El trabajo de vivir



Entre el refugio d’Asinau y el col de Bavella, 6 de septiembre de 2017


Definitivamente creo que ahora sí estoy cansado. El continuo caer de todo mi peso y el de mi macuto sobre las rocas, apenas mis piernas conocen en este itinerario caminos sin accidentes, está afectando a mis rodillas. No sé cuántos días llevo caminando por Córcega, pero esto no tiene nada que ver con lo grandes itinerarios de los Alpes, donde un día o dos te puedes encontrar este tipo de terreno. Incluso en Dolomitas, donde las pedreras pueden ser penosas y donde el terreno abrupto es frecuente, no es lo mismo porque tienen sus parajes de transición y alternancias. Aquí, salvo un par de jornadas que transcurrieron por los bosques, el terreno pedregoso somete continuamente a las rodillas, especialmente en las bajadas, a un trabajo agotador. Mis botas también están sufriendo las consecuencias del terreno. No creo  que llegue a un mes que las estrené y ya aparecen destripadas y con las costuras inferiores rotas. Tenían un aspecto muy bueno, unas Salomón bastante sólidas... De hecho nunca me había pasado que unas botas se abrieran en canal después de unas semanas de uso. Quizás algo de culpa la tenga el terreno por el que se mueven.


La mañana, que a primera hora era tranquila, con el sol colándose entre el ramaje y dorando la laderas, más arriba se hizo desapacible y muy ventosa. La temperatura bajó y si abajo iba en manga corta allí tuve que ponerme toda la ropa que tenía. Una capa de espesa niebla cubría el último tercio de las montañas que estaba ascendiendo. Era una cordal no demasiado larga que recorría el camino por su parte somital. Monte Incudine, era su nombre. Cuando despejó la niebla, ya en la bocca Stazzunara, el espectáculo que se abrió delante era de una gran belleza. Al otro lado del valle se erguía un conglomerado de torres y crestas de granito alzado solitario sobre los valles adyacentes.


Bajaba dando trompicones por un terreno accidentado cuando pensé que la vida es un curro de mucho cuidado. Un gato se coloca encima de las rejillas del radiador en invierno y ya puede nevar o caer chuzos de punta, allí se pasará el invierno roroneando sin más preocupación. Y un perro otro tanto, como mucho, si está echado y pasa una avispa cerca lo mismo hace el intento de atraparla con la boca, pero no va más allá, puede pasarse días enteros tumbado al sol. A nosotros nos va de distinta manera, siempre parece que tengamos que estar en continua actividad, caminando, trabajando, yendo de acá para allá, incluso pensando. No hay posibilidad de parar los motores, desconectar la memoria ram y quedar en blanco adormecido como un oso en plena hibernación. El trabajo de vivir, a no ser que te tumbes a la bartola y contrates a alguien que te abanique en verano y te encienda la estufa en invierno, hoy se me antojaba puntillosamente un poco agobiante. Estás dormido, por cierto al final no hubo anoche incendios, los helicópteros volaron misteriosamente medio hora más y después desaparecieron, suena el despertador y, en vez de seguir durmiendo hasta que la mucama te traiga el desayuno a la tienda, te desperezas, sales del saco, recoges todo y te pones a andar. Y vas de un lado para otro de un bosque del que hasta ayer mismo no tenías idea de su existencia, y subes un cuestón, y bajas otro no menos cuestón, y las rodillas chillan y en otro momento pasas sed o hambre o te duelen lo pies. Pero si estás en casa es otro tanto de lo mismo aunque sea más suave, tienes que levantarte, tomar decisiones, ir a la compra, si no estás jubilado además tienes que hacer esa cosa horrible que es ir a trabajar, en fin que al final todo se convierte en puro curro. En Córcega a cada paso espantas a alguna lagartija, las hay a montones. Ellas, que pueden estar al sol sin dar palo al agua, dichosas. Tú no, tú tienes que subir entre las piedras hasta allá arriba, sudar tinta, pasar frío o… sí, maldita la gracia. Sí, por qué. Así hacía yo de abogado del diablo esta mañana, pensando que esta noche me dormiría y al día siguiente me levantaría y me pondría a patear otra vez el monte y etc., etc.


Desde una especie de trono donde desayuné al abrigo del viento veía los montes circundantes esta mañana e imaginaba el principio de los tiempos cuando algo se convulsionó en este planeta y surgieron las montañas. Y después, cuando estas montañas debieron pasar por milenios, millones de años de erosión. Millones de años… jo. Y otro tanto para que se poblaran de vegetación, árboles, hierba, animales. Y de semejantes pensamientos me iba a las galaxias y su infinitud impensable y reflexionaba en sus millones y millones de años moviéndose locamente sin sentido alguno y a una velocidad endiablada por el firmamento. Y entonces desde esa pequeñez, mientras daba cuenta de un poco de paté y un trozo de salchichón, por cierto, riquísimo el salchichón de Córcega, pensaba en eso del trabajo de vivir y en los afanes y preocupaciones que nos traemos de continuo y, de pronto, todo, yo, mis preocupaciones, mis trabajos, la humanidad entera se volvían exquisitamente insignificantes ante lo inconmensurable del tiempo.

Los porqués que el Principito planteara a los sesudos sabios de un lejano planeta, dejaban en cueros y sin razón de ser a las tantas ocupaciones por las que nos desvivimos durante toda la vida. Así que, así las cosas, y para que el mundo siga funcionando la única explicación plausible que se me ocurría, mientras contemplaba las montañas, para justificar tamaño despilfarro de energía, estaba relacionada con algo que yo había observado en los perros y gatos de mi casa. Me imaginé gato o perro, inactivo, tumbado todo el día, y por extensión toda la vida, al sol o sobre la rejilla del radiador y de pronto, sin comerlo ni beberlo, me dio un ramalazo, me entraron unas tremendas ganas de ponerme a trabajar, de subir montañas, de hacer lo que fuese con tal de huir de tamaño aburrimiento que acarrearía la vida de lagartija, perro, gato o saltamontes.

El aburrimiento, día tras día, año tras año, toda la vida, se me apareció tan el peor de los males posible que empecé a entender por qué nuestra maravillosa condición humana por sí solita, y sin que nosotros se lo pidamos, nos incita a hacer esto o lo otro, esa cosa, por ejemplo, tan aparentemente absurda de subir montañas. Vamos, que llegaba a la conclusión de que mover el culo, ponerse en movimiento, planear, ponerse el mundo por montera o lo que fuera no era más que la respuesta de nuestro organismo para huir de las fauces del aburrimiento.


Bueno, espabila, tío, que no puedes quedarte aquí toda la mañana filosofando. Y es que además el viento había vuelto a vuelto ponerse pesado. Poco más arriba la niebla lo cubría todo y el refugio todavía quedaba a muchos tiros de piedra.


En el refugio ni siquiera me tomé una cerveza. Hacía un viento que te tiraba. Me tomé un nestea, compré una lata de ensalada y otra de sardinas y tiré para abajo confiando que junto al río el viento se calmase y pudiera comer y descansar un buen rato, como fue el caso.

Un largo sendero que atraviesa a media altura las montañas que veía esta mañana desde bocca Stazzunara, lleva en cinco horas hasta el col de Bavella. Montaría mi vivac a medio camino en un pequeño balcón sobre el valle.













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