Carta a mi amiga desconocida





Azambuja, 14 de febrero de 2018 
Etapa entre Vila Franca de Xira y Azambuja. 

Hola, Amiga Desconocida:

Aprovecho la parada del cafetito con leche a media mañana para contestar a tu mail de ayer. Me hace reflexionar socarronamente ese "aquí yo y mi perro" que irónicamente utilizas para referirte a tantas entradas con que los usuarios del Facebook nos regalan, o incluso regalamos nosotros, a cada momento bajo el rostro que preside nuestro perfil. ¿Qué es si no, en el fondo de cada uno eso y no otra cosa lo que nos preocupa? Si a eso añades que la necesidad, imperiosa tantas veces, del reconocimiento por parte de los otros es una de las "grandes pasiones" de las que pocos pueden/podemos huir, necesitados como estamos no sólo del calor materno sino también de un entorno que nos proteja de la ventisca del exterior y cubra la necesidad de la compañía. Que la sutileza en estas cosas esté presente y que en las redes sociales no retratemos en exceso nuestro gordísimo yo es cosa de agradecer, pero un asunto en todo caso al que conviene coger con pinzas. Mi huida de las redes sociales, que desde hace tiempo sólo uso para compartir mi facundia escribidora, tiene parte de su base en los peligros que comportan esos continuos pitidos del Facebook en mi día de la intimidad cotidiana, algo que me distrae y me invita a entrar al trapo de estar en la plaza pública más de lo que deseo.

Desde que he comenzado la escritura de este tramo portugués de mi caminar cada día he comprobado que los amantes de estas tierras y sus gentes de nuestro país vecino son cantidad. Tu "¡Ay, Portugal! Su lengua, su música, su saudade…" tenía hoy la compañía de unas líneas que me llegaban de Mérida, en donde una antigua amiga decía que sigue, en sus palabras, "mi recién desasosiego por tierras portuguesas". Mi amiga, que vive puerta con puerta con las tierras lusitanas, ya indaga por como me lo monto "con sus amigos Pessoa, Saramago o Eça de Queiroz" y me invita a leer nuevos títulos, incluido el de otro amante de la literatura lusa, el italiano Antonio Tabuchi con su inolvidable Sostiene Pereira que leí con tanto gusto mientras caminaba por las Dolomitas el pasado año. Manuela, además, para más muestra de de su afecto lee a Tabuchi en portugués, algo que, oh vana ilusión, querría yo hacer cada vez que abro un libro que no está escrito en mi lengua materna. Enamorarse de la poesía y la prosa de este país hoy y, mañana, cuando te pille en otra parte del mundo leer a Rulfo si estás en México, Doña Barbara si viajas por Venezuela, Dostoievsky si atraviesas Rusia en el Transiberiano o a Jack Keruac si te diriges desde la costa este de Estados Unidos a California es una de las aficiones que he degustado con frecuencia.


En la tasca se está bien. Lo que antiguamente era la conversación de los clientes sobre el tiempo, la política o los partidos de fútbol del pasado domingo aquí se ha convertido en un tonto mirar de los aldeanos, valga la redundancia, a la teletonta. En la tele no hay nada más que anuncios, pero los cinco parroquianos del bar han puesto sus sillas frente al televisor y no le quitan ojo viendo las barbaridades que hace el último modelo de coche o lo bien que quita las manchas determinado detergente. El tedio se extiende por el mundo como una peligrosa mancha de aceite. Y no sólo a los aldeanos, que no le sucedía otra cosa a Pessoa en muchos momentos de su vida. Y ya de paso... que el Señor nos coja confesaos cuando la brisa del aburrimiento dople a babor o a estribor sobre nosotros.

Decías, contestando a esa reflexión que hacía yo el día anterior sobre los límites de una aventura que se repite, que “qué sería de nosotros si perdiéramos esa capacidad de embarcarnos en nuevas aventuras, esa dulce inconsciencia que te invita a dejarte llevar”. Pareces yo, en realidad, por mucho que nos guste nuestra pretendida exclusividad, al final terminamos pareciéndonos unos a otros sin excesivas referencias. Musil, en El hombre sin atributos (jajaja… esto de citar a autores da mucho brillo a la cosa y hacer pensar al lector despistado que quien escribe es una lumbrera cuando en realidad puede tratarse de un perfecto imbécil J. En algo hay que divertirse, ¿no?) decía que no hay más de nueve o diez tipologías humanas. Ah, las nuevas aventuras; para Don Juan un polvo a cada vuelta de la esquina, para Pessoa una nueva vuelta de tuerca más algún retruécano inventado para alguno de sus setenta y tantos heterónimos, para mí, en este momento, caminar a la espera de que “algo” suceda en el batiburrillo de mis sensaciones que me haga más bondadosa la vida, más habitable y sustanciosa.

