¿Una anciana? Sí
y no, las asociaciones que establecemos entre las palabras y su significado es
a veces tan fuerte, genera en nosotros unas imágenes usualmente tan precisas
que cuesta creer que una octogenaria que camina sola por las laderas de una
agreste montaña pueda identificársela con la misma palabra que asignamos, por
ejemplo, a los numerosos ancianos que veíamos semanalmente dormitando frente una
pantalla de televisión cuando hace años visitaba a mi padre en la residencia.
No hablo de ancianos enfermos sino de personas mayores con muchos años cuyas
vidas, mirando sus rostros ausentes o apáticos, parecían haberse extinguido
décadas atrás.
Los tiempos, es
cierto, han cambiado desde la percepción que tenía de joven de la gente mayor,
pero desde que empecé este año a caminar por los Alpes ha habido una constante
tan reiterada en mis encuentros con personas muy mayores que por fuerza me
invita a cuestionarme si no deberíamos diversificar y enriquecer nuestro
vocabulario dejando de designar a personas mayores que son radicalmente
distintas con el mismo término: anciano.
Para mí que cada
vez hay menos ancianos en el mundo. Yo hago los descensos en muchas ocasiones
como un viejo, mis rodillas me traicionan, parezco un pato, pero no tengo
asimilado, aunque más adelante mis movimientos quedaran más mermados, que pueda
ser un anciano. El cuerpo, es cierto, se degrada con el tiempo, pero asimilar
desde la lucidez intelectual y desde la actividad, como la señora con la que me
crucé esta mañana, que uno vaya a ser un anciano alguna vez es algo que va
contra la naturaleza del sentido que tiene uno de sí y de la vida. A no ser que
ese término que hemos usado siempre para personas muy mayores lo refundemos, lo
reiventemos para adaptarlos a las circunstancias de una época.
En Suiza es
claro, al menos así me lo parece, que nos llevan ventaja en lo que a la
actividad de montaña de personas mayores se refiere. Hay una cultura mucho más
extendida de la que tenemos en España en este sentido.
Distraído con la
escritura llevo un rato postergando protegerme de los mosquitos que están
poniéndose ya muy pesados. Una pausa, voy a montar la tienda antes de que me
achicharren.
El lenguaje no
siempre sirve para expresar una idea, o al menos éste no siempre se adapta a la
realidad con precisión y necesita reajustes para que cumpla con más precisión
su cometido. La protagonista en este momento de la novela que leo, Middlesex, de Jeffrey Eugenides, acusa
un problema en cierto modo parecido de indefinición, el comportamiento de los
cromosomas de los padres le ha jugado una mala pasada y siendo una niña desde
que nació, llegada la adolescencia descubren que algo no va bien. Un
especialista, ante la disyuntiva de hacer a la niña un ser “normal” pretende
operarla y someterla a un tratamiento hormonal para que prevalezca el rol con
el que ha vivido hasta ese momento. Ella se rebela a los catorce años y
abandona su casa en busca de su verdadera identidad. En este laberinto me metí
después de que me cruzara con la anciana. Un collado, un tinglado de
funiculares y por fin un largo descanso lejos de ese mundanal ruido que fue
abriendo nuevas perspectivas y nuevas montañas a mi derecha. En algún momento
que dejé la novela me pregunté si realmente un Estado debería tener poder para
dejar tan malparado un entorno. Aquí no se han andado con chiquitas, han subido
el teleférico hasta una de las cimas por encima del glaciar. Antes de llegar a
Engelberg tendría obligatoriamente que atravesar algunos de estos complejos de
arrastres que llevan a los turistas a las alturas. Suba a tal montaña sin
ningún esfuerzo, como rezaba cierta propaganda que vi una vez en el Pirineo.
Menos mal que al fin el camino se mete en el bosque y allí todo vuelve a ser
encanto y, de nuevo, tranquila lectura.
El último día
había pagado cuarenta y tres euros por unos espaguetis a la boloñesa, una
ensalada y un helado. Así que cuando llegué a Engelberg, antes de entrar en el
restaurante me senté en una terraza a tomarme una cerveza y ver qué hacía. Una
pasta bien cocinada y un ensalada en el supermercado costaba en torno a los
trece euros. Cuando me terminé la cerveza decidí que no iría al restaurante. Lo
que sucedió después es algo que me pasa con cierta frecuencia. Me pasé. Compré
tanta comida que después sudé tinta; cuando después de comer a la sombra de un
prado, emprendí la subida del valle que se dirigía al Surenepass, cinco horas,
aquello con el calorazo que hacía se me hizo un suplicio. No, no aprendo.
También es cierto que he dejado de visitar los establecimientos que me
encuentro en el camino entre otras cosas porque comer más allá de una pasta y
una ensalada pondría mi presupuesto en no menos de ciento cincuenta euros al
día, algo, que ni teniéndolo estoy dispuesto a pagar.
Ahora la única
solución que me queda es comer hasta que la comida me salga por las orejas para
quitarme peso de encima cuanto antes. El valle es muy largo y el sendero no
tiene ninguna prisa, corre junto al río, atraviesa prados, bosques. Cuando he
dejado atrás el último punto a donde pueden llegar lo turistas parece que el
peso se me aligera y que vuelvo a mi condición de vagabundo al que la soledad y
la belleza del entorno parece hacer olvidar el peso añadido en Engelberg.
Instalé mi tienda junto al río y bajo los árboles. Un bonito lugar para pasar
el resto de la tarde.
2 comentarios:
No se lo que ocurre con nuestra generación pero yo cada día me encuentro más joven y con más ganas de vivir nuevas cosas
Tú vas para atrás, vas descumpliendo años, mi joven hermana.
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