Madrid – Lisboa, 12 de febrero de
2018
El pasaje del bus duerme.
Africanos de tez morena, dos o tres parejas, una señora mayor, dos jóvenes
barbudos y una chica que nada más subirse al autobús se ha sumido en un
profundo sueño. No ocupamos todos juntos ni la mitad de las plazas del autobús.
Un viaje nocturno apacible. La señora mayor, una mujer menuda de mirada
humilde, me ha pedido que le suba el bolso al maletero. Me mira plácidamente
desde sus ojos oscuros, esboza una sonrisa y después se concentra en el
espectáculo nocturno de la calle. Minutos después el chico de delante ha
tumbado su asiento y me ha dejado casi sin espacio para respirar. Como en el
autobús sobran plazas he tenido que buscarme otro asiento. Ahora viajo junto a
la joven dormida, que emite débiles ronquidos desde su profundo sueño. También
yo debería dormir. Este cacharro llega a Lisboa a las seis y media de la
mañana, que será precisamente la hora en que pretendo empezar a caminar cada
día mientras dure mi paso por el Camino Portugués, y debería llegar algo
descansado para cubrir la primera etapa mañana mismo.
El otro día ponía aquí a Pessoa de
"cretino", un cretino entre comillas, es decir cretino más bien
cariñoso, decidor de nuestras flaquezas, esa luz que de tanto en tanto
necesitamos para saber en qué paran muchos de nuestros anhelos. En concreto me
refería al pesimismo del autor luso que estima, como es en realidad, que la
atracción de las aventuras, de lo nuevo tiene siempre su plazo contado a partir
de la primera experiencia. Después de cazar el primer tigre la aventura ha
concluido, citaba yo hace un par de días. Vamos, que más allá de lo nuevo la
poesía desaparece para dar paso a la roma prosa de la realidad. Nada hay que
pueda sustituir a una bella primera aventura que tuvimos en la montaña, en
nuestro contacto con el mar, en el vuelco que dio nuestro corazón cuando un día
tropezamos con los ojos embrujados de la primera chica de nuestra adolescencia.
Pessoa debió, creo, acaso, porque hace tiempo que no le leo y pretendo ponerme al
día durante el Camino, ser un hombre de escasas experiencias aventureras, pero
habla con una contundencia respecto a ellas, alguien que salió de su pueblo, un
gran pueblo desde luego, Lisboa, una sola vez en su vida, pero que escribe tan
bien y sabiamente que uno está a punto de creerse todo lo que dice. Digamos que
las ideas de autores como Pessoa son además de un excelente primer plato para
entrar en contacto con Portugal, un buen elemento para ejercitar la gimnasia
mental que requiere enfrentarte con un autor con quien no estás de acuerdo en
muchas cosas pero que te va a servir como la resistencia de una bicicleta
estática para fortalecer la musculatura de tu propio caletre a base de
enfrentarte de continuo con un antagonista de mucha talla.
Cuando el halo de nuestro
optimismo desaparece, esos ulteriores tigres de Pessoa, lo que toca es esa rala
realidad donde ni el romanticismo ni el entusiasmo tienen cabida porque en
definitiva ya no podemos ver un vaso más que bajo la forma de ese vaso. Ya la
piel de melocotón de nuestra amada ha dejado de ser ese cuerpo con el que
soñamos cada hora para convertirse, acaso, siempre acaso, en espasmo de química
abocado a dar descendientes a la especie del homo sapiens.
¿Y a cuento de qué vendrá todo
esto? Pues a esa pregunta que me hago tantas veces de “pa qué” tanto ir de aquí
para allá cuando tantos tigres han quedado atrás, tantos vasos, tanto
conocimiento… acaso la cosa tenga como el cocido muchos ingredientes, incluida
la huida espantada del aburrimiento cuando tantas cosas han sido hechas, la
cama y su edredón están ahí y tres veces al día la comida está dispuesta sobre
la mesa. Tenerlo todo, por aquello de que los extremos se tocan, puede
significar no tener apenas nada; puede suponer que se te hayan pasado las ganas
y el entusiasmo de otros tiempos.
Pero quizás tenga que rectificar
más adelante, cuando relea El libro del
desasosiego, ese pesimismo de Pessoa al que me refiero porque si bien asume
que la aventura como tal es bien poca cosa, o al menos su duración es
miserablemente corta, también es cierto que el mundo de Pessoa, pese a no
moverse más allá del cuarto de estar de su casa, hace entrever un mundo tan
rico en sensaciones sin necesidad de echarse a los caminos o emprender largos
viajes, que a uno le entra la duda de si eso que le lleva una parte importante
de su vida, es decir los viajes y las largas caminatas por el mundo, no será,
como él afirma, una señal de debilidad e incapacidad para sacarle a la vida
partido. Un ejemplo aquí de lo que afirma el autor luso: “Sólo la debilidad
extrema de la imaginación justifica que haya que desplazarse para sentir. En
realidad, el fin del mundo, como el principio, es nuestro concepto del mundo.
Es en nosotros donde los paisajes tienen paisaje. Por eso, si los imagino, los
creo; si los creo, existen; si existen, los veo como a los otros. ¿Para qué
viajar? En Madrid, en Berlín, en Persia, en la China , en ambos Polos, ¿dónde estaría yo sino en
mí mismo, y en el tipo y género de mis sensaciones? La vida es lo que hacemos
de ella. Los viajes son los viajeros. Lo que vemos no es lo que vemos, sino lo
que somos”.
Es una delicia volver a darse una
vuelta por la escritura de Pessoa, porque de sus trazos, tras ese rechazo de la
aventura y de los viajes, surge un inesperado mundo que es un continuo
aliciente para explorar, precisamente, y pese a Pessoa, el mundo de las
sensaciones que, por ejemplo, en esto de caminar le sorprende a uno a cada
vuelta del sendero. Esas sensaciones que constituyen para Pessoa el verdadero
motivo de la razón de existir. “En verdad, no poseemos más que nuestras propias
sensaciones”, afirma más abajo. “La vida es para nosotros lo que concebimos en
ella. Para el rústico cuyo campo lo es todo, ese campo es un imperio. Para el
César cuyo imperio le parece todavía poco, ese imperio es un campo. El pobre
posee un imperio; el grande posee un campo. En verdad, no poseemos más que
nuestras propias sensaciones; en ellas, pues, que no en lo que ellas ven,
tenemos que fundamentar la realidad de nuestra vida”.
Pessoa no necesita recorrer ningún
camino de Santiago para sentirse de pm. No es el caso de otros muchos que
necesitamos del sudor de los caminos, los madrugones y las largas jornadas de
marcha para recoger dentro de nosotros un puñado de esas tan estimadas sensaciones
que Pessoa alaba.
Buenas noches. Voy a ver si puedo
imitar a los otros pasajeros y duermo un rato.
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