Llueve. Mi tienda se convierte en cálido útero materno.

  



Gasthof Breiltlahner, 11 de julio de 2018

Gasthaus Karlsteg – Ginzling – Kaserleralm – Gasthof Breiltlahner


El despertador suena a las seis de la mañana, hora desacostumbrada porque ayer no pude ver una película dada mi escasez de batería. Pero sigue lloviendo. No hay nada que hacer, dormir. Me acurruco en el ambiente cálido del saco de dormir, aprecio el confort de mi colchón. Soy como un feto en el útero materno, húmedo y acogedor. Podría estar nueve meses aquí metido, las piernas encogidas, los brazos sobre mi pecho sintiendo nada, solo el calor materno que sube de las entrañas de la tierra, de mi cueva de tela de 5000 milímetros de columna de agua. La tienda está puesta en un lugar muy crítico y apenas se tiene en pie pero resiste, es como esa cueva que se inundará con una tormenta, pero que con esta pacífica lluvia no amenaza de todo al hombre del Neanderthal que lo habita. El hombre del Neanderthal sueña, piensa que está en algún principio del mundo, protegido por los hados que cuidan de él y de su impedimenta con mimo. Sintiéndome en los brazos de los dioses me adormezco, sueño, después vuelvo a despertarme; las nueve de la mañana; ahora llueve más fuerte; los cencerros de las vacas suenan monótonamente como las campanas de un pueblo lejano. ¿Quién sería el imbécil que abandonara con este tiempo el útero materno para sumergirse bajo la lluvia, que moja, que encharca tus botas, que humedece tu equipo? El único problema es que adolezco de cordón umbilical para alimentarme y mis provisiones son escasas, si no a qué moverse de aquí. En fin, termino soñando que soy un prebebé y que, repantigado en la oquedad ósea que la madre naturaleza destina a los neonatos, dormito y despierto y dormito y despierto, siempre fuera la música incansable de la lluvia.

Es casi mediodía cuando al fin despierto en medio del silencio. Ha dejado de llover. Mi cuerpo está embrutecido por tantas horas de sueño. Recuerdo una historia que escribí una vez de cuando mis hijos mellizos, Mario y Lucía, se hacían compañía en el útero de su madre, ambos, como yo hoy, arropados en el calor húmedo de la espera. Mario, con apenas seis meses de gestación, se había despertado, había mirado a su hermana que yacía bajo él ocupando las tres cuartas partes del útero, estirada como quien duerme a sus anchas en una cama de uno cincuenta, y se puso a considerar su situación presente: “Hoy he atisbado que alguien me miraba desde el otro lado de este baño gelatinoso en donde floto; era un presentimiento, una superficie fría y cilíndrica recorría el vientre untuoso de mi madre, como si alguien que viviera en el piso de arriba tratara de seguir tus pasos aplicando el oído al suelo, una especie de aspirador que recorriera el perímetro externo tratando de detectar mis movimientos, el tac tac de mi incipiente corazón. Ha sido como despertar de un largo sopor. Ciego, aislado como estoy en el silencio líquido en donde floto, parezco estar saliendo de mi quietud habitual, lo que siembra en mí una débil inseguridad que me recorre el cuerpo como un suave cosquilleo; estado de expectación y curiosidad después de ese largo periodo de somnolencia en que he pasado tantas semanas de abandono y espera; la somnolencia que siguió a mi gestación, la débil luminosidad que atravesó mis primeras células, como una tenue estrella fugaz salida de la nada de la noche cuyo rastro dejara impreso en el espíritu un susurro de hojas, terciopelo, algo todavía intangible que rondara la incipiente constatación de empezar a ser una vida más en algún universo todavía por concebir en la estrecha cavidad de mi pensamiento. Porque desde dentro de mi inquietud comenzaba a ser consciente de que algo debía de existir a mi alrededor más allá de la oscuridad y de la viscosa sustancia en la que floto; fue así que imaginé que al otro lado de la oscuridad y del silencio se movían otros seres, otras sustancias, acaso un medio más sutil en donde en algún momento podría desplazarme libremente”. Esas precisamente eran las circunstancias, ahora las del padre, sustituida la tienda y el saco de dormir por el útero.

El fragmento entrecomillado más arriba corresponde a la novela  Diario de las cinco de la mañana.



Las grandes montañas que contemplaba ayer descendiendo a Finkenberg, los intrincados valles que penetraban en ellas, en uno de los cuales estoy ahora, están aquí, sobre mí, yo en sus valles, pero no los veo, “los árboles no dejan ver el bosque". A ambos lados del valle se yerguen imponentes laderas y espesos bosques que se pierden en la altura. Sigo el valle o río de Zemmbach que al final me llevará un día y medio remontar hasta la frontera italiana. Sí, por cierto, estaba ojeando el mapa revisando mi itinerario, cuando de repente mi collado de destino, Passo Vizze, me lo he encontrado en italiano. Gran hallazgo; mañana estoy en Italia.

Ahora los dedos se me hacen huéspedes cuando pienso en pisar territorio italiano, pese a que todavía no será la verdadera Italia, una Italia del norte aún, que presumo será renuente a hablar el italiano, como ya me sucedió el pasado año hasta que no sobrepasé largamente el paralelo de Bolzano. Italia me tira como una segunda patria. Allí viví, en la Alta Lombardía, en un pueblo colgado de las montañas del Adamello, uno de los periodos más intensos de mi vida cuando apenas tenía veinte años. Regresar a Italia tiene siempre para mí el sabor de lo familiar, de la musicalidad de su lengua, de amigos, de recuerdos tan densos que basta cerrar los ojos para sentir dentro del pecho el dolor de la ausencia.


Tuve en la cabeza desde que aterricé en Munich la idea de completar distintos itinerarios que me faltaban de la Vía Alpina, incluido una decena de días por Suiza, y otros muchos más al sur de Salzburgo y oeste de Graz, pero sospecho que empiezo a encariñarme con un vagabundeo por las Dolomitas menos conocidas que todavía no he visitado. Dolomitas es un complejo territorio en el que quizás pueda perderme una larga temporada.

Hoy tuve más suerte que ayer con el rinconcito para mi tienda. Andaba lloviznando un poco después de comer, pero el tiempo tuvo la amabilidad de ser comprensivo y desistió de volver a echarme su agua encima. Pasé junto a unas espectaculares paredes no más altas de cien metros donde practicaban escalada algunas cordadas. Media hora después el sendero se puso a trepar por una abrupta ladera hasta remansarse muy brevemente en lo que será esta tarde noche mi hogar. Fin de jornada.












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