Respecto a la escritura como terapia, totalmente de acuerdo, "Escribo para no volverme loco", escribía lúcidamente Bataille. En mi caso no he encontrado hasta ahora mejor manera de saber sobre la realidad y sobre mí mismo que intentar poner en escritura los pequeños pormenores que llegan a mi caletre. Saber de lo que somos y de lo que creemos ser, violín, flauta, clavicordio, requiere de no poca lucidez, y ya que estamos con Pessoa hasta en la sopa, oigámosle: “Mi alma es una orquesta oculta; no sé qué instrumentos tañe o rechina, cuerdas y arpas, timbales y tambores, dentro de mí. Sólo me conozco como sinfonía”. Sin lugar a dudas si Pessoa no hubiera llegado a escribir, apenas sabría de sí mismo la mitad de las cosas, aunque quién sabe lo que en su lugar habría llegado a ser, quizás un genio del arte de la contabilidad. Y la cosa viene a cuento porque mi amigo Jorge Túa, un doctor en estas cosas de la contabilidad y el entramado empresarial, escribió recientemente un artículo en una revista de la universidad sobre Pessoa  que precisamente leí esta mañana, y que Jorge, atendiendo a la escritura de Pessoa: “Dos cosas me ha proporcionado el destino: unos libros de contabilidad y el don de soñar”, glosa en un amplio artículo sobre esa faceta empresarial del autor. Y es que todo se pessoariza en este principio de mi caminar por Portugal. No dejaré nunca de estar agradecido a mi hija que en el lejano verano del 1998 me regaló este maravilloso libro del desasosiego, fuente de tantas reflexiones y cautivada prosa. Gracias, mi Gorda, por aquel agraciado regalo. 


El Sol de levante se alzaba a mi derecha más allá de las espadañas y los cañaverales. Camino, contemplo la mañana, me acerco a recoger una ramita de hinojo, la quiebro, me llevo a la nariz el perfume de sus adentros; me gusta, no dejo de hacerlo cada vez que me encuentro una de estas plantas en el camino. En tiempos, cuando teníamos huerta, las cultivábamos. En las conservas de berenjenas siempre metíamos alguna ramita de esta planta olorosa. Los kilómetros van pasando unos al lado de otros como nubes de verano flotando sobre el horizonte. La bella prosa de Antonio Lobo Antunes, en El orden natural de las cosas, me acompaña por el resto de la mañana hasta siete kilómetros antes de mi meta, en donde una ruidosa carretera hace imposible mi lectura.


“Eran las seis, escribe Pessoa en su Libro del desasosiego, se cerraba la oficina. El patrón Vasques dijo, con la antepuerta entreabierta, «Pueden salir», y lo dijo como una bendición”. Para mi hoy, no la seis, sino las cuatro, hora de encontrarme con Rita, la mujer que acoge a los peregrinos en este pueblito de Azambuja. Y si hay un poco de suerte la hora de mi siesta después de comer, después del café, después del brandy que me dejó un agradable bienestar en el cuerpo.


Llamo por teléfono. El albergue está cerrado. Me dan el número de la señora Rita, que acoge también a los peregrinos. Quedamos en media hora en la puerta de la iglesia. Llego unos minutos antes y paso a darme una vuelta por el interior de la iglesia. Nada notable. Columnas salomónicas doradas, santos y vírgenes con los ojos extraviados de la devoción, la estatutaria corriente de los pequeños pueblos diseminados por la península. . Hay una solitaria mujer de hinojos en uno de los bancos. Cuando paso por su lado, pregunta: ¿peregrino? Sí, le contesto. Estoy esperando a Rita. Asiente. Todo está en orden. Me da un tanto rubor esto de acogerme a la fe de los creyentes portando una credencial de peregrino que para mí sólo es un salvoconducto para tener un lugar donde pasar el final de la tarde y pernoctar, acaso la posibilidad de encontrar un alma gemela con quien compartir un pedazo de alma. Y estando escribiendo esto veo acercarse a una mujer mayor de negro, menuda pero resuelta. Es Rita. Me sella la credencial en la sacristía, me presenta al párroco, un hombre joven de aspecto sencillo y campechano, trepamos la cuesta arriba del pueblo y entramos en una casita, pulcra casita de pueblo con todo lo que el peregrino pueda necesitar, fruta, comida, café, infusiones, calefacción. Todo ello con la gratuidad de quien realmente da cobijo a un hermano. La vieja tradición de dar posada al peregrino conserva viva su llama en este pueblecito a caballo entre Lisboa y la milagrería de Fátima. Ahora sí, ahora ya es hora de mí siesta. Apuro mi infusión de manzanilla y fin de jornada.

Hora de terminar. Nos vemos, mi amiga desconocida…

P. D. Cuando me desperté de la siesta y me acerqué a la cocina eso de más abajo es lo que me encontré sobre la mesa. Todo estaba caliente; mi anfitriona, la señora Rita, se merece un gran pedazo de cielo para ella sola. Palabra que esto supera todas las muestras de hospitalidad que he tenido andando por el mundo. La casa, acogedora y limpia, pertenece a la parroquia del lugar. Tomad nota los que tengáis intención de hacer el Camino Portugués: señora Rita, una mujer pequeñita vestida de negro tocada con un velo, que apenas llega al metro cuarenta de estatura pero que tiene un corazón grande como una montaña.

Gracias Rita. Le dejé una nota de agradecimiento junto a la dádiva correspondiente: "Muito obrigado, Rita, você tem um coração de ouro".



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