Caminar con el alma en vilo





Cercanias del Passo Ceréda, 27 de julio de 2018 

Alta Vía Dolomitas 2: Refugio Bruno Boz – Bivacco Frelde – Cercanias del Passo Ceréda.


La frecuencia con que he hecho elogios de mis piernas, las responsables inmediatas de llevarme de una parte a otra del mundo, en realidad debe de esconder en sí una suerte de plegaria destinada a animarlas a que sigan trabajando más allá de lo que por sus circunstancias particulares están preparadas. Creo que en los dos últimos días las he situado en los límites de sus posibilidades. Subiendo todavía no se les nota en exceso, han caminado mucho y están fuertes, pero cuando se tropiezan con los derrumbaderos estos, siempre tan empinados, tan aéreos y continuamente sembrados de pedreras, se sostienen mal, me duelen, amagan con resbalar y su pisada es insegura. Hoy un millar de metros de bajada en estas condiciones han terminando por hacerme dudar sobre la conveniencia o no de continuar esta ruta, que según la guía no tiene intención de aflojar ni en dificultad ni en desnivel en los próximos días. Precisamente una de las principales características de estas montañas son esas piedras pequeñas y de todos los tamaños que cubren los caminos y que en los descensos requieren piernas firmes y seguridad en un terreno que casi siempre tiene el abismo a uno o a otro lado del sendero.


Había dormido en el límite del bosque y el collado próximo no estaba a más de media hora. Subiendo, mi curiosidad se centraba en ver que había tras él. Siempre cabía la esperanza de que no fuera tan agresiva la continuación. Una vez arriba comprobé que todo seguía en la misma tónica del día anterior. Al otro lado asomaba un mundo solitario y agreste que no iba a dar tregua a un momento de tranquilidad. Pendientes de hierba muy inclinadas, el sendero siempre un hilo atravesando laderas que entraban y salían de la montaña, y en medio varias paredes que como siempre parecían totalmente infranqueables pero que después se abrirían con más o menos benevolencia a la posibilidad de que un sendero las cruzase y terminará coronándolas. No he caminado en todo el verano con la inquietud con que lo hice ayer y hoy. Ni tan poco había visto como hasta ahora tan cerca los límites en cuyas cercanías no debería ya moverme.

Esa línea de dificultad, que es diferente para cada persona, y que yo había ido alejando año tras año cuando me convencí de que todavía le podía sacar jugo a la vida trotando por las montañas como un joven, de pronto se me aparecía como dándome en las narices diciéndome: se acabó tío. O te buscas otras piernas más sólidas o por aquí ya no vuelves a pasar. Y si quieres que sea más preciso, por aquí no vuelves a pasar si al menos quieres que te siga considerando una persona suficientemente juiciosa. Me cuesta mucho aceptar, una vez más, que las circunstancias físicas me vayan cortando las alas. Hoy recordaba cuando tuve que dejar de correr maratones, una pasión que descubrí teniendo cincuenta y cuatro o cincuenta y cinco años. Corrí durante cuatro años y al quinto la pierna se me chingó, los cartílagos de la rótula casi desaparecieron y no hubo cáscaras. Cuando un día me fui a dar una vuelta a la Casa de Campo y en el Cerro Garabitas me crucé con un montón de corredores, no pude frenar las lágrimas; lloré como un chiquillo. Los pocos años que había dedicado a esa salvajada que es correr maratones, con sus larguísimos entrenamientos que en invierno empezaban a las seis de la mañana con temperaturas de bajo cero, a oscuras trotando por los cerros de los alrededores de mi casa, habían constituido para mí uno de los regalos más notables que la vida me había hecho. El juego con los propios límites, la autopercepción de mi cuerpo luchando por no caer desplomado en los dos últimos kilómetros de un maratón, la adrenalina acumulada en los minutos previos al pistoletazo de salida rodeado por miles de corredores; el sabor de todas estas cosas, tantas, pasó a mejor vida a los pocos años de comenzar. Aquí no es lo mismo, pero el proceso es parecido: primero dejas de escalar, después dejas de caminar por determinados lugares por donde tus piernas ya no se mueven seguras… ¿Cuál será el siguiente paso?


Una larga travesía me dejó al comienzo de un farallón rocoso que ofreció algunas dificultades, usar manos y pies para avanzar y trepar por pedreras resbaladizas, pero que en definitiva resultó más fácil de lo que su aspecto indicaba. Más arriba, tras un pequeño collado herboso se abría un gran circo de montañas bajo cuyas paredes se distinguían dos pequeñas construcciones. Era el Bivacco Feltre, levantado sobre un amplio promontorio. Llegar hasta allí requería bajar por una vertiginosa cuesta de hierba varios cientos de metros, atravesar todo el valle y franquear dos contrafuertes rocosos equipados con cables de acero y alguna corta escalera de hierro. Me crucé con una pareja a la que pregunté por la dificultad del camino hasta el paso Ceréda. Traducido al castellano la respuesta fue: todo de patas.


Tomé un tentempié en el bivacco, llené la cantimplora y me puse en marcha. La senda subía por una pared rocosa de piedras muy sueltas y se asomaba en su cima a un espectáculo de mil metros de desnivel de descenso que no me gustaba en absoluto. Siempre parece mentira que por un sitio de estos pueda bajar un sendero. Tuve que hacer un par de destrepes que me producían flojera en las piernas por la hostia que tenía debajo. Luego más o menos se bajaba, las casas del collado Ceréda aparecían como vistas desde un avión. Le costaron mucho aquel descenso a mis piernas, siempre mis pies pisando huevos atentos al mínimo resbalón. Dos largos espolones de roca los salvé mediante una larga pasarela de acero que se asomaba al abismo quitando el hipo.


Cuando apenas me quedaba un centenar de metros sonó el primer trueno. Abstraído con el descenso no me había cerciorado de la tormenta que se aproximaba. Intenté avivar el paso. Llovía. Una última escalera de hierro me dejó al fin en terreno más humano y pude ponerme la capa de agua. A partir de ahí todo volvía a ser más fácil aunque todavía me quedaba un buen trozo para alcanzar el bosque. Eran cerca de las cuatro de la tarde cuando llegué a él. Estaba tan cansado que cuando vi que había algunas posibilidades de poner la tienda no lo dudé pese a que lo único que me quedaba de comida eran dos raquíticos paninis. Había dejado de llover, ahora el sol asomaba entre algunas nubes. Pude hablar con Victoria después de dos días sin cobertura.

Había atravesado en dos jornadas el Parque Nacional Bellunés, una de las zonas más salvajes y aisladas que conozco. Un camino siempre por alturas retando el vacío, surcando un mundo agreste y solitario. Algo muy hermoso, ahora que lo había dejado a mi espalda podía decirlo, pero que requiere preparación y una buena experiencia para atravesarlo. Es una pena que mis piernas estén tan viejitas.















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2 comentarios:

Montserrat de la Madrid dijo...

Hermano me tienes en vilo 😘😘😘

Alberto de la Madrid dijo...

Besos desde estas bellas montañas.