Refugio de
Maljasset, 17 de agosto de 2017
Bueno, y a ver de
qué coño escribo yo ahora. Terminamos tan pronto, un día de sol de apacible
caminar por las alturas y que acabó en el refugio de Maljasset y que me dejó
tan fuera de la acostumbrada onda que vaya usted a saber cómo cojo yo la pluma
ahora para hilvanar mi acostumbrada crónica.
Cuando salí de mi
chamizo a ver el aspecto de la mañana, hoy más temprano que otras veces porque
había quedado con Quique y Lucía en Ceillac, el sol iluminaba con una calidez
desacostumbrada Les Aiguilles de Chambeyron y las inmediaciones del col de
Girardin que deberíamos alcanzar al mediodía. Era el premio a mi madrugón de la
mañana. Quizás debería madrugar más en adelante para no perderme esa hora
mágica en que el sol hace gala de sus mejores recursos para vestir a las
montañas con la suave tersura de su terciopelo color ámbar.
Tras las
praderías que bajaban sin interrupción desde el col de Bramousse, el sendero,
ancho y cómodo, se hundía en el bosque por una pendiente respetable, un bosque
que todavía dormía oscuro y taciturno a la espera de que sol llegara a sus
miembros. Seiscientos metros de desnivel más abajo, el sol, sin embargo había
alcanzado los prados, en el centro de los cuales se elevaba una iglesia que
parecía agitar sus sillares bajo los primeros rayos, con una gentileza parecida
a la que alumbra las calles del Madrid en una mañana de otoño tardío.
En Ceillac, un
pueblito de montaña mono y cuidado, con su clásica fuente de cuatro caños
cantando a la mañana junto con los gorriones en la plazuca de la iglesia, era
día de mercado. Como Quique y Lucía no habían llegado todavía me di una vuelta
por él. Me sentía como de vacaciones, hoy ya no era un vagabundo sino un
curioso paseando entre los puestos. Compré un melón y me fui al banco de madera
que había junto a la iglesia a comérmelo. La Gorda y Quique fueron puntuales. Era un gusto
volver a verles. Los dos tenían el aspecto sanote de profes que durante un mes
y medio habían ya dejado atrás el cansancio de final de curso. La enseñanza es
una de las profesiones más bellas, pero también de las más extenuantes cuando
uno se la toma con seriedad y dedicación. Era un día bonito y soleado. Nos
pusimos en marcha camino de Le Melézet, un par de kilómetros valle arriba, el
punto de arranque de nuestra ascensión.
En los límites
del bosque aparecieron dos lagos por encima de los cuales se erguía una
espectacular crestería de afiladas montañas. No era fin de semana pero como si
lo fuera, el lugar estaba concurrido, pero el objetivo real de la mayoría de
los caminantes era un lago superior, el Lac Sainte-Anne. A Quique y a Lucía
también les llama la atención la agradecida cortesía de los franceses y es que,
pese a la concurrencia, el cortés buenos días y la sonrisa correspondiente es
un hábito generalizado.
Están en forma
estos chicos. Cuando llegué al lago, Lucía ya estaba nadando en sus aguas verde
azuladas. Los alrededores igual podían ser una escena de Goya en la pradera de
San Isidro, niños de pecho, parejas, abuelos dispuestos a dar cuenta del picnic
de los días de campo, que una concentración de feligreses en romería celebrando
la fiesta de la virgen del lugar. Por esta última razón acaso el lago lleva el
nombre de Sainte-Anne. Lo curioso era que tanta gente, incluidos abuelos,
nietos y hasta un lactante de tres meses hubieran sido capaces de ascender los
ochocientos metros de desnivel que nos separaban de Ceillac. Al padre del bebé
le pregunté por la edad del niño. Tres meses, me contestó orgulloso. Lo
llevaban en un macuto especial para ese tiempo. Sí, recordé con cariño los
muchos recorridos que hicimos nosotros por Pirineos y otras montañas cuando
nuestros hijos eran pequeños. Me gusta montón ver a parejas trajínando con sus
hijos pequeños por las montañas.
Allá donde fueres
haz lo que vieres, así que nosotros nos sumamos a la romería. Quique y Lucía
venían muy bien provistos de manjares y demoramos al sol junto al agua cerca de
una hora.
La subida al collado,
2700 metros ,
una ladera desolada de piedra suelta, nos llevó todavía una hora. Al otro lado
el paisaje volvía a ser de montañas escarpadas. El collado marcaba la línea
divisoria de los Alpes Marítimos. No olía, claro, a mar, pero tuve la sensación
de que poco a poco los Alpes se me iban terminando.
Dos horas nos
llevó el descenso a Maljasset. Hoy todo me parecía muy diferente, la gente, la
hora desacostumbrada de llegada al refugio después de las tres. De pronto la
compañía y los tantos caminantes por todos los lados me hicieron sentirme en un
universo lejano, distinto al que el vagabundo está habituado. Ya pensaba en
mañana y en mi habitual caminar solitario. Y eso contando con lo bien que me
había sentido con Lucía y Quique. Qué le vamos a hacer, uno es como es, lleva
la soledad en el cuerpo.
1 comentario:
Bonita imagen besos
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