Noche en Peña Águila





El Chorrillo, 30 de septiembre de 2020

 

Pues es que probé a correr y vaya que si podía. Estaba a mitad de camino del collado de Cerromalejo y yo quería llegar antes de que se ocultase el sol, al menos allí porque Peña Águila ya era imposible. Me había entretenido dándole vueltas a un par de temas y entre pitos y flautas se me había hecho tarde. Así que como vi que el cuerpo me funcionaba bien probé a correr. Joder, si parecía que tenía veinte años. Me dan tanta envidia esos corredores que vuelan por las montañas apenas cargados con un poco de agua y unos dátiles… Hay gente de la montaña que habla mal de ellos, que siempre parece que están de competición, que eso no es hacer montaña, que si patatín que si patatán. A mí me gustan aunque estén excesivamente pendientes de batir marcas. Eso de notar que las piernas resisten la carrerita pese al desnivel y que poco a poco el depósito de la resistencia se va acabando, y pruebas un poco más y un poco más hasta que ya, ya, estás en alguna cumbre proporciona buenas dosis de gusto. La última vez que me encontré con uno, fue en la Maliciosa, yo dormía a pierna suelta en la cumbre y apenas había empezado a clarear cuando una respiración de esas en que se te salen los pulmones por la boca, un jadeo un tanto bestia, me despertó. Lo primero que hizo antes de darme los buenos días fue parar el cronómetro. ¿Cuánto?, le pregunte. Una hora cuarenta y cinco minutos desde el aparcamiento. Me gusta esta gente que juega consigo mismo, que se reta a llegar en el menor tiempo posible a una cima. No se enteran de nada, ni de los pajaritos que alegran el alba, ni de las maravillas que se pintan en el cielo para inaugurar el nuevo día, pero se viven a sí mismos con tanta intensidad que con ello tienen más que suficiente. Yo quise emularlos hace años subiendo a Siete Picos desde las Siete Revueltas corriendo y casi me muero. Si mi cardiólogo me hubiera visto me habría echado una bronca de mil demonios, pero no estaba, así que allá arriba, después de sus buenos diez minutos, cuando mi corazón se serenó un poco, sí disfruté el gustazo de “mi proeza”.



Sin llegar a tanto he probado con un buen macuto encima algo parecido cuando me he sentido fuerte y casi todas esas veces que lo he hecho lo recuerdo con una indecible satisfacción. La primera vez que subí al Mont Blanc fue una de ellas, hice una buena parte desde antes de llegar a la cima corriendo; otra vez fue en el desierto de Cinguetti, en Mauritania, con una temperatura que debía de rondar los cincuenta grados. También lo he hecho otras muchas veces caminando por montaña con un voluminoso macuto a la espalda cuando me he sentido especialmente fuerte. Son momentos preciosos en que la música del cuerpo en tempo allegro vivace canta por todos los poros como si dentro de él hubiera un millar de pajarillos. Casi así llegué ayer al collado de Cerromalejo. El sol asomaba entre los pinos a unos centímetros del horizonte. No era un espectáculo notable, tan sólo la sencilla conclusión de un día más de principio del otoño, pero había una calma y un silencio en el collado que contrastaba con mi corazón desbocado. Esto de hacer de uno mismo un juego, probar a ver qué pasa, qué sientes, cómo golpea el corazón, estar a la expectativa de si serás capaz o no, a veces puede ser como un apasionante final de peones en una larga partida de ajedrez. ¿Logrará coronar el peón blanco terriblemente acosado por la única torre y el rey? El otro día el amigo Paco, al que yo llevaba ventaja en esa carrera de peones, en un momento determinado me quebró las piernas y me dio jaque mate en un despiste. Algo así puede pasar, a veces he contado las pulsaciones en esos momentos críticos, pero como olvidé cierta fórmula que me dio el cardiólogo que indicaba los límites de éstas en relación a la edad, al final sólo es un número más.



Cuando llegué a la cima antes de que se extinguiera la luz del todo probé a hacer algunas tomas de perfiles contra las luces del crepúsculo con la única persona que tenía a mano, es decir, yo mismo. Y tras ello fui a buscar un lugar para mi vivac al otro lado de la valla de piedras que cruza la linde. Estaba trepando por ella cuando oí una voz tan cerca que casi caigo encima de Adolfo. Joder, el tío estaba durmiendo justo al otro lado de la valla que yo estaba saltando. No le caí encima de milagro. Fue un encuentro muy particular. Durante cinco horas hablamos ininterrumpidamente pasando de un tema a otro, viajes, montaña, política, filosofía, psicología, gente que ambos conocíamos. Ese gran placer que es la conversación bien hilada bajo las estrellas. Yo había cenado mientras tanto, había preparado mi cama y ya dentro del saco, mirando a las estrellas y a la luna gordísima que teníamos encima y que andaba por el cielo seguida a corta distancia por Marte, y ya la conversación, que había andado por las Rocosas, Mongolia y algunas montañas cercanas a Almati, en Kazajstán, se disponía a entrar en una especie de teoría del conocimiento en donde la razón y la intuición se disputaban la primacía y en donde el tiempo había dejado de existir para decirnos que Napoleón, Julio César, Gengis Kan o el mismísimo tarado de Trump estaban viviendo en nuestro presente.

