A dos o tres
horas del refugio Bonifatu, Córcega, 28 de agosto de 2017
Es difícil
imaginar cuando uno se acerca en barco a Córcega que ese perfil neblinoso que
se ofrece al viajero, un perfil de montañas indiferenciado a lo largo de toda
la isla, pueda encerrar el magnífico y salvaje mundo que es cuando te adentras
en la inmensidad de su compleja formación de barrancos, crestas, montañas de
aspecto serrado y poco accesibles, o valles quedan parecen inalcanzables desde
el sendero del GR-20 que hasta ahora tiende a sortear todo este complejo
conjunto buscando los altos collados y la laderas vecinas a las cumbres. Cuando
le dije a la encargada del refugio d’Ortu di u Piubbu que iba a dormir por ahí,
donde se terciaria, su contestación fue que no había sitio posible, que todo
eran piedras y barrancos. Y su parte de razón tenía.
Anoche había
puesto el despertador a las cinco y media de la mañana, pero era reacio a
dormirme. Había redescubierto el manto nocturno de las estrellas que durante
todos el verano apenas había entrevisto unas pocas veces y siempre desde el
interior de la tienda. Allí estaban como otras veces, viejas conocidas, las constelaciones
de siempre, Casiopea, la Osa
Mayor , el Triangulo del Verano, Boyero. Decía Gaston
Rébuffat, en Estrellas y borrascas,
de los que presumían de escalar siempre sin hacer vivacs, que no sabían lo que
se perdían. En las primeras páginas de su libro dedica unas emotivas páginas a
aquellas noches de vivacs que había pasado en la montaña. Y con cuánta razón.
Si uno se pusiera a hacer memoria de los tantos recuerdos que puede recoger de
la experiencias de vivacs a lo largo de toda su vida en lugares dispares de las
montañas o junto al mar el resultado podría recogerse en un prolijo volumen
extenso como una guía telefónica.
Y contemplando el
cielo de la noche siempre esa sensación oceánica de infinitud frente a nuestra
pequeñez, la comunión con el universo, la fusión de nuestro espíritu con la
universalidad del todo representado en las estrellas, la Vía Láctea , las galaxias…
El despertador
sonó a las cinco y media de la mañana. Quitarme en lo posible el intenso calor
de del mediodía y volver a recuperar mis hábitos de empezar a caminar de noche,
obra el milagro ante la pereza habitual del vagabundo, de ponerme inmediatamente
en movimiento. El cielo está profundamente estrellado y es noche cerrada aún.
Salgo del saco sin dilación, recojo a oscuras metódicamente mis cosas e
inmediatamente, con el frontis en la frente, busco el camino más abajo de la
terraza en donde he dormido. Empieza a clarear enseguida. Durante un buen rato
la bahía de Calvi y la cordal de montañas que nacen en el mar se van dorando
débilmente, sin llamar la atención. Una capa de fino polvo cubre las rocas y el
sendero. Toda la jornada será un duro trepar entre rocas polvorientas y
senderos pedregosos. A una hora del comienzo alcanzó Boca à u Saltu. Un césped
totalmente agostado de color amarillento dorado cubre el collado. Un lugar
perfecto para desayunar.
Más arriba el
camino se pondrá de patas y habrá que usar pies y manos para ganar terreno.
Será la tónica para todo el día, un camino que raramente se humaniza y que sube
o baja de continuo por pendientes muy inclinadas sorteando espolones y resaltes
rocosos donde menudean algunos ejemplares de imponentes pinos.
El refugio yace
en la solanera de una ladera carente de sombra. Varios grupos de jóvenes se
preparan la comida al sol. Es un refugio con aspecto menesteroso. Como única
comida me ofrecen un plato de cuscús, que a la fuerza será también mi cena
porque no tienen otra cosa. Sólo preparan cenas. Completo mi comida con frutos
secos y pasas de Corinto que llevo en el macuto.
Había llegado muy
pronto al refugio así que me dio tiempo a reposarme y a hidratarme en cantidad.
A cien metros del refugio el chorro de una pequeña fuente daba un significado
muy especial al lugar. Era la única agua en todos los alrededores. Cargué lo
que será el peso adicional diario en mi impedimenta para esta travesía, dos
litros y medio de agua. La ladera por encima del refugio estaba cubierta por
pequeños bosquecillos de abedules a los que les estaba llegando un precipitado
otoño.
No estaba el
camino para lecturas, pero subía a un ritmo que me gustaba, despacio, con un
movimiento, que me parecía tan armonioso, de brazos, piernas y cuerpo que
quizás podría dar cuenta de los muchos metros de desnivel a pleno sol, que me
esperaban ya mismo, acompañándolo con la lectura de País de nieve. Y resultó, resultó muy bien, aparte de algún momento
en que no era fácil seguir las señales, conseguí esa complementariedad de
caminar y leer por un terreno complicado y abrupto hasta el punto de que, pese
a lo accidentado del terreno, logré disfrutar del ambiente fresco y lleno de
insinuaciones no expresadas en que envuelve Kawabata las relaciones entre Shimamura
y Komako. Dejé las últimas páginas del libro para después de la cena cuando ya
esté metido en el saco.
Presiento que
cuando termine esta travesía yo y toda mi impedimenta, incluido el macuto y el
saco, nos vamos a tener que meter en el bombo de una lavadora. Ese polvo fino
que se agarra a todo lo que toca y que no hay forma de quitarlo ya ha empezado
a invadir mi ropa. He sacrificado mi capa de agua para proteger el resto, pero
ni por esas.
En medio de un
derrumbadero de rocas sueltas planté hoy mi vivac, un pequeñísimo espacio con
vistas a este complejo mundo de montañas. Hoy sí que mi vivac parece un
auténtico nido de águilas. Sí, aquí no se puede vivaquear
más que en las cercanías de los refugios, ya lo sé. Pero… ¡es tan magnífica
esta soledad y este paisaje!
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