En el Monasterio de Piedra. Una historia de gatos.





Cercanías del Monasterio de Piedra, 17 de octubre de 2017

Hacía tiempo que habían pasado las burras de la leche cuando al fin abrí los ojos. No recordaba dónde habíamos ido a parar esa noche; hice un esfuerzo, sí, estábamos junto a unos cerros volcánicos desde donde a lo lejos podía verse la vieja ciudad de Atienza y sus murallas. Recordé entonces el sueño de la noche. De debajo de la cama de mi compañera salía un camada de gatitos negros, seis o siete camino del pasillo. Toma, me dije, eso sucede por dormir con la ventana abierta y dejar pasar a todos los gatos de la vecindad. Ella, mi Conchi, antes no quería saber nada de perros ni de gatos, pero desde que dejamos de dormir juntos porque mi Conchi un buen día comenzó a roncar, a roncar tan fuerte que no había quien durmiera a su lado, se aficionó a los gatos y desde entonces, desde que yo dejé de dormir con ella, mi Conchi duerme con dos gatos, uno un tanto  asalvajado llamado Bartola, porque en realidad sí, se trata de una gata, y otro de color canela con manchas blancas al que llamó Mico. A ella le encanta sentirlos acurrucados a su lado; uno tiene su sitio en el ángulo de las piernas; allí, aprovechando la costumbre de su dueña de dormir con las piernas encogidas, Mico pasa una parte de la noche ovillado como un bebé en el regazo de su mamá. Bartola, que ocupa el primer puesto en el escalafón de los cariños gatunos de su dueña, suele dormir con su cabeza apoyada en el brazo de mi Conchi. Ver la escena por la mañana de gatos y ama dormidos todos como benditos es un espectáculo enternecedor.

Para que se entienda el porqué de mi sueño tengo que añadir algunos detalles. Primero, que como los gatos son animales de hábitos nocturnos y mi Conchi y yo vivimos en mitad del campo en una casa rodeada de árboles, los gatos no paran en casa y tienen necesidad de salir cada noche a darse algún garbeo por la parcela o a cazar alguna tórtola de las que duermen en las acacias o entre las yedras de la fachada, razón por la cuál su ventana permanece abierta toda la noche. Segundo, como Bartola ya con unos pocos meses parió siete gatitos no tuvimos más remedio que esterilizarla. Mico, a diferencia de otros gatos que tuvimos, que no encontrando hembras disponibles en casa tomaron las de Villa Diego en busca de lo que la naturaleza manda, no parecen sobrarle los estrógenos porque hasta ahora no ha hecho esfuerzo alguno por montarla; tanto es así que días atrás volvimos a hacerle una inspección ginecólogica pensando que nos hubiéramos equivocado. Pero no, allí estaban sus pequeños testículo dando fe de su masculinidad. Ni siquiera parece haber salido de la parcela en busca de alguna vecina. A Mico nos lo colaron de rigodón; alguien nos lo echó por encima de la valla de la parcela, y era tan simpático y sociable que terminamos adoptándolo. Pero a diferencia de Bartola, que sólo se trata con su dueña y que sólo se acerca a mí cuando le ofrezco trozos de gorgonzola, un queso que le gusta más que todas las cosas, es un gato capaz de hacerle cariñitos a cualquiera que pase por casa. No hay invitado que venga a casa que no se encuentre a los pocos minutos de Mico en su regazo. Es un gato tan poco salvaje que todavía no ha aprendido a subirse a los árboles. Bueno, el otro día, mientras cenábamos en la terraza, después de muchos esfuerzos logró trepar hasta las primeras ramas, pero fue muy divertido observar la preocupación y los ensayos que tuvo que hacer durante más de media hora para vencer el cague que le daba descender de semejante altura.

Hace ya unas semanas ya mi Conchi daba cuenta durante el desayuno de que los gatos habían empezado a comer una barbaridad, hasta el punto que había tenido que duplicar la dosis primera. Por la mañana los gatos, que suelen desayunar antes de que ella se levante, habían empezado a inquietarse, de modo que allí estaba Bartola al amanecer a despertar con su patita a mi Conchi diciéndole, eh, que el cuenco de nuestra comida está vacío.

Después un mañana encontramos un gatazo negro que cruzó como una bala del pasillo al cuarto de estar. Ese día se puso como loco subiendo por las cortinas y trepando por las estanterías hasta que encontró la salida. Pero más tarde ya le pudimos ver parando tranquilamente por la parcela. Enseguida encontramos la razón de que el cuenco de la comida de los gatos se vaciara con tanta rapidez. También mi chica ató cabos sobre cierto tráfico inusual que se había producido a través de su cama por la noche. Su ventana, el único lugar por donde los gatos pueden acceder a la casa, ahora estaba claro, se había convertido en un magnífico acceso a la manduca de los gatos vecinos.

Continuando atando cabos empezamos a recordar las largas noches de enternecedores gemidos, los prolongados ayes de amor gatuno que se nos colaban de noche por la ventana, tanto o más escandalosos que aquellos de una de las amantes de los Buendía que despertaban a todo Macondo con sus gritos de placer.

Mal asunto tanto follón nocturno para una casa en donde la gata está esterilizada, el gato no ha desarrollado todavía aquella energía que lleva al crecer y multiplicaos del mandato bíblico, las ventanas están en abiertas por la noche, la comida a disposición de los intrusos y en donde uno o dos gatos foráneos retozan hasta el hartazgo en nuestro jardín.

Y es ahora cuando yo me pregunto ¿de donde habrán salido todos esos gatitos recién nacido que aparecían en mi sueño de esta noche? Me temo que por la ventana abierta de mi Conchi entra todo el gaterío nocturno de los alrededores y que ahora debajo de su cama, en el calorcito de la moqueta y los edredones, debe de estar gestándose generaciones enteras de gatitos.

El cuento de hoy no entra ni  con calzador en mi blog de los caminos, pero como la cosa en esta ocasión va de otoños y sus aledaños igual cuadra que lo meta entre el despertar sobre un cerro, un paseo por Sigüenza, donde en su catedral pudimos admirar la bella escultura del Doncel de Sigüenza, y un recorrido por el Monasterio de Piedra, destino último de nuestro viaje de hoy.

Fieles al mapa que días atrás había confeccionado con los lugares más notables del otoño, el siguiente destino correspondía al Monasterio de Piedra donde el otoño, pese a su colorido, se mostraba desvaído y como polvoriento. Como siempre, las cascadas, unas domesticada y diseñadas por alguna naturalista de buen gusto y otras producto del admirable trabajo de la naturaleza, resultaron un atractivo espectáculo, especialmente para mi cámara que en esta ocasión había venido provista del trípode imprescindible con que transformar las caídas de agua en bellas imágenes de blancos en movimiento.











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