Islas




Cercanías de Es Caló, Formentera, 14 de abril de 2018

Un viento fuerte agita mi tienda anclada parcialmente sobre la arena. Temo que en una de estas ráfagas la tienda decida salir volando. La lluvia no cesa, el mar, a pocos metros de mi tienda, llena de una melodía fragosa y grave mi hábitat. Nada que hacer que no sea sestear o echar mano a los pistachos de vez en cuando. En previsión de que esto se prolongue ya he empezado a racionar el agua. Esto no es la supervivencia de Scott en la Antártida, pero pienso en él y sus compañeros, en el tesón y la fuerza que pueden llegar a mostrar los hombres. Me he incorporado, he reinflado mi colchón de aire y ahora soy un contemplador excepcional de ese fenómeno de la lluvia y el viento observado desde la intimidad de mi bienestar tras la comida.

Esta isla tiene ocho mil habitantes, no es como la de Robinson Crusoe o como la Antártida del capitán Scott, pero es una isla pequeña y como todas las islas reducidas tiene la capacidad de poder invocar al mar desde ella con más propiedad que desde la costa continental. Mi afición a las islas viene de una década atrás cuando en invierno mis ganas de largos caminos no encontraba salida y entonces buscaba los lugares templados de las Islas Canarias para caminar. El descubrimiento de los Caminos de Santiago en invierno sería un descubrimiento posterior. Las Canarias ocuparon durante un par de inviernos mis adiciones caminadoras. Primero fue Lanzarote, que caminé con mi amiga con nombre de flor, el descubrimiento de las tierras volcánicas con sus colores cálidos y sus fantásticos paisajes de lava oscura junto a un mar bravíamente hermoso que yo, sentado a su orilla no me cansaba de mirar cuando levantaba mi vista de mi libro de aquel momento, Middlemarch, la fantástica novela de George Eliot. Margarita, mi amiga con nombre de flor, que ya me había acompañado en un viaje iniciático por Sri Lanka e India, recuerdo que miraba celosa mi novela, un enorme tocho en el que yo me embebía cada tarde perdiendo el sentido de lo que me rodeaba. Rodamos por la entera isla como los vagabundos del Dharma del gran Kerouac, espléndidamente solos, borrachos de los colores cálidos de la isla, de sus dunas, de la luz del amanecer que se recogía en la ensenada de Caleta de Famara como las brasas de un fuego que el sol hubiera dejado en sus aguas como regalo a sus atónitos visitantes que desde lo alto, sobre un antiguo sendero que sirvió para transportar la sal, contemplaban el crepúsculo como si se tratara de uno de los primeros días del mundo.

Después fue la perla de las Canarias, La Palma, tan distinta de las otras, tan bella en sus cárcavas como una mujer que guardara en la intimidad de sus rincones los más bellos jardines que ojos hubieran visto. La Palma, surcada de enormes cárcavas de disposición radial que venían a abrir las laderas en canal, guardaba en su interior una magnífica y ubérrima vegetación donde distintas clases de cactus eran sus más bellos representantes. Caminar alrededor de La Palma es descender continuamente a uno de estos paraísos vegetales para volver a alcanzar en el otro extremo el labio superior que a no más tardar volverá a sumergirnos en otro nuevo reino. Y de entre ellos, el más hermoso y magnífico de todos, la caldera de Taburiente que atravesé a media altura por un peligroso sendero que exhibía a su entrada un ostentoso prohibido el paso que mi sentido poético y mis ganas de belleza no fue capaz de respetar. Un inmenso balcón que rodeaba lo que en su tiempo debió de ser un magnífico cráter de dimensiones colosales.

El viento que no cesa. El rayo que no cesa,

¿A dónde iré que no vaya
mi perdición a buscar?
Tu destino es de la playa
y mi vocación del mar… 

Miguel Hernández sobrevoló por un instante mi tienda. El viento que no cesa me trae el viento de la isla de Hierro cabalgando por su dorsal, El Hierro saliendo su lomo de la mar como un animal antediluviano, una solitaria senda que recorre el labio superior de un viejo volcán y que caía al otro lado sobre el bosque de sabinas más hermoso que conozco. Sabinas de porte noble e inhiesto que el viento había cubierto de belleza obligándoles a adquirir las formas que el escultor Eolo había soñado para ellas, grandes y fibrosos troncos torcidos por el viento, alargadas copas de retorcidas ramas como pelambreras de walkirias cabalgando con sus cabelleras al aire. Tropa como las estatuas del ejército de terracota del Mausoleo de Qin Shi Huang, petrificado por el viento y los años hasta hacerse belleza esencial en las laderas del volcán de El Hierro.

Las islas, que no fueron mi tierra de nacimiento y en las cuales no podría vivir largo tiempo sin sufrir de claustrofobia, han acogido tan entrañablemente algunas de mis caminatas, que han quedado grabadas en mí como un verdadero sueño de invierno. Aquella otra perla de La Gomera, donde comencé a caminar desde la playa de Los Cristianos, cuando perdido de vista San Sebastián de la Gomera era adentrarse en un solitario mundo. Los altos de Garajonay, agrestes y tan hermosos a la mañana siguiente, la niebla ocupando las cumbre a intervalos y dejando al camino como subiendo en medio de la nada. Y más tarde, tras atravesar barrancos crecidos de un verde luminoso sobre terrazas que cruzaban la rigurosa verticalidad del lugar, el bosque se hacía tranquilo y como alejado del mundo; adquiería el encanto de los bosques solitarios, tejos, brezales, laureles. Y más tarde manchas verdes brillantes y algunos helechos se abrían paso en la oscuridad calcinada del bosque muerto, bosque neblinoso de apacible silencio. Y donde se detuvo el fuego reaparecía el bosque tapizado de brillante terciopelo, de esas barbas blancas que cuelgan de las ramas en las zonas umbrías.

Visitas de una semana, dos como mucho, que ponían en medio de mis inviernos una perla de color y soledad de parecida manera a como los Caminos de Santiago visten últimamente mis inviernos del calor de la sencilla aventura de caminar de albergue en albergue a la búsqueda de un no sé qué que apacigüe mi ánimo y lo llene de ese pequeño encuentro con las gentes y los paisajes que tanto aprecia este vagabundo.

Dentro de poco hará veinticuatro horas que estoy bajo la tela de mi tienda. Espero que mañana el tiempo me dé tregua para continuar caminando. Se está bien dentro de esta casita de tela y el mar y la lluvia son muy buena compañía de momento. Espero que resista al menos hasta mañana.









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