Era extraordinario hablar con un interlocutor tan interesante, conversar sobre lo divino y lo humano, alguien que sólo era voz, porque ninguno de los dos no habíamos visto otra cosa que nuestras sombras en la oscuridad, y sentirse tal como si nos conociéramos de toda la vida. La Luna y las estrellas allá arriba, todas las luces del Madrid nocturno a nuestros pies, la silueta de Siete Picos y La Maliciosa a un lado, en algún momento dos enormes estrellas fugaces cruzando el cielo como grandes cometas dispuestas a caer sobre las Cuatro Torres allá al fondo de ese tapiz de luces como de un belén. Y mientras tanto comprobar que dos de las causas principales de las enfermedades de este desgraciado mundo en el que estamos viviendo eran la indolencia por una parte y por otra, consecuencia de la primera, la ignorancia. La voz de mi interlocutor invitaba a una conversación sosegada; también la mía, pero sin embargo de ellas se desprendían conclusiones que hacían de las aspiraciones de la sociedad en que vivimos un lamentable cliché culpable del caos en el que día a día vamos profundizando. La indolencia, decíamos, que se ceba en una considerable parte de la sociedad y que se manifiesta especialmente en la negación a ejercitar la capacidad de pensar, hace a una gran masa permeable a los mensajes de cualquiera que tenga la habilidad de convencerles de lo que sea, tanto si se trata de bienes de consumo que en absoluto necesita como de crear corrientes de opinión en la dirección que sea. Los argumentos bajo la luz de la Luna dejaban sin salida a una sociedad mayoritariamente desprovista de sentido crítico y sustancialmente aficionada a improvisar opiniones leídas o escuchadas un rato antes en algún medio de comunicación.


Adolfo, mi compañero de vivac


Casiopea, navegando por el cielo con su forma de barquito de papel, se alzaba ahora por encima de Montón de Trigo mientras Orión, con un pie sobre uno de los Siete Picos, empezaba a alzarse en el cielo como cazador acompañado de sus perros que se apresta a salir de caza. Eran las tres de la mañana. Tuve que hacerle observar a Adolfo que tendríamos que hacer el esfuerzo por dormir un poco.

El día anterior bromeando había invitado a una amiga, que imagino no ha dormido en el monte nunca, a acompañarme en mi vivac de Peña Águila, pero declinó el ofrecimiento diciendo que cómo iba ella a dormir ella sin su colchón de viscoelástica. Bromas aparte, le recité aquellos versos de Gabriel y Galán:

“He dormido esta noche en el monte
con el niño que cuida mis vacas. 
En el valle tendió para ambos
el rapaz su raquítica manta 
¡y se quiso quitar-¡pobrecito!-
su blusilla y hacerme almohada! 
Una noche solemne de junio, 
una noche de junio muy clara... 
Los valles dormían, 
los búhos cantaban, 
sonaba un cencerro, 
rumiaban las vacas... 
y una luna de luz amorosa, 
presidiendo la atmósfera diáfana, 
inundaba los cielos tranquilos 
de dulzuras sedantes y cálidas. 
¡Para hacerse de acero los cuerpos! 
¡Para hacerse de oro las almas!” 

Le leí estos versos, pero ah, el colchón de viscoelástica se interponía ante la idea de dormir al sereno bajo las estrellas. Benditos vivacs que son esencia de mi caminar por las montañas. ¡Qué noches, qué noches!, ¡Qué horas, qué auras!

Me desperté al alba cuando el sol empezaba a asomar junto a la silueta de La Maliciosa. Estabatomando unas fotografías cuando despertó también Adolfo. Al fin nos pudimos reconocer físicamente. Él, hombre de usos ancentrales, encendió su fueguecito con palitos y allí se hizo el desayuno mientras el sol cogía fuerza en el horizonte. Yo calenté mi leche con muesli en mi primus miniatura. Desayunamos frente a uno de los espectáculos más bonitos que proporciona un día de otoño.  





 

 

 

 

 